Capítulo 20


Capítulo 20

Nunca antes había estado del todo desnuda con un chico cerca. Me ponía atacada de los nervios, aunque también me excitaba. Nos aferramos el uno al otro entre las sábanas sin dejar de besarnos. Sus manos y sus labios tomaron posesión de mi cuerpo, provocando espasmos de fuego con el menor roce en la piel.
Llevaba tanto tiempo deseando esto que apenas podía creerme que estuviera sucediendo. La atracción física era magnífica, pero también me gustaba el simple hecho de estar junto a él y el modo en que me miraba, como si fuera la cria­tura más sexy; la cosa más maravillosa del mundo.
- Roza, Roza... -murmuraba Dimitri como una letanía.
Me gustaba el sonido de mi nombre pronunciado por él en ruso.
Entretanto, en algún lugar, en algún sitio de todo aquel ma­remágnum, sonaba la voz que me había impulsado hasta la ha­bitación de Dimitri. No se parecía a la mía, pero me sentía indefensa ante su sonido, no podía ignorarla. «Sigue junto a él, no te apartes de su lado. No pienses en ninguna otra cosa, sal­vo en Dimitri. No dejes de tocarle. Olvida todo lo demás».
Yo le prestaba oídos, pero no necesitaba ninguna mo­tivación adicional.
El brillo ardiente de sus ojos me revelaba su deseo de ir mucho más lejos de adonde habíamos llegado, pero se toma­ba las cosas con calma, tal vez porque era consciente de que estaba muy nerviosa. No se quitó los pantalones del pijama. Llegó un momento donde cambié de postura y me quedé en­cima de él con las puntas de los cabellos colgando sobre él, que ladeó levemente la cabeza, lo cual me permitió verle la nuca. Acaricié con las yemas de los dedos las seis minúscu­las marcas allí tatuadas.
-¿De verdad mataste a seis strigoi? -él asintió-. iQué pasada!
Me tomó por el cuello para luego atraerme hacia él y besarme. Sus dientes me punzaron en la piel de un modo diferente a los colmillos de un vampiro, pero cada mordis­quito era igual de excitante.
- No te preocupes. Algún día tendrás muchas más que yo.
-¿Sientes algún remordimiento?
-¿Eh...?
- Por matarlos. Me dijiste durante el viaje que eso era lo correcto, pero todavía te perturba. Por esa razón vas a la iglesia, ¿a que sí? Te veo allí durante la misa, pero en reali­dad tienes la mente en otro sitio.
Esbozó una sonrisa, en parte sorprendido y en parte di­vertido por el hecho de que hubiera adivinado otro de sus secretos.
-¿Cómo te enteras de esas cosas...? No siento remordi­miento alguno, es sólo... tristeza. Todos ellos habían sido humanos, dhampir o moroi. Es una lástima, eso es todo, pero ha de hacerse. Todos debemos hacerlo en ocasiones y a veces eso me duele, y la capilla es buen lugar para meditar sobre ese tipo de cosas. De vez en cuando me siento en calma allí, pe­ro no a menudo. Encuentro más paz en tu compañía.
Rodó sobre sí mismo hasta ponerse de nuevo encima de mí y volver a besarme, cada vez con más fuerza y urgencia. «Ay, Dios», pensé, «al fin voy a hacerlo. Es esto. Puedo sen­tirlo».
Debió de ver la resolución en mis ojos, ya que deslizó las manos por detrás de mi cuello sin dejar de sonreír a fin de soltar el broche de la cadena de oro regalada por Victor. Tu­ve la impresión de haber recibido una bofetada cuando el colgante se deslizó y quedó entre sus dedos. Parpadeé, sor­prendida.
Dimitri debió de notar algo muy similar. - ¿Qué ocurre? -preguntó.
-No lo sé.
Me sentí como si intentara despertar después de un sue­ño profundo de dos días. Debía recordar algo...
 …algo sobre Lissa.
Notaba la cabeza espesa, pero no era dolor ni vértigo, si­no la desaparición de la voz. Ya no escuchaba en mi inte­rior ese apremio machacón de que me acercara a Dimitri. Eso no significaba que ya no le deseara, ¿vale?, pues estaba fenomenal verle con esos pantalones de pijama y el pelo cas­taño fluyendo sobre un lado del semblante, pero había de­saparecido esa influencia exterior que me empujaba hacia él. Todo era de lo más extraño.
Frunció el ceño y dejó de dar vueltas. Atrajo hacia sí la joya y la recogió tras unos segundos de cavilación. El deseo apareció otra vez en sus facciones en cuanto tocó la cadena de oro. Deslizó la mano libre sobre mi cadera y de pronto me asaltó otra embestida de lujuria enfebrecida. Noté una arca­da en el estómago mientras se me ponía carne de gallina y empezaba a respirar pesadamente. Sus labios se movieron sobre los míos otra vez.
Una resistencia luchaba por abrirse paso desde mi in­terior.
- Lissa -murmuré, cerrando los ojos con fuerza-. He de decirte algo sobre Lissa, pero no logro recordarlo... ¡Qué rara me siento!
- Lo sé -repuso, sosteniéndome todavía. Reposó la me­jilla sobre mi frente-. Hay algo extraño aquí... -abrí los ojos cuando noté que retiraba el rostro-. ¿Es ésta la cadena que te regaló el príncipe Victor?
Asentí con la cabeza. Pude ver detrás de sus ojos cómo empezaba a hilvanar pensamientos muy despacio y a salir del trance. Retiró las manos de mis caderas con un suspiro hon­do y luego se apartó de mi lado.
-¿Qué haces? -exclamé-. Vuelve...
Me miró como si se muriera de ganas por hacerlo, pero en vez de eso, se bajó de la cama, llevándose consigo el collar, lo cual me hizo sentirme como si me hubieran arrancado una parte de mí, pero al mismo tiempo comencé a experimen­tar la sensación de haberme recobrado, como si lograra pen­sar con claridad otra vez, sin que mi cuerpo adoptara todas las decisiones por mí.
Por otra parte, él tenía aspecto de estar consumido por una pasión animal y daba la impresión de hacer un gran esfuerzo mientras cruzaba la habitación en dirección a la ventana. Consiguió abrirla con una sola mano, dejando que entrara un soplo de aire helado. Me froté los brazos con las manos para calentarme.
- ¿Qué estás haciendo...? -intuí la respuesta en ese mo­mento y salté disparada de la cama, tarde para impedir que tirara la cadena por la ventana-. ¡No! ¿Sabes cuánto debe de haber costa…?
Ya no me sentí a punto de despertar, sino completamen­te despierta, cuando la joya desapareció de la habitación. Estaba dolorida y sorprendida.
Miré a mi alrededor: me hallaba desnuda en la habitación de Dimitri y la cama estaba deshecha.
Pero todo eso no era nada en comparación con el alcance de mi siguiente pensamiento.
-¡Lissa! -exclamé con voz ahogada.
En ese momento me vino todo a la cabeza: los recuerdos y las emociones, de hecho, toda la conmoción interior de Lis­sa se desparramó sobre mí de un modo inquietante. Estaba asustada, muy asustada. Todas esas sensaciones pretendían absorberme y llevarme de vuelta a su cuerpo, pero no se lo permití. Todavía no. Luché contra ella, pues necesitaba que­darme donde estaba. Le conté a Dimitri de forma atropella­da todo cuanto había sucedido.
Él reaccionó sin dejarme terminar de hablar: parecía un dios airado mientras se vestía de forma precipitada y luego me ordenó hacer lo mismo, lanzándome una sudadera con un lema escrito en cirílico para que la llevara encima de mi descocado atuendo.
Las pasé canutas para poder seguirle mientras bajaba por las escaleras, pues esta vez no ralentizó el paso para esperar­me. Habían comenzado los gritos cuando llegué, pues él ya había llamado a quien correspondiera. Se oían órdenes por todas partes. No tardamos en llegar junto a la oficina princi­pal de los guardianes, donde ya habían llegado Kirova y otros profesores, además de la mayoría de los guardianes del insti­tuto, y todos se pusieron a hablar a la vez mientras yo notaba el temor creciente de Lissa y la percibía cada vez más lejos.
Pedí a grito pelado que alguien se apresurara a hacer algo, pero nadie salvo Dimitri parecía creer mi historia so­bre el rapto de Lissa hasta que alguien regresó de la capilla y otros guardianes verificaron que ella no estaba en el campus.
Christian entró con paso tambaleante, sostenido por dos guardianes. Poco después se personó la doctora Olendzki a fin de hacerle un reconocimiento rápido y limpiarle la san­gre de la herida del cogote.
«Al fin va a ocurrir algo», dije para mis adentros. -¿De cuántos strigoi hablamos? -me preguntó uno de los guardianes.
-¿Cómo rayos han conseguido entrar? -masculló otro en voz baja.
Les miré fijamente.
-¿Qué...? Ninguno de ellos era strigoi. Todos los ojos se posaron en mí.
-¿y quién más ha podido llevársela? -inquirió Kirova con gazmoñería-. Has interpretado mal la... visión.
- No. Estoy segura. Se trataba de... eran... guardianes.
- Ella está en lo cierto -convino Christian con un hilo de voz, todavía bajo los cuidados de la doctora. Hizo una mueca de dolor cuando le limpió en la parte posterior de la cabeza-. Eran guardianes.
- Eso es imposible -dijo alguien.
- No eran de la Academia -me froté la frente e hice de tripas corazón para no zanjar la conversación e ir a por Lissa. Mi mosqueo fue a más-. ¿Vais a moveros de una vez? Liss se encuentra cada vez más lejos.
-¿Estás diciendo que un grupo de guardianes sobor­nados se ha colado entre estos muros y la ha raptado? -pre­guntó Kirova. Su tono de voz daba a entender que yo estaba hablando en broma.
-Sí -repliqué entre dientes-. Ellos...
Me saqué de encima la sujeción mental, poco a poco y con cuidado, y volé enseguida a la cabeza mi amiga. Vi un co­chazo caro de cristales tintados para impedir el paso de la luz. Tal vez fuera «de noche» entre aquellas paredes, pero era pleno día en el resto del mundo. Uno de los guardias de la capilla iba al volante y otro ocupaba el asiento del copiloto. Le identifiqué. Era Spiridon. Lissa estaba sentada en la par­te posterior con las manos atadas, entre un guardia y...
-Trabajan para Victor Dashkov -anuncié con voz entrecortada, concentrándome otra vez en Kirova y los de­más-. Están a sus órdenes.
-¿El príncipe Victor Dashkov? -preguntó con sorna uno de los guardianes.
Como si hubiera otro maldito Victor Dashkov.
- Haced algo, por favor -me quejé mientras me suje­taba la cabeza entre las manos-. Siguen alejándose. Están a... -miré por la ventanilla del vehículo y una imagen ondu­ló delante de mis ojos-. Están en la autovía 83. Se dirigen hacia el sur.
-¿Tan lejos ya? ¿Cuánto hace que se marcharon de aquí? ¿Por qué no has dado la alarma antes?
Miré a Dimitri con ansiedad.
- Estaba sometida a un hechizo de coerción -contes­tó él, arrastrando las palabras-. El príncipe Victor le re­galó un collar con un hechizo de coerción. Eso la impulsó a atacarme.
- No hay nadie capaz de usar esa clase de coerción -ex­clamó Kirova-. Nadie ha realizado uno desde hace siglos.
- Bueno, pues alguien lo hizo. Transcurrió bastante tiem­po para cuando la reduje y le quité el collar -agregó Dimitri con el semblante perfectamente sereno.
Nadie cuestionó esa versión de la historia.
Al fin, al fin, se ponía en acción. Nadie deseaba llevar­me, pero Dimitri insistió al darse cuenta de que yo podía conducirles hasta Lissa. Tres grupos de guardias se lanzaron en pos de los raptores en los siniestros SUV de color ne­gro. Me monté en el primero y me coloqué en el asiento del copiloto mientras Dimitri conducía. Se fueron desgranan­do los minutos en silencio, roto sólo las contadas ocasiones en que yo les informaba.
-Siguen circulando por la 83, pero están a punto de lle­gar a una salida. No han acelerado. No quieren que la policía los detenga.
Dimitri asintió sin mirarme. Él sí estaba pisando a fon­do el acelerador, de eso no me cabía duda alguna.
Estuve mirándole por el rabillo del ojo mientras revi­vía en mi mente todos los hechos de esa noche. Rememoré todo de nuevo, en especial la forma en que me miraba y me besaba.
Pero ¿qué había sido todo aquello? ¿Una ilusión? ¿Un engaño? De camino hacia el coche, me había dicho que ha­bíamos actuado impelidos por un hechizo de coerción fija­do en el collar, una coerción de lujuria. Jamás en la vida ha­bía oído hablar de algo semejante, y escurrió el bulto cuando le pedí más información, limitándose a decir que era un ti­po de nigromancia antigua ya en desuso empleada por los ejecutantes del elemento tierra.
- Están tomando un desvío -anuncié de pronto-. No veo el nombre, pero lo sabré cuando estemos cerca.
Dimitri soltó un gruñido en señal de asentimiento y yo me hundí todavía más en el asiento.
¿Qué significado tenía lo de esa noche? ¿Representaba algo para él? Para mí suponía muchísimo.
-Ahí -le advertí al cabo de unos veinte minutos, e in­diqué el camino sin asfaltar por donde había girado el coche de Víctor.
Nuestro vehículo estaba más preparado para correr so­bre la gravilla, y eso nos daba un plus. Avanzábamos en un silencio absoluto, sólo roto por el crujir de los guijarros de­bajo de las llantas. A ambos laterales del vehículo se arremo­linaban las dos nubes de polvo levantadas por las llantas a nuestro paso.
- Están girando de nuevo.
Los fugitivos se alejaban más y más de las rutas princi­pales. Nosotros los seguimos todo el rato gracias a mis in­dicaciones. Al final, percibí cómo se detenía el coche de Victor.
- Han frenado delante de una pequeña cabaña -avi­sé-. La están llevando dentro.
« ¿Por qué hacéis esto? ¿Qué va a pasar?».
Era Lissa, encogida de miedo. Me había zambullido en su ser a causa de la intensidad de sus sentimientos.
-Vamos, chiquilla -repuso Víctor al tiempo que en­traba en la cabaña con dificultad, apoyándose en su bastón, mientras uno de los escoltas le mantenía abierta la puerta. Victor se sentó en frente de ella. Un guardián clavó una mi­rada de aviso en Liss cuando ella hizo ademán de ponerse en pie-. ¿De veras piensas que voy a hacerte daño?
- ¿ Qué ha sido de Christian? -chilló ella, ignorando la pregunta del anciano-. ¿Está muerto?
-¿El joven Ozzera? No era mi intención que eso su­cediera. No esperábamos que estuviese allí. Nuestro plan consistía en atraparte a solas y convencer a los demás de que habías vuelto a fugarte. Ya habíamos empezado a hacer cir­cular rumores en ese sentido.
¿Nuestro? ¿Habíamos? Esa semana habían vuelto a escuchar­se esas historias, y recordaba el origen de las mismas: Natalie.
-¿Y ahora? No lo sé -suspiró y estiró los brazos en ges­to de impotencia-. Dudo que alguien vaya a relacionamos con tu desaparición incluso en el caso de que no se crean la historia de tu huida. El mayor lastre de todos es Rose, y teníamos intención de matarla, dejando creer a los demás que también ella había huido, pero resultó imposible después del numerito que montó durante el baile. Por suerte, tenía un plan B para asegurarme de que estuviera ocupada durante un buen rato, probablemente hasta mañana. Luego, debere­mos afrontar ese problema.
Víctor no había contado con que Dimitri descubriera lo del conjuro. Había supuesto que los dos íbamos a estar de­masiado ocupados toda la noche como para darnos cuenta. -¿Por qué...? -inquirió Lissa-. ¿Por qué has hecho to­do esto?
Los ojos verdes del príncipe se dilataron. Me recorda­ron a los del padre de Lissa. Tal vez fueran sólo parientes le­janos, pero los Dragomir y los Dashkov tenían los ojos del mismo tono verde jaspeado.
- Me sorprende el que debas preguntármelo, cielo. Te necesito, necesito que me cures. 

Capítulo 21

-¿Curarte?
« ¿Curarle?», repetí para mis adentros, haciéndome eco de la réplica de Liss.
-Tú eres la única forma -repuso él con paciencia-. No hay otra cura para esta enfermedad mía. Te he observado du­rante años a fin de asegurarme de que estaba en lo cierto. Lissa sacudió la cabeza.
- No... no puedo, no puedo hacer algo así.
- Tienes unos poderes de sanación increíbles. Nadie se ha hecho una idea exacta de hasta qué punto son fuertes.
- No sé de qué me hablas...
-Vamos, Vasilisa. Estoy al corriente de lo del cuervo, pues Natalie te vio hacerlo, y no te ha perdido la pista desde entonces, y sé cómo curaste a Rose.
Liss comprendió la inutilidad de negarlo.
- Eso fue... distinto. Rose no estaba tan mal, pero tú... No soy capaz de vencer una enfermedad genética como el síndrome de Sandovsky.
-¿Que Rase no estaba tan mal? -se echó a reír-. No me refiero a la curación de su tobillo, aunque fue impresionante, sino al accidente de coche. En realidad, tienes razón, ¿sabes? Rose no estaba «tan mal». Ella murió.
Dejó que las palabras causaran su efecto.
- Eso no... Rose vivió -se las arregló para decir al final.
- No, bueno, sí, sí vivió, pero he estudiado todos los informes: no había modo alguno de que hubiera sobrevivido, no con semejantes heridas. Tú la curaste y la trajiste de vuel­ta -suspiró de nuevo en un gesto que denotaba en parte cansancio y en parte sabiduría-. Venía sospechándolo ha­cía mucho tiempo e intenté que lo repitieras para verificar hasta qué punto eras capaz de controlar ese proceso.
Lissa jadeó al comprender el significado de esas palabras. -Tú estabas detrás de lo de los animales.
-Con ayuda de Natalie.
-¿Por qué hicisteis algo así? ¿Cómo fuisteis capaces?
- Debía saberlo, Vasilisa. Sólo me quedan unas pocas semanas de vida y si de verdad puedes resucitar a los muertos, entonces puedes curar el síndrome de Sandovsky. Antes de raptarte necesitaba saber si eras capaz de curar a voluntad o si lo hacías únicamente en arrebatos de pánico.
- Pero ¿por qué raptarme? -una chispa de rabia pren­dió en el interior de Lissa-. Eres mi tío, un pariente muy cercano. Si piensas que puedo hacerlo y quieres que lo ha­ga, ¿por qué no me lo has pedido? -la alteración de la voz y el torbellino interior de mi amiga revelaban que ella no es­taba completamente segura de ser capaz de curarle-. ¿Por qué me has secuestrado?
- Porque no es un asunto de una sola vez. Me ha llevado mucho tiempo averiguar qué eres, y para eso he debido repasar viejas historias y conseguir papiros custodiados en museos moroi. Cuando leí los textos sobre el empleo del espíritu... -¿El empleo de qué...?
- El espíritu, ése es tu elemento.
-Todavía no me he especializado en ningún elemento. Estás loco.
- ¿De dónde crees que vienen esos poderes tuyos? El es­píritu es otro elemento, uno que sólo conservan unos pocos.
La mente de Lissa no dejaba de darle vueltas a lo de su secuestro y a la posible verdad de mi resurrección.
- Eso no tiene ni pies ni cabeza, aun cuando no sea na­da común, ¡habría oído hablar de ese otro elemento! O de alguien que lo poseyera.
-Ya nadie sabe nada del espíritu. Ha sido olvidado y cuando alguien se decanta por él, los demás no le entienden y llegan a la conclusión de que esa persona no se ha espe­cializado en ningún elemento.
- Mira, si pretendes hacerme sentir... -enmudeció de forma repentina. Estaba enfadada y atemorizada, pero de­trás de esos sentimientos, su mente racional había seguido procesando la información sobre los ejercitantes del espíri­tu y dicha especialización. Entonces lo comprendió todo-. Ay, Dios mío. San VIadimir y la señora Karp.
El príncipe le dirigió una mirada de entendimiento. - Lo has sabido todo el tiempo.
-¡No, lo juro! Es sólo algo que Rose estuvo investigando... Ella aseguraba que ellos eran como yo.
Las noticias eran demasiado sorprendentes para Lissa y ella pasó de estar asustada a estar completamente aterrada.
-Son como tú. Los libros definen al santo como un hom­bre «lleno de espíritu» - Victor pareció encontrar eso de lo más divertido. Me entraron ganas de arrearle un guanta­zo al ver esa sonrisilla suya.
- Pensé... - Liss todavía deseaba que él se equivocara, pues la perspectiva de estar especializada en un elemento tan estrambótico era mucho peor que la de no tener especiali­zación alguna-. Siempre había pensado que se referían al Espíritu Santo.
- Y así lo creen todos, pero no: es algo completamente distinto, un elemento existente en el interior de todos no­sotros, un elemento primordial capaz de concederte un con­trol indirecto sobre los demás.
Al parecer, mi teoría sobre la especialización de Lissa en todos los elementos no estaba tan traída por los pelos. Mi amiga tuvo que hacer un gran esfuerzo por asimilar todas esas noticias sin perder la calma.
- Eso no responde a mi pregunta. No importa que yo tenga la cosa esa, el espíritu, o lo que sea. No tenías necesi­dad alguna de raptarme.
- Como ya has visto con tus propios ojos, el espíritu pue­de curar heridas físicas, pero, ay, por desgracia, sólo es bue­no para cortes y heridas directas. Prodigios de un solo acto como el tobillo de Rose. Heridas de accidentes. Sin embar­go, las enfermedades crónicas, como el síndrome de San­dovsky, por ejemplo, requieren una curación continua o de lo contrario se reproducirían, y eso es lo que me sucedería. Te necesito, Vasilisa. Necesito tu ayuda para luchar contra la enfermedad y superarla, y así poder vivir.
- Eso no explica lo del secuestro -arguyó ella-. Te habría ayudado si me lo hubieras pedido.
- No te habrían dejado... El concilio... La escuela... Ha­brían salido con las monsergas éticas en cuanto hubieran en­cajado la sorpresa de encontrarse con un especializado en el es­píritu. Al fin y al cabo, ¿cómo se elige a quién curar y a quién no? Dirían que no era justo y que era como jugar a ser Dios. Algunos se preocuparían por el precio que tú habrías de pagar.
Ella soltó un respingo, pues sabía muy bien a qué precio se refería Víctor.
Éste asintió al ver su expresión.
- Sí, no vaya mentirte. Va a ser duro y te dejará agota­da física y mentalmente, pero ha de hacerse. Lo siento. Se te facilitarán proveedores y otros entretenimientos a cambio de tus servicios.
Ella se levantó de un brinco, pero Ben reaccionó en el acto: avanzó un paso y la empujó, obligándola a sentarse de nuevo.
- ¿y luego qué? ¿Vas a mantenerme aquí presa como tu enfermera particular?
Él volvió a abrir los brazos, un gesto de lo más circuns­pecto.
- Lo lamento. No tengo elección.
Lissa echaba chispas y la rabia hizo retroceder al miedo en su interior.
-Sí -replicó en voz baja-, no tienes elección porque es de mí de quien hablamos.
- Esta vía te conviene más. Bien sabes cómo acabaron los demás: Vladimir pasó los últimos días de su vida loco de remate y tuvieron que encerrar a Sonya Karp. Desde el accidente has experimentado unos traumas que son algo más que el dolor por la pérdida de tu familia. Se deben al uso del espíritu. El percance lo despertó. El temor al ver muerta a Rose le permitió estallar y te permitió curarla. Eso forjó el vínculo existente entre vosotras, pero no es posible repri­mirlo una vez fuera. Es un elemento poderoso, y también pe­ligroso. El practicante de la tierra obtiene de ella su poder, e igual sucede con el del aire, pero ¿qué ocurre con el espíri­tu? ¿De dónde piensas que obtiene el poder? -ella le miró fijamente-. Procede de ti, de tu propia esencia. Has de per­der parte de la misma para sanar a otros y cuanto más lo ha­gas, más vas a destruirte. Ya debes de haberlo empezado a notar. He visto cuánto te perturban ciertas cosas, he presen­ciado indicios de tu fragilidad.
- No soy frágil -le espetó Lissa-, y no voy a enlo­quecer. Voy a dejar de usar el espíritu antes de que las cosas vayan a peor.
-¿Vas a dejar de usarlo? -él esbozó una sonrisa-. ¿Po­drías dejar de respirar? El espíritu tiene sus propios designios... Siempre sientes la urgencia de ayudar y de curar. For­ma parte de tu esencia. Lograste resistirte a los animales, pero no te lo pensaste dos veces a la hora de curar a Rose. Ni siquiera puedes evitar el uso de la coerción, un don pa­ra el cual tienes una especial facilidad gracias al espíritu, y siempre va a ser así. No puedes evitar al espíritu. Te convie­ne más quedarte aquí aislada, lejos de cualquier otra fuen­te de tensión. Acabarías convirtiéndote en alguien cada vez más inestable si permanecieras en la Academia o empezarían a atiborrarte de pastillas. Te sentirías mejor, pero eso atrofiaría tu poder.
Percibí cómo se asentaban en el interior de Liss una cal­ma y una confianza desconocidas durante los dos últimos años.
-Te quiero, tío Víctor, pero soy yo, y no tú, quien ha de tratar con eso y decidir qué debo hacer. Me estás obligando a renunciar a mi vida por la tuya, y eso no es justo.
- Es una cuestión de qué vida tiene más valor. Yo también te quiero, y mucho, pero los moroi se están desmoronando. Nuestro número es cada vez menor e irá a menos mientras per­mitamos que los strigoi nos den caza. Antes, solíamos perse­guirlos con saña, pero ahora Tatiana y los demás líderes prefie­ren la ocultación. Os mantienen a ti y a tus pares aislados. ¡En los viejos tiempos os habríais entrenado con vuestros guardia­nes y habríais aprendido a usar la magia como arma! Eso se aca­bó. Ahora nos mantenemos a la espera. Ahora somos víctimas - Lissa y yo pudimos ver la vehemencia de su pasión en el pos­terior cruce de miradas-. Yo habría cambiado eso de haber si­do rey. Habría traído una revolución como no hubieran ima­ginado los moroi ni los strigoi. Yo debí haber sido el heredero de Tatiana, y ella estaba dispuesta a elegirme como tal antes de que descubrieran la enfermedad, y entonces ya no lo hizo. Si me curase... Podría tomar mi legítima posición si me curase.
Esas palabras dispararon en el fuero interno de Lissa un repentino debate sobre la situación de los moroi. Ella jamás había considerado la opción de su tío: cómo serían las co­sas si los moroi y sus guardianes lucharan codo con codo pa­ra librar al mundo de la plaga maligna de los strigoi, pero eso también le hizo recordar su credo cristiano y la obligación de no usar la magia como arma. Incluso aunque valorase las convicciones de Víctor, ninguna de las dos pensábamos que las mismas valieran tanto como para justificar lo que él pre­tendía obligarle a hacer a Lissa.
- Lo siento -cuchicheó ella-, lo siento por ti, pero no me obligues a hacer esto, por favor.
- He de hacerlo.
Ella le miró fijamente a los ojos. -Yo no lo haré.
El príncipe ladeó la cabeza y alguien salió de las sombras de la esquina. Era un moroi a quien no había visto jamás. Dio un rodeo, se puso detrás de Lissa y le liberó las manos.
-Te presento a Kenneth - Victor tendió sus manos ha­cia las manos recién desatadas de Liss-. Vasilisa, por favor, toma mis manos y haz que tu magia fluya por mi cuerpo tal y como hiciste con Rose.
Ella sacudió la cabeza. -No.
- Por favor. Vas a curarme de uno u otro modo -esta vez habló con tono menos amable-. Preferiría que lo hicie­ras al tuyo y al nuestro.
Liss volvió a negar con la cabeza y el príncipe hizo un leve gesto hacia Kenneth.
Y entonces fue cuando comenzó el dolor. Ella gritó, y yo también.
Dimitri se movió de forma brusca, sobresaltado, y afe­rró con más fuerza el volante del SUV. Me miró de refilón e hizo intención de detenerse al costado del camino.
-¡No, no, no pares! -me froté las sienes con las ma­nos-. ¡Debemos llegar ahí cuanto antes!
Alberta se inclinó hacia delante desde su posición en el asiento de atrás y me puso una mano en el hombro. -¿Qué ocurre, Rose?
Parpadeé para contener las lágrimas.
- La están torturando con... aire. Un tipo nuevo, el tal Kenneth, manipula ese elemento contra ella, en su cabeza. La presión es enloquecedora. Parece que la cabeza va a ex­plotarme, bueno, la suya.
Dimitri me miró por el rabillo del ojo y pisó el acelera­dor con más fuerza aún.
Kenneth no se conformó con usar la fuerza física del aire, sino que pronto empezó a influir sobre la respiración de Lissa. A veces le hacía respirar de forma irregular y otras le quitaba el aire, dejándola sin resuello. Soportado como es­pectadora era terrible y sufrido en carnes propias debía ser peor, por eso tuve claro que yo habría hecho cualquier cosa que me hubieran pedido.
Y al final, Lissa también lo hizo.
Tomó las manos tendidas de Víctor a pesar de estar do­lorida y tener borrosa la visión. Jamás había estado presen­te en su mente cuando ella obraba su magia, por lo cual no sabía qué esperar a ciencia cierta. No percibí nada en un pri­mer momento, excepto una cierta concentración, pero lue­go fue... Ni siquiera sabría describirlo. Aquello era color, luz, música, vida, gozo, amor, y tantas y tantas cosas maravillo­sas, todas esas sobre las que se cimenta el mundo y gracias a las cuales merece la pena vivir la vida.
Lissa reunió todas esas maravillas, tantas como fue ca­paz, y se las transmitió a Victor. Una magia suave y deslum­brante fluyó por nuestros cuerpos. Aquello tenía vida pro­pia, era la vida de Lissa, y aunque se percibía como algo maravilloso, ella se debilitaba más y más mientras todas esas maravillas, atadas por ese elemento misterioso, el espíritu, fluían hacia Víctor, cada vez más recuperado.
La transformación fue sorprendente. La piel de Víctor se alisó. Ya no estaba picado por la viruela ni presentaba arru­gas. Los finos cabellos agrisados se espesaron y volvieron a ser negros y sedosos. Los ojos verdes conservaron esa tona­lidad jade, pero ahora chispeaban, atentos y llenos de vida.
El príncipe se había convertido en el hombre que ella re­cordaba de sus días de infancia.
Exhausta, Lissa se desmayó.
Volví a mi cuerpo e hice lo posible por describir lo suce­dido a mis compañeros de viaje. El rostro de Dimitri cada vez era más sombrío y empezó a soltar una ristra de palabro­tas en ruso cuyo significado no me había enseñado.

Cuando estábamos a cuatrocientos metros de la cabaña, Alberta efectuó una llamada por el móvil y la caravana se detu­vo al borde del camino. Los guardianes, más de una docena, sa­lieron de los vehículos y se agruparon a fin de preparar la estra­tegia de ataque. Uno de ellos se adelantó para explorar y regresó con un informe acerca del número de personas situadas dentro y fuera del cobertizo. Hice ademán de salir del coche cuando el grupo pareció listo para intervenir, pero Dimitri me detuvo.
- No, Roza, tú te quedas aquí.
- Al diablo con esas monsergas. Debo ir en su ayuda.
Me tomó la babilla entre las manos y fijó sus ojos en los mios.
-Ya la has ayudado. Has hecho tu trabajo, y muy bien además, pero este no es tu lugar. Ella y yo necesitamos que permanezcas a salvo.
Me mordí la lengua al darme cuenta de que una discu­sión sólo iba a servir para provocar un retraso, de modo que me tragué las protestas y cabeceé. Él me devolvió el asenti­miento y se reunió con los otros; luego, todos se adentraron en el bosque, camuflándose entre los árboles.
Suspiré, di un puñetazo al respaldo del asiento del copi­loto y me dejé caer sobre el mismo. Estaba reventada y so­ñolienta, pues para mí era de noche por mucho que el sol atravesara los cristales tintados. Había estado en vela todo el tiempo y habían pasado un montón de cosas. Entre el ba­jón de adrenalina y compartir el dolor de Lissa, me podía ha­ber desmayado igual que ella.
Excepto que ahora se había despertado.
Poco a poco, sus percepciones fueron dominando a las mías. Yacía en la cabaña, tumbada en un sofá, donde la ha­bía depositado uno de los asalariados de Víctor tras el des­mayo. El príncipe estaba ahora lleno de vigor gracias al abu­so al que había sometido a Liss. Se hallaba en la cocina junto al resto de sus hombres e intercambiaban cuchicheos acerca de sus planes. Sólo uno de ellos montaba guardia cerca de Lissa. No iba a ser difícil derribarle cuando Dimitri y sus ti­pos duros irrumpieran en el interior.
Lissa estudió al único guardián y luego lanzó una mira­da de soslayo hacia la ventana. Se las arregló para incorporarse a pesar de estar medio grogui después de la curación. El vigilante se dio la vuelta y la miró con recelo. Ella le mi­ró a los ojos y le sonrió.
- No vas a moverte, haga lo que haga -le ordenó-. Cuando me escape, no vas a pedir ayuda ni a decírselo a los demás. ¿De acuerdo?
El conjuro de coerción se deslizó en la mente del hom­bre, que cabeceó en señal de asentimiento.
Ella se deslizó hacia la ventana, la abrió y subió la contra­ventana. No dejaba de darle vueltas a un montón de consi­deraciones mientras realizaba esos preparativos de fuga. Es­taba débil y no sabía a qué distancia se hallaba de la Academia, bueno, de la Academia y de cualquier otro sitio en realidad. Tampoco tenía noción de cuánto iba a poder alejarse antes de que advirtieran su desaparición.
Pero también sabía que no se le iba a presentar otra opor­tunidad de fuga y no albergaba la menor intención de pasar­se el resto de sus días encerrada en ese chamizo en medio del bosque.
Yo habría celebrado su coraje en cualquier otra ocasión, pero no esta vez, no cuando todos esos guardianes iban a en­trar a salvarla y habría bastado con que se hubiera estado quieta. Por desgracia, ella no podía oír mi aviso.
Solté un taco a voz en grito cuando se subió a la ven­tana.
- ¿Qué...? ¿Qué es lo que ves? -preguntó una voz detrás de mí.
Salté del asiento como movida por un resorte y me di un golpe en la cabeza contra el techo. Cuando volví la vista atrás descubrí a Christian espiando desde el espacio de carga, de­trás de los asientos del fondo.
-¿Qué haces aquí? -inquirí.
-¿Acaso no está claro? Me he colado de rondón.
- Pero ¿no te habían dado un porrazo en la cabeza o algo así?
Se encogió de hombros, como si no le importase. iMe­nudo par de locos estaban hechos Lissa y él! No tenían el menor reparo en lanzarse de cabeza a las mayores gestas incluso estando heridos. Aun así, si Kirova me hubiera obli­gado a quedarme atrás, yo habría hecho exactamente lo mismo: esconderme con él ahí detrás.
-¿Qué ocurre? -insistió-. ¿Has visto algo nuevo?
Se lo expliqué a toda prisa mientras salía del coche. Él me siguió.
- Liss no sabe que nuestros chicos están a punto de acudir en su ayuda. Voy a ir a por ella antes de que acabe matándose de cansancio.
- ¿y qué hay de los guardianes...? Me refiero a los de la escuela. ¿Vas a informarles de que se ha escapado?
Negué con la cabeza.
- Probablemente ya habrán echado abajo la puerta del refugio. Me voy tras Liss -ella debía hallarse en algún lu­gar a la derecha de la cabaña. Empezaría por avanzar en esa dirección, pues no podría moverme con mayor precisión has­ta encontrarme más cerca, pero debía dar con ella. Al ver el rostro de Christian, no pude evitar dedicarle una seca son­risa y añadir-: Y sí, ya lo sé: vienes conmigo. 

Capítulo 22

Nunca antes había tenido problema alguno por estar fuera de la mente de Lissa, pero también era cierto que jamás nos ha­bíamos visto involucradas en un jaleo comparable a aquél. Liss albergaba unos sentimientos e ideas tan fuertes que seguían tirando de mí mientras corría todo lo posible por el bosque.
Christian y yo corrimos entre los arbustos y matorrales de la foresta, alejándonos más y más de la cabaña. Dios, cuán­to me habría gustado que Lissa se hubiera quedado allí quie­tecita. Me habría encantado ver el asalto a través de sus ojos, pero ahora eso quedaba atrás. Cuando me puse a correr, va­lieron la pena las vueltas alrededor de la pista que Dimitri me había obligado a dar. Ella no se movía muy deprisa y yo tenía la impresión de que le estábamos ganando terreno, lo cual me permitía obtener una idea más precisa acerca de su posición. De igual modo, Christian no era capaz de seguir­me el paso y ralenticé el ritmo para no dejarle atrás, pero no tardé en darme cuenta de que eso era una sandez.
Y él también.
-Ve -me instó entre jadeos, y reforzó su indicación haciendo un gesto con las manos.
La llamé por su nombre en cuanto llegué a un punto lo bastante próximo como para imaginar que podía oírme, en la creencia de que iba a encontrármela en cualquier revuelta, pero no me contestó Lissa, sino un coro de aullidos y suaves ladridos de perro.
Sabuesos psíquicos. Por supuesto. Víctor había dicho que solía cazar con ellos, pues era capaz de dominar a esas criaturas. Comprendí de pronto por qué nadie en la escue­la recordaba haber enviado sabuesos psíquicos tras nues­tros pasos en Chicago. La Academia no lo había dispuesto, había sido cosa de Víctor.
Al cabo de un minuto llegué al calvero donde mi amiga per­manecía acurrucada junto a un árbol. A juzgar por su aspecto y las emociones procedentes del vínculo, tendría que haberse desmayado hacía un buen rato y sólo se mantenía despierta gra­cias a los últimos jirones de su fuerza de voluntad. Permanecía inmóvil y con el rostro lívido, mirando fijamente a los cuatro sabuesos psíquicos que la habían acorralado. Entonces me per­caté de que estábamos a plena luz del día, lo cual era otro obstáculo con el que ella y Christian debían lidiar en el exterior.
-¡Eh! -aullé a los canes en un intento de atraer su aten­ción hacia mí.
Victor los había enviado para atraparla, pero yo alber­gaba la esperanza de que tuvieran autonomía para percibir otra amenaza y responder a ella, especialmente si venía de un dhampir. Los sabuesos psíquicos sienten tanta o más aver­sión hacia nosotros que otros muchos animales.
La jauría se revolvió hacia mí, tal y como había previsto, mostrando los dientes y chorreando espuma por las fauces.
Los canes guardaban un gran parecido con los lobos, salvo por el pelaje castaño y esos ojos iluminados por unas llamas anaranjadas. Era posible que el príncipe les hubiera ordena­do no hacer daño a Liss, pero no tenían las mismas instruc­ciones respecto a mí.
Lobos, igualitos a los de la clase de Ciencias. ¿Qué ha­bía dicho la señora Meissner? «Los conflictos se resuelven la mayoría de ocasiones más por una cuestión de personalidad, resolución y fuerza de voluntad». Con esa idea, intenté pro­yectar una actitud alfa, aunque no terminaba de creerme que la aceptaran. Cualquiera de ellos me aventajaba por mucho. Ah, sí, y también me superaban en número. No, no tenían razón alguna para estar asustados.
Puse cara de póquer, como si aquello fuera otro com­bate más contra Dimitri, y tomé del suelo una rama del mismo tamaño y peso que un bate de béisbol. Acababa de acomodarlo entre las manos cuando dos perros salta­ron sobre mí. Me castigaron con zarpas y dientes, pero con­seguí aguantar la posición sorprendentemente bien al mis­mo tiempo que intentaba recordar y aplicar todo cuanto había aprendido en los dos últimos meses sobre los enfren­tamientos contra adversarios de mayor fortaleza y cor­pulencia.
La idea de herirlos no era de mi agrado, pues me recor­daban demasiado a los perros normales, pero era o ellos o yo, y prevaleció el instinto de supervivencia. Logré tumbar a uno, quedó inconsciente o muerto en el suelo, no sabría decirlo, pero el otro seguía acosándome, furioso y muy veloz. Sus compañeros parecían listos para unirse a él, pero entonces irrumpió en escena un nuevo competidor, bueno, más o me­nos: era Christian.
- Largo de aquí -le ordené a grito pelado mientras me quitaba de encima a mi agresor, cuyas garras rasgaron la piel desnuda de mi pierna. Le había faltado un pelo para hacer­me caer. No me había quitado el vestido, aunque me había librado de los zapatos de tacón hacía mucho.
Christian se comportó como todos los tontos enamo­rados: no me hizo caso y recogió otra rama del suelo para blandirla a continuación ante uno de los sabuesos. De súbi­to, el bosque estalló en llamas y la manada reculó. Seguían impelidos por las órdenes del príncipe Víctor, pero era ob­vio que temían al fuego.
El cuarto sabueso dio un rodeo para evitar la antorcha y luego atacar a Christian por la espalda y golpearle. El peque­ño bastardo era de lo más listo. El incendio desapareció en cuanto Christian soltó la rama y los dos sabuesos restantes se echaron encima de la figura caída. Di buena cuenta de mi atacante -de nuevo me sentí mal por lo que debí hacer pa­ra tumbarlo- y me dirigí hacia esos dos, preguntándome si me quedaban fuerzas para enfrentarme a los últimos.
Pero no fue necesario, pues Alberta surgió de entre los árboles y acudió al rescate pistola en mano.
Disparó a los animales sin vacilar. Pesaba como un muerto, tal vez, y era completamente inútil contra los stri­goi, quizá, pero contra otros enemigos, resultaba un arma probada y fiable. Los canes dejaron de moverse y se desplo­maron junto al cuerpo de Christian.
El cuerpo de Christian...
Las tres nos precipitamos hacia él - Lissa y yo acudimos prácticamente a gatas-. Tuve que desviar la mirada en cuan­to le vi. Me dio una arcada y necesité hacer un gran esfuer­zo para no vomitar. No estaba muerto todavía, pero le falta­ba muy poco.
Los enormes y turbados ojos de Lissa intentaron embe­berle. Alargó la mano hacia el moribundo con indecisión, pero la dejó caer.
- No puedo -logró decir con un hilo de voz-, no me queda suficiente fuerza.
El rostro curtido de Alberta reflejaba dureza y compasión mientras le tiraba del brazo.
-Vámonos, princesa. Debemos salir de aquí. Enviaremos ayuda enseguida.
Me giré para ponerme de frente al moribundo y a con­tinuación me obligué a mirarle y a permitir que me inun­daran los sentimientos de Lissa hacia él.
- Liss -la llamé, insegura.
Ella me miró sin verme, como si hubiera olvidado mi presencia. Sin decir palabra, me aparté la melena del cuello y ladeé la cabeza para ofrecérselo. Lissa me miró fijamente durante unos segundos con rostro inexpresivo, hasta que le iluminó los ojos una súbita comprensión.
Se acercó y hundió en mi cuello esos colmillos suyos, ocul­tos tras una hermosa sonrisa. Un gemidito se escapó de mis labios. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos aquel dulce y maravilloso dolor, seguido por una sensación de júbilo que derramó sobre mí una bendición ma­reante y gozosa. Era como estar dentro de un sueño.
No recuerdo del todo cuánto tiempo bebió Lissa de mí.
Probablemente, no mucho, pues ella jamás habría conside­rado siquiera la posibilidad de tomar una cantidad que pu­diera matar a alguien y convertirla en una strigoi. Cuando terminó, Alberta me sostuvo en sus brazos porque empecé a balancearme.
Observé con cierto aturdimiento cómo Lissa se arro­dillaba junto a Christian y apoyaba sobre él las manos. A lo lejos podía oírse la estrepitosa llegada de los demás guardia­nes a través del bosque.
El acto de curación no estaba rodeado de lucecitas ni fuegos artificiales. Tenía lugar de un modo invisible. Ocu­rría entre Christian y Lissa. El mordisco de Liss había li­berado endorfinas, cuya euforia me enturbiaba los sentidos, pero aun así, era capaz de recordar la sanación de Víctor y los colores maravillosos y la música que debía de estar trans­mitiendo.
Se obró un milagro delante de nuestros ojos, y Alberta jadeó cuando Christian dejó de sangrar, sus heridas se cerra­ron y el color volvió a sus mejillas. Los ojos se le llenaron de vida después de un leve parpadeo, miró a Lissa y sonrió. Era como estar viendo una peli de Disney.
Debí de desmayarme después de eso, pues no recuerdo nada más.
Finalmente, me desperté en la enfermería de la Acade­mia, donde estuvieron metiéndome sueros y azúcar median­te goteros durante dos días. Lissa se pasó a mi lado casi todo el tiempo y lentamente se fueron desgranando los detalles del secuestro.
No nos quedó otro remedio que contarles a Kirova y a unos pocos elegidos lo de los poderes de Lissa y explicarles cómo había curado a Víctor y a Christian, bueno, y tam­bién a mí. La noticia les dejó bastante sorprendidos, pero es­tuvieron de acuerdo en mantenerlo en secreto para el resto de la escuela. Ninguno de ellos se planteó la posibilidad de llevarse a Lissa tal y como había ocurrido con la señora Karp.
La mayoría de los estudiantes estaban al loro de que Víc­tor Dashkov había raptado a Lissa Dragomir, pero no tenían ni idea del motivo. Varios guardianes del príncipe habían muerto durante la operación de rescate encabezada por Di­mitri, lo cual fue una verdadera vergüenza si se tenía en cuen­ta el número realmente bajo de los mismos. El raptor se ha­llaba en la Academia fuertemente vigilado veinticuatro horas al día, siete días a la semana, hasta que llegara un regimien­to de guardias reales para hacerse cargo de él. Tal vez los go­bernantes moroi fueran soberanos casi simbólicos en el in­terior de un país con autoridades de mayores poderes, pero contaban con una administración de justicia y yo había oído hablar de sus cárceles. No era un lugar donde me apetecie­ra estar.
La cuestión de Natalie era más peliaguda. Seguía siendo menor de edad, pero había conspirado con su padre. Había traído y llevado animales muertos y no le había quitado el ojo de encima a Lissa, incluso antes de nuestra fuga. Además, ella se había especializado en el uso del elemento tierra, co­mo su padre, y fue ella quien pudrió el banco que me rompió el tobillo. Padre e hija comprendieron que necesitaban hacerme daño para salirse con la suya después de ver cómo yo impedía a Liss curar a la tórtola. No tenían otro modo de conseguir que volviera a realizar curaciones. Natalie única­mente había esperado una buena oportunidad. No estaba encerrada ni nada por el estilo, y los directivos no sabían muy bien qué hacer con ella hasta que llegara una orden real.
Me daba pena, no podía evitarlo. Se mostraba tan torpe y cohibida. Cualquiera podía manipularla, ella habría hecho cualquier cosa si la dejaban a solas con su padre, a quien ado­raba y cuya atención deseaba atraer casi con angustia. Las malas lenguas comentaban que se había plantado delante del centro de detención y se había puesto a pedir a gritos que le dejaran ver a su padre. Le habían negado la petición y se la habían llevado de allí a rastras.
Entretanto, Liss y yo retornamos discretamente nuestra amistad, como si nada hubiera sucedido, aunque en el resto de su mundo no habían dejado de pasar cosas. Ella parecía haber adquirido un nuevo sentido sobre lo que era realmente impor­tante después de tantos nervios y todo aquel dramón. Rompió con Aaron. Estoy segura de que lo hizo con todo el tacto del mundo, pero debió de ser un palo para él. Le habían dejado dos veces. Probablemente, el hecho de que la anterior novia se la hubiera pegado no iba a ayudarle mucho en su autoestima.
Y luego, sin solución de continuidad ni preocuparse lo más mínimo por su reputación, empezó a salir con Chris­tian. Verlos en público cogidos de la mano me ofreció una doble perspectiva. Él mismo no parecía terminar de creér­selo y el resto de nuestros compañeros no salían de su asombro, así que como para comprenderlo. Si apenas eran capa­ces de digerir la existencia de Ozzera, menos aún el hecho de que saliera con alguien como ella.
En lo sentimental, me iba bastante peor que a ella, si es que podía hablarse de algún tema sentimental, ya que Di­mitri no me había visitado durante mi convalecencia y las prácticas se habían suspendido de forma indefinida. No fue hasta el cuarto día después del rapto cuando entré en el gim­nasio y nos encontramos solos.
Había regresado en busca de mi bolsa de deportes y me quedé helada al verle, era incapaz de hablar. Echó a andar pa­ra irse, pero luego se detuvo.
- Rose... -empezó después de unos momentos bastan­te incómodos-, debes informar sobre lo sucedido, sobre nosotros...
Había esperado mucho tiempo para hablar con él, pero no era ésa la conversación que había imaginado. - No puedo hacerlo, te echarán o algo peor.
- Deberían expulsarme. Obré mal.
- No podías evitarlo. Era el hechizo...
- Eso da igual. Fue un error, una estupidez...
¿Un error? ¿Una estupidez? Me mordí el labio mientras intentaba contener las lágrimas que me llenaban los ojos. Hi­ce lo posible para recobrar enseguida la compostura.
- Bueno, mira, tampoco fue para tanto.
-¿Que no fue...? Me aproveché de ti.
- No, no fue así -repuse sin alterar la voz.
Sin embargo, algo debió de revelar la nota de mi voz, ya que él me miró a los ojos con verdadera intensidad.
-Te saco siete años, Rose. Eso no significará demasia­do dentro de una década, pero ahora es un abismo. Yo soy un adulto y tú, una chiquilla.
Ay. Di un respingo. Habría preferido recibir un puñeta­zo suyo.
- No parecías pensar que era una chiquilla cuando es­tabas encima de mí.
Ahora fue su turno de sobresaltarse.
- Eso fue cosa de tu cuerpo... No es eso lo que hace de ti un adulto. Ocupamos dos posiciones muy diferentes. He estado fuera, en el mundo, y he vivido a mi aire, y he mata­do, Rose, he matado a personas, no a animales, y tú apenas acabas de empezar. Tu vida está relacionada con los deberes, los trapos y los bailes.
- ¿y tú crees que no me preocupa nada más?
- No, por supuesto que no, no del todo al menos, pero eso forma parte de tu mundo. Aún estás creciendo y de­bes averiguar quién eres y qué es importante para ti. Nece­sitas seguir en ello. Debes estar con chicos de tu edad -no quería chicos de mi edad, pero no se lo dije, bueno, por no decir, no dije nada-. Has de comprender que fue un error incluso si optas no informar, y no va a suceder de nue­vo -agregó.
-¿Por qué?, ¿porque eres demasiado mayor para mí y te sientes responsable?
- No -respondió con rostro inexpresivo-, porque no me interesas en ese sentido.
Le miré fijamente. El mensaje de rechazo llegó alto y claro. Todo lo sucedido esa noche, todo cuanto yo había creído hermoso y lleno de significado, se convertía en polvo de­lante de mis ojos.
- Eso únicamente ocurrió por la coerción, ¿lo entiendes? Estaba abochornada y enfadada, pero me negué a humi­llarme todavía más discutiendo o implorando. Me encogí de hombros.
- Claro, comprendido.
Me pasé el resto del día enfurruñada e ignoré todos los intentos de Mason y Lissa por sacarme de mi cuarto. Resul­taba irónico que no deseara salir ahora que Kirova, impre­sionada por mi actuación durante el rescate, había levantado mi arresto domiciliario.
Al día siguiente, antes de clase, me dirigí adonde man­tenían preso al príncipe Víctor. La Academia contaba con unas celdas como Dios manda, con barrotes y una guardia de dos centinelas en el pasillo próximo. Debí usar unas cuan­tas artimañas y engañifas hasta recibir el permiso y entrar a hablar con él. Ni siquiera Natalie lo había logrado, pero uno de los guardias había viajado en la misma SUV que yo y me había visto padecer la tortura sufrida por Lissa. Necesitaba saber qué le había hecho exactamente, le dije, lo cual era una trola como un piano, pero le di pena y se la tragó. Autori­zaron una conversación de cinco minutos siempre que me mantuviera en el pasillo a una discreta distancia, de forma que ellos pudieran verme sin escucharme.
Allí, plantada delante de la celda de Víctor, no podía creer que una vez hubiera sentido lástima por él. La contemplación de ese cuerpo suyo, lozano y saludable, me provocó un ataque de rabia. Leía sentado con las piernas cruzadas sobre un camastro estrecho. Levantó los ojos del libro cuan­do escuchó el ruido de mis pasos.
-Vaya, Rose, qué agradable sorpresa. Tus mañas jamás dejan de sorprenderme. Tenía entendido que no permitían visitas.
Me crucé de brazos e intenté adoptar una pose de guar­diana para dar una imagen de fiereza absoluta.
- Quiero que acabe con el hechizo de coerción. Bórrelo.
-¿A qué te refieres?
- El conjuro que lanzó sobre Dimitri y sobre mí.
- Eso se acabó. Se consumió.
Sacudí con la cabeza.
- No, no dejo de pensar en él, y sigo queriendo... Sonrió sin darse cuenta cuando no terminé la frase.
- Eso ya estaba ahí mucho antes de que yo me pusiera a enredar.
- No era así, antes no era tan malo.
-Tal vez no a sabiendas, pero todo lo demás, la atracción física y la conexión mental, ya estaban en ti, y en él. El con­juro no habría podido funcionar de otra manera. El hechizo no añadió nada realmente nuevo, sólo servía para remover las inhibiciones y fortalecer vuestros mutuos sentimientos.
- ¡Miente! Dimitri dice que no siente nada por mí.
- Quien miente es él. El conjuro no habría funcionado de lo contrario, y la verdad, tu guardián lo sabe perfectamen­te. Belikov no tenía derecho a albergar esos sentimientos.
Puede perdonarse esa debilidad en una alumna, pero ¿en él? Debió mostrar más autodominio a la hora de ocultar sus sen­timientos. Natalie lo percibió y me lo dijo. Lo observé por mi cuenta y también lo encontré obvio. Eso me proporcio­naba la oportunidad perfecta para distraeros a ambos. Yo co­loqué en el collar un hechizo para ambos, y vosotros hicisteis el resto.
- Es usted un sucio bastardo... Hacernos eso a nosotros dos... Y a Lissa.
- No tengo el menor remordimiento en lo tocante a ella -manifestó mientras se apoyaba en la pared-. Volvería a hacerlo si estuviera en mi mano. Cree lo que gustes, pero amo a mi pueblo y mi propósito era servir a sus intereses. ¿Y aho­ra qué? Es difícil decirlo, pero no hay un líder, uno de verdad. En realidad, ninguno de ellos es gente de valía -irguió la ca­beza para mirarme con gesto pensativo-. De hecho, Vasili­sa podría haber llegado a ser una buena dirigente si se hubie­se encontrado a sí misma alguna vez, si hubiera superado la influencia del espíritu y hubiera creído en algo. Es una ironía, la verdad. El espíritu puede convertir a alguien en un líder y también puede borrar esa habilidad suya para seguir sién­dolo. El miedo, la depresión y la incertidumbre han predo­minado en ella y han enterrado su auténtica fuerza en lo más hondo de su ser. Aun así, por sus venas sigue corriendo la san­gre de los Dragomir, que no es poca cosa, y te tiene a ti, por supuesto, su guardiana bendecida por la sombra.
-¿Bendecida por la sombra?
Ahí estaba otra vez, se dirigía a mí igual que la señora Karp.
- Estás bendecida por la sombra. Has atravesado el río de la muerte, has pisado la otra orilla y has regresado. ¿Acaso pien­sas que eso no deja una huella en el alma? Tienes una percep­ción de la vida y del mundo mayor que la mía, incluso aunque no te des cuenta. Deberías haber muerto y Vasilisa derrotó a la muerte para traerte de vuelta y te ligó a ella para siempre. De hecho, estás ligada por esa atadura y una parte de ti lo va a estar siempre, para que siempre luches por aferrarte a la vida y a cuanto ella ofrece. Por ese motivo eres tan temeraria en todo cuanto haces y no controlas tus sentimientos ni tu pa­sión ni tu ira. Eso te hace notable y también peligrosa.
Me quedé sin habla, no sabía qué contestar, lo cual pa­reció resultar de su agrado.
- Eso fue también lo que permitió la creación de vues­tro vínculo. Las emociones de Vasilisa tienden a escaparse de su interior y proyectarse sobre los demás. La mayoría de la gente no puede captarlas a menos que la princesa se con­centre en ella para ejercer la coerción. Sin embargo, tú tie­nes una mente extraordinariamente sensible para las fuer­zas extrasensoriales, en especial la suya -suspiró, casi con jovialidad. Entretanto, recordé mis lecturas. Vladimir había salvado a Anna de la muerte. Eso debió crear el vínculo en­tre ellos-. Sí, esta ridícula Academia no tiene la menor idea de lo que tenían aquí ni contigo ni con ella. Yo te habría con­vertido en parte de mi guardia real en cuanto hubieras te­nido la edad de no haber tenido la imperiosa necesidad de matarte.
- Usted jamás habría tenido una guardia real. ¿No se le ha ocurrido pensar lo mucho que le hubiera extrañado a la gente una recuperación tan repentina? Incluso si nadie se enteraba de lo de Lissa, Tatiana jamás le habría hecho rey.
-Tal vez tengas razón, muchacha, pero eso no importa. Existen otras formas de alcanzar el poder. A veces es preci­so sortear los caminos establecidos. ¿Acaso piensas que Ken­neth es el único moroi que me sigue? Las mayores y más tras­cendentales revoluciones suelen comenzar en silencio, ocultas en las sombras -me contempló-. Recuerda eso.
En la entrada del centro de detención se produjo un es­trépito de lo más desconcertante. Desvié la mirada hacia el camino por el cual había acudido hasta la celda. No había ras­tro de los guardianes que me habían dejado pasar. Del otro lado de la esquina únicamente se escuchaban unos pocos gru­ñidos y algunos porrazos. Fruncí el ceño y estiré el cuello a fin de obtener una mayor visibilidad.
El príncipe se puso en pie. -Por fin.
Un escalofrío de miedo corrió por mi espalda hasta que vi doblar la esquina a Natalie.
Me abrumó una mezcla de ira y compasión, pero me obli­gué a dedicarle una sonrisa amable. Lo más probable era que no volviese a ver a su padre después de que se lo llevaran. Fue­se o no un villano, padre e hija tenían derecho a despedirse.
- Eh -dije al verla acercarse dando grandes zancadas.
Había una inhabitual determinación en los movimientos de Natalie y una parte de mi ser presintió que algo no iba bien-. No creo que hayan autorizado tu entrada.
En teoría, tampoco debían haberme dejado pasar a mí, por supuesto.
Ella vino hacia mí y no exagero cuando digo que me lan­zó contra la pared más lejana, donde me llevé un porrazo morrocotudo que me hizo ver las estrellas.
- ¿Qué…?                        
Me llevé una mano a la frente e intenté incorporarme. Natalie se despreocupó de mi persona y abrió la celda de su padre con un juego de llaves que antes había visto colga­do del cinto de un guardián. Me acerqué a ella con paso in­seguro.
-¿Qué estás haciendo?
Ella alzó la vista y entonces fue cuando distinguí la roja redondez alrededor de sus ojos, la blancura extrema de la piel, demasiado pálida incluso tratándose de una moroi, y la mancha de sangre alrededor de los labios. Aun así, lo más revelador de todo fue su mirada. Esa mirada suya tan fría y tan diabólica estuvo a punto de provocarme un síncope por­que revelaba que ya no caminaba entre los vivos, delataba que ahora era una strigoi. 

Capítulo 23

A pesar de todo el entrenamiento recibido, de las lecciones sobre los hábitos de los strigoi y las formas de defenderme de ellos, no había visto a ninguno en mi vida. Daba más mie­do del previsible.
Esta vez estaba preparada cuando vino a por mí. Más o me­nos. Me eché hacia atrás para evitarla y me puse fuera de su alcance mientras me preguntaba cuáles eran mis posibilidades reales de salir bien librada. Recordé las bromas de Dimitri du­rante el viaje al centro comercial. No tenía una estaca de plata ni un objeto con el cual cortarle la cabeza ni había forma de que­marla en un fuego. Después de todo, correr era la mejor opción de todas, mira tú por dónde, pero ella me cerraba el paso.
Me sentí una inútil, razón por la cual retrocedí por el vestíbulo conforme ella avanzaba hacia mí con movimientos mucho más gráciles de lo que había mostrado en vida.
En ese momento, saltó hacia delante, también mucho más deprisa que cuando estaba viva, y me agarró. Acto segui­do empezó a golpearme la cabeza contra el muro. Noté un estallido de dolor por todo el cráneo y estaba convencida de que el sabor metálico que paladeaba al fondo de la boca era el de la sangre. Luché frenéticamente contra ella, intentan­do urdir algún tipo de defensa, pero era como cuando pe­leaba con Dimitri. No encontraba ningún fallo.
- Procura no matarla si no es estrictamente necesario, cariño -murmuró Víctor-. Tal vez nos sea de utilidad más adelante.
Natalie hizo un alto en su ataque, lo cual me concedió un respiro para ponerme de pie, sin embargo no me quitó los ojos de encima ni un segundo.
- Haré lo posible -replicó ella con una nota de escep­ticismo en la voz-. Sal de aquí ahora mismo. Me reuniré contigo en cuanto haya terminado.
- No me lo puedo creer -le grité mientras él me daba ya la espalda-. ¿Has hecho que tu propia hija se convierta en una strigoi?
- Es un recurso de última instancia, un sacrificio nece­sario en aras a un bien superior. Natalie lo entiende.
Y se marchó.
-¿Lo entiendes? ¿De verdad? -esperaba poder salir del atolladero dándole palique, como en las películas, y también confiaba en poder ocultar mi pánico detrás de esas pregun­tas-. Dios Santo, Natalie, te has convertido en... ¿Y sólo porque él te lo dijo?
- Mi padre es un gran hombre –replicó-. Va a salvar a los moroi de los strigoi.
-¿Te falta un tornillo o qué? -chi1lé. Iba andando ha­cia atrás cuando de pronto topé con el muro. Mis uñas se hundieron en la pared, como si escarbando pudiera abrirme camino-. ¡Tú eres una strigoi!
Ella se encogió de hombros con un gesto muy similar al de la antigua Natalie.
- Debía hacerlo para sacarle de aquí antes de que vinie­ran los guardias. Un strigoi a cambio de salvar a todos los moroi. Merece la pena, no importa renunciar al sol ni a la magia.
- Pero tú vas a querer matar a los moroi, no vas a poder evitarlo.
- Él me ayudará a mantener el control. Si no es así, tendrán que matarme.
Alargó los brazos para sujetarme por los hombros. Me estremecí cuando Natalie habló de su propia muerte como si tal cosa. No me cupo duda de que consideraba mi muer­te con idéntica indiferencia.
- Estás como una cabra. No puedes quererle tanto, no puedes, de veras...
Volvió a arrojarme contra la pared y de nuevo acabé en el suelo, hecha un revoltijo de miembros. Tenía la impresión de que no iba a poder levantarme esta vez. Su padre le había dicho que no me matara, pero los ojos de Natalie decían otra cosa: deseaba hacerlo, quería alimentarse de mí, el hambre estaba ahí, seguía el camino de los strigoi. No debería haber­le dirigido la palabra, comprendí ya tarde, pues iba a vacilar, tal y como me había prevenido Dimitri.
Y entonces, de pronto, apareció él, estaca en mano, co­rriendo por el pasillo como si fuera la muerte vestida con un guardapolvo.
Natalie se giró como una peonza y lanzó una acometi­da. Era rápida, mucho, pero mi mentor no le iba a la zaga, y evitó su ataque. El semblante de Dimitri era la viva imagen de la potencia y la fuerza en estado puro. Con una fascina­ción estremecedora, los vi moverse: daban vueltas el uno en torno al otro como los integrantes de una pareja en un baile mortífero. Ella le aventajaba claramente en fuerza, pe­ro al mismo tiempo era una strigoi recién convertida, y ob­tener superpoderes no implica que sepas utilizarlos.
Sin embargo, Dimitri tenía un conocimiento muy pre­ciso sobre el uso de los suyos y efectuó su movimiento des­pués de un intercambio encarnizado de golpes. La estaca de plata centelleó en su mano como un rayo cuando él la vol­teó para dirigirla al corazón de Natalie, donde la hundió. Retrocedió y permaneció impasible mientras ella aullaba y caía al suelo. Dejó de moverse al cabo de unos segundos espantosos.
Con la misma rapidez, se inclinó sobre mí y deslizó los brazos por debajo de mi cuerpo. Se puso de pie, llevándome como cuando me fastidié el tobillo.
- Eh, camarada -murmuré. Mi voz me sonó soñolien­ta-. Tenían razón sobre los strigoi.
El mundo comenzaba a oscurecerse y se me cerraban los párpados.
-Abre los ojos, Rose. Roza -nunca le había oído tan tenso ni frenético-. No te duermas en mis brazos, aún no.
Entreabrí los ojos y le miré de soslayo mientras me sacaba del edificio prácticamente a la carrera, de vuelta a la enfer­mería.
-¿Estaba en lo cierto?
-¿Quién?
- Víctor... aseguraba que no hubiera funcionado. El collar. Comencé a delirar, perdida en la negrura de mi mente, pero Dimitri no dejaba de azuzarme para que permanecie­ra consciente.
- ¿A qué te refieres?
-Al conjuro. Víctor dijo... que... debías quererme e interesarte por mí para... que... funcionase -intenté agarrarle por la camisa cuando no me contestó, pero me faltaba fuer­za en los dedos-. ¿Es verdad? ¿Me quieres?
-Sí, Roza, te quise, aún te quiero -contestó él con voz poco clara-. Me gustaría... que... pudiéramos estar juntos.
- Entonces, ¿por qué me mentiste?
Llegamos a la enfermería y él se las arregló para abrir la puerta a pesar de llevarme en brazos. Pidió ayuda a gritos en cuanto estuvimos dentro.
- ¿Por qué me mentiste? -repetí con un hilo de voz. Continuaba llevándome en brazos cuando bajó los ojos para mirarme. Las voces y el sonido de las pisadas sonaban cada vez más cercanos.
- Porque no podemos estar juntos.
- Por el rollo ese de la edad, ¿no? -pregunté-. ¿O porque eres mi mentor?
Se me había escapado una lágrima y corría por mi me­jilla hasta que él la enjugó delicadamente con la yema del dedo.
- Eso es parte del problema -respondió-, pero no to­do. Bueno... Tú y yo seremos guardianes de Lissa algún día y debo protegerla a ella a toda costa. Si nos ataca un grupo de strigoi, debo interponerme entre ellos y la princesa.
- Eso ya lo sé, forma parte de tu obligación -volví a ver las estrellas. Estaba a punto de desmayarme.
- No. Si me permito amarte, no me interpondré entre ellos y Lissa, te protegeré a ti.
El equipo médico llegó en ese momento y me robó de sus brazos.
Y así fue como di con mis huesos en la enfermería otra vez a los dos días de haber recibido el alta. Desde que regre­samos a la Academia, era el tercer ingreso en dos meses. Eso olía a récord de algún tipo. Lo más probable es que tuviera una hemorragia interna y una conmoción cerebral, eso sin duda, pero nunca llegamos a averiguarlo. No te preocupas por esas menudencias cuando tu mejor amiga es una maldi­ta curandera.
Aun así debí permanecer ingresada un par de días. Lis­sa y Christian, su nuevo novio, no se separaban de mi lado cuando no estaban en clase. Me enteré de unos cuantos co­tilleos sobre el mundo exterior gracias a ellos. Dimitri había tomado conciencia de la presencia de un strigoi en el cam­pus cuando encontró muerta y desangrada a la víctima de Natalie: el señor Nagy, de entre todos le había tocado la chi­na a él. Era una elección sorprendente cuando menos, pero dada su edad, Natalie lo había tenido fácil para derrotarle con muy poca lucha. Se acabaron las clases de Arte eslavo. Los guardias del centro de detención sólo habían resultado heridos. Ella se había limitado a machacarlos, como a mí.
Encontraron y apresaron a Víctor mientras intentaba escaparse del campus. Me alegré, a pesar de que eso signifi­caba que el sacrificio de Natalie había sido en vano. Los rumores decían que el príncipe no mostró el menor temor cuando vino la guardia real y se lo llevó. Se limitó a sonreír todo el tiempo, como si estuviera al corriente de un secre­to ignorado por todos los demás.
Después de aquello, la vida volvió a su normalidad, en tanto en cuanto algo así fuera posible, claro. Lissa dejó de practicarse cortes en las muñecas y se encontró mucho me­jor desde que la doctora le prescribió una medicina, un an­tidepresivo o un ansiolítico, nunca logro acordarme, pues jamás he entendido mucho sobre esa clase de pastillas. Siem­pre pensé que la gente se volvía estúpida y feliz cuando las tomaba, pero resultó ser una píldora como otra cualquie­ra, quiero decir, algo arreglaba, y sobre todo, la mantenía normal y estable...
...lo cual era estupendo, pues todavía le quedaban unos cuantos temas pendientes de resolución, como lo de André. Al final, había terminado por creer la historia de Christian y Lissa se permitió aceptar que su hermano no era el héroe sin mácula que ella siempre había tenido en un pedestal. Le re­sultó un tanto duro, pero al final alcanzó una solución tran­quilizadora: aceptó que André tenía un lado bueno y otro chun­go, como todos nosotros. Le entristecía su comportamiento con Mia, pero eso no quitaba para que hubiera sido un buen hermano que la quería mucho, y lo más importante de todo: eso la liberó por fin de la necesidad de ocupar el papel de su hermano y enorgullecer a la familia. Lissa podía ser ella mis­ma, lo cual demostraba a diario en su relación con Christian.
La escuela no había logrado superar todo aquello, pero a ella le daba igual, se lo tomaba a risa, e ignoraba las miradas de sorpresa y desdén que le dirigían los de sangre real por ser la novia de alguien con una familia de tan mala reputa­ción. Ahora bien, no todos ellos pensaban de ese modo. Al­gunos conocieron a Lissa durante su breve giro social y des­cubrieron que les caía bien por sí misma, sin necesidad de coerción alguna. La apreciaban con sinceridad y de forma franca, prefiriendo demostrarlo antes que andarse con los juegos a los que se entregaban casi todos los aristócratas.
La mayoría de los nobles la ignoraron y a sus espaldas echaban pestes de ella, por supuesto. Lo de Mia estuvo en­tre lo más sorprendente de todo: se las arregló para congra­ciarse con unos cuantos alumnos de sangre noble a pesar de la gran humillación sufrida. Eso demostró que yo tenía ra­zón. No iba a quedarse mucho tiempo hundida en el hoyo, y de hecho, empecé a atisbar los primeros síntomas de que urdía de tapadillo su venganza una mañana que pasé junto a ella de camino a clase. Mia se hallaba junto a varios alum­nos más y hablaba en voz alta con la intención manifiesta de que la oyera.
- …son la pareja perfecta. Los dos proceden de familias deshonradas y desacreditadas.
Apreté los dientes y no dejé de caminar, pero seguí la di­rección de la mirada de Mia, que no quitaba ojo a Lissa y Christian. Ellos estaban perdidos en su propio mundo y ha­cían muy buena pareja: ella era una guapa rubia y él un chico de ojos azules y pelo negro. No pude evitar el mirarlos tam­bién yo. Mia estaba en lo cierto. Sus familias habían caído en desgracia. La reina Tatiana había denunciado en público a Lissa, y por mucho que nadie culpase a los Ozzera por el destino sufrido por los padres de Christian, el resto de fami­liares reales de los moroi iban a mantener las distancias.
Pero Mia también tenía razón en otro sentido: Lissa y Christian estaban hechos el uno para el otro. Quizá fueran unos marginados sociales, pero los Dragomir y los Ozzera habían figurado entre los líderes moroi más destacados, y en cuestión de muy poco tiempo, ellos dos habían empe­zado a dar forma a caminos que podrían situarlos en una posición muy semejante a la ocupada por sus antepasa­dos. Él empezaba a imitar un poco de la amabilidad y de la fachada social de Lissa mientras ella aprendía a defender­se en lo tocante a sus pasiones. Cuanto más los miraba, más fácilmente podía ver a su alrededor un halo de energía y confianza.
Tampoco ellos iban a quedarse en el hoyo.
Y creo que eso, junto a la gran humanidad de Lissa, ha hecho que mucha gente se haya sentido atraída por ella. Nuestro círculo social comenzó a ampliarse con cierta ra­pidez. Mason se unió enseguida, por supuesto, y no hizo in­tento alguno de ocultar cuánto le atraía yo. Lissa no dejaba de gastarme bromas al respecto, y lo cierto es que todavía no sé cómo zanjar el tema. Una parte de mí opina que tal vez ha llegado la hora de darle una oportunidad como no­vio formal, incluso aunque la otra mitad se muera de ganas por conseguir a Dimitri.
Por lo demás, Dimitri sigue tratándome exactamente como uno podría esperar de un mentor. Es eficiente, ama­ble, estricto y comprensivo. Nunca ocurre nada fuera de lo normal, no sucede nada que levante sospechas sobre lo que pasó entre nosotros, nada salvo algún que otro encuentro de miradas.
Él tenía razón en lo referente a nosotros, al menos en teoría, y así lo asumí en cuanto logré controlar las emocio­nes y superar mi primera reacción. La edad era un proble­ma, cierto, en especial mientras yo fuera una alumna de la Academia, pero jamás se me había ocurrido pensar en el se­gundo argumento mencionado por mi mentor. Si dos guar­dianes mantenían una relación, su mutua compañía podía distraerlos y eso afectaría a la seguridad del moroi a cuya protección estaban dedicados. No podía permitir que eso sucediera, no era posible arriesgar la vida de Lissa por nues­tros sentimientos. De lo contrario no seríamos mejores que el guardián de los Badica, que dimitió. Una vez le aseguré a Dimitri que mis sentimientos no importaban, Lissa estaba por encima de todo.
Sólo esperaba tener la oportunidad de demostrarlo.
- No me gusta cómo están las cosas en lo de las curacio­nes -me dijo Lissa un día que estábamos en su cuarto. -¿Eh...?
Fingíamos estudiar, pero yo tenía la mente puesta en Dimitri. Le había contado muchos secretos a mi mejor ami­ga, pero no le había dicho ni mu sobre lo cerca que había estado de perder la virginidad. No conseguía contárselo, ig­noraba el motivo.
-Lo de que haya debido dejar de curar -soltó el libro de historia que sostenía en las manos-. Y de usar la coerción -la sanación había sido acogida como un don maravilloso necesitado de un estudio posterior, pero el uso de la coerción le había valido serias reprimendas por parte de Kirova y la se­ñora Carmack-. Me explico, ahora soy feliz y debería ha­ber pedido ayuda hace mucho, en eso tenías razón. Me alegra estar medicada, pero Víctor también estaba en lo cierto: ya no puedo usar el espíritu. Lo percibo, eso sí, pero echo de me­nos la posibilidad de tocarlo.
No tenía muy claro qué contestar a eso. A mí me gus­taba su estado actual, la veía completa, confiada y sociable ahora que había desaparecido la amenaza de perder la cor­dura. Viéndola ahora, resultaba fácil creer las palabras de Víc­tor sobre lo de su futuro como líder moroi. Me recordaba a sus padres y a André y a cómo ellos solían despertar la devo­ción en quienes los conocían.
- Y hay algo más -continuó-. Él tenía razón cuando aseguró que no podría dejado. Me duele no disponer de la magia. A veces, me muero de ganas de usarla...
- Lo sé -repuse, y era cierto: percibía ese dolor en su fuero interno. Las pastillas habían entumecido el acceso de Lissa a la magia, pero no habían afectado al vínculo existen­te entre nosotras.
- No dejo de pensar en todas las cosas que podría hacer y en toda la gente a la que podría ayudar -parecía compun­gida.
- Primero debes ayudarte a ti misma -le repliqué con fiereza-. No quiero que te hagas daño otra vez. No te lo voy a permitir.
- Lo sé. Christian dice lo mismo -puso una sonrisa ton­ta, como cada vez que pensaba en él. No habría mostrado tanto entusiasmo en que volvieran a estar juntos de haber sabido lo idiotas que se vuelven los enamorados-. Supon­go que los dos tenéis razón: más vale desear la magia y estar cuerda que tenerla y estar como un cencerro. No hay térmi­no medio.
- No -convine-, en esto, no.
Entonces, salido de la nada, me vino a la cabeza un pen­samiento. Había un término medio. Las palabras de Natalie me lo recordaron. «Merece la pena, no importa renunciar al sol ni a la magia».
La magia.
La señora Karp no se había convertido en una strigoi por haber enloquecido. Lo había hecho para mantener la cordu­ra. Convertirse en una strigoi anulaba todo vínculo con la magia. No era posible utilizarla después de la transforma­ción. De ese modo, ya no podría percibirla ni usarla. Una es­piral de pena me recorrió las entrañas al mirar a Lissa. ¿Qué iba a ocurrir si llegaba a averiguarlo? ¿También ella se con­vertiría en una strigoi? No, me apresuré a contestar. Ella ja­más haría algo así, era una persona muy fuerte y de una enor­me rectitud, y mientras siguiera tomando la medicación, su profunda racionalidad evitaría que adoptase una medida tan drástica.
Aun así, la idea en sí misma me impulsó a averiguar un último detalle y por eso, a la mañana siguiente, acudí a la ca­pilla y me senté en una bancada a la espera de que asomara por allí el sacerdote.
- Hola, Rosemarie -me saludó él, abiertamente sor­prendido-. ¿Puedo ayudarte en algo?
Me puse de pie.
- Necesito saber algo más sobre San Vladimir. He leído ese libro que me prestó y un par más -más valía no hablar­le de los libros birlados-. Ninguno menciona cómo murió ni cómo acabó sus días. ¿Sufrió algo así como un martirio?
El sacerdote arqueó una de sus pobladas cejas. - No, murió de viejo y en paz.
-¿Está seguro? ¿No se suicidó ni se convirtió en un strigoi?
- No, por descontado que no. ¿Cómo se te ha ocurrido algo semejante?
- Bueno, él era un santo y todo eso, pero también estaba un poco chiflado, ¿no? He leído al respecto y me dio por pen­sar, no sé, que tal vez hubiera sufrido alguno de esos destinos.
- Es cierto, luchó contra el demonio de la locura toda su vida -contestó con semblante grave-, y fue una lucha ardua en verdad. Quiso morirse en ocasiones, pero se sobre­puso. No se dejó vencer por ella.
Le miré, sorprendida, pues el santo no disponía de pas­tillas y era obvio que no había dejado de usar la magia.
- ¿Cómo…? ¿Cómo lo logró?
- Por pura fuerza de voluntad, supongo -hizo una pausa-. Por eso y por Anna.
- Anna, la bendecida por la sombra -murmuré-. Su guardiana.
El sacerdote asintió.
- Ella permaneció a su lado y estuvo allí para sostener­le cada vez que aumentaba la debilidad de San Vladimir. Ella le instaba a permanecer firme, a no entregarse a los bra­zos de la locura.
Salí de la capilla como si estuviera en trance. Anna lo ha­bía logrado, había dejado que Vladimir navegase por las aguas del término intermedio y le había ayudado a obrar milagros por el mundo sin acabar de forma espantosa. La señora Karp había tenido la mala suerte de no contar con un guardián vin­culado a ella. No había contado con la ayuda de nadie que la sostuviera en los momentos difíciles.
Lissa sí tenía a esa persona.
Crucé el patio de camino a la cafetería con una gran sonrisa. Hacía mucho tiempo que la vida no me parecía tan maravillosa. Lissa y yo podíamos logrado. Juntas podría­mos conseguirlo.
En ese preciso instante, distinguí una figura oscura por el rabillo del ojo. Descendió en picado y se posó en un árbol próximo. Me detuve a mirado. Era un cuervo enorme de as­pecto fiero y lustroso plumaje negro.
Un momento después me percaté de que no se trataba de un cuervo cualquiera, sino del cuervo al que Lissa había curado. Ningún otro pájaro toma tierra tan cerca de un dham­pir y ninguna otra ave iba a quedarse mirándome con esa familiaridad e inteligencia. No daba crédito a mis ojos, no lograba creerme que siguiera por allí. Noté un escalofrío y retrocedí. Entonces comprendí la verdad.
-Tú también estás ligado a ella, ¿a que sí? -le pregun­té, convencida de que cualquiera que me viera iba a pensar que estaba mal de la cabeza-. Ella te trajo de vuelta. Tam­bién tú estas bendecido por la sombra.
De hecho, eso era realmente guay. Extendí el brazo ha­cia el ave, albergando cierta esperanza de que hiciera un movimiento dramático, como en las pelis, y se posara en mi antebrazo, pero todo lo que hizo el pajarraco fue mirarme como si yo fuera tonta de remate. Luego, desplegó las alas y echó a volar.
Contemplé su batir de alas mientras se perdía entre la penumbra del crepúsculo y luego me volví para ir en busca de Lissa. A lo lejos oí el sonido de un graznido, muy similar a una carcajada.

The End

4 comentarios:

  1. Super pon los demás libros por favor

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  2. Me encantó este libro sube los demás xfa

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  3. me encanta muy bueno buena puntuación mas largo algunas cosas no las puedo pronunciar pero es el mejor libro voy a terminar el capitulo 20

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  4. Que hermoso libro! Lo amo UwU

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