capitulo 14



Capítulo 14

Me pasé los dos días siguientes vigilando a Lissa. Cada acto de espionaje iba acompañado de una suave punzada de cul­pabilidad, pues le sentaba fatal cada vez que lo hacía por accidente, y ahora cotilleaba a propósito.
Observé cómo se integraba de nuevo con las fuerzas vi­vas de los linajes reales, uno por uno, pues ella no era capaz de usar la coerción sobre el grupo y los iba atrapando en so­litario, lo cual resultó igual de efectivo, aunque más lento. A decir verdad, no fue preciso ordenárselo a un buen núme­ro de ellos, dado que empezaron a frecuentar su compañía libremente. Muchos no eran tan superficiales como aparen­taban; se acordaban perfectamente de ella, y les gustaba tal cual era. Se congregaron a su alrededor y al cabo de mes y medio de nuestro regreso parecía que jamás se hubiera esca­pado de la Academia. Y durante ese ascenso al estrellato, abogó a favor mío y cargó contra Mia y Jesse.
Me deslicé en el interior de la mente de Lissa una ma­ñana mientras se disponía a tomar el desayuno. Había pa­sado los últimos veinte minutos secándose y alisándose el pelo, algo que llevaba sin hacer un tiempo. Desde la cama de su dormitorio, donde estaba sentada, Natalie observaba el proceso con curiosidad. Habló al fin cuando Lissa se fue a por el maquillaje.
-Vamos a ver una peli en el cuarto de Erin después de clase. ¿Te apuntas?
Natalie era una pánfila, y yo siempre andaba haciendo bromas con su sosería, pero su amiga Erin tenía la gracia de una pared.
- No puedo. He de ir a echar una mano a Camille para teñir de rubio el pelo de Carly.
- Ahora pasas muchísimo tiempo con ellas.
-Sí, supongo que sí.
Ella dio unos toquecitos para aplicar el rímel a las pestañas, resaltando los ojos: parecían más grandes.
- Pensé que ya no ibas a querer saber nada de ellos.
- He cambiado de opinión.
-Ahora parece que les gustas mucho. Quiero decir, no es que les cayeras mal, pero no les hablabas desde tu regre­so y ellos parecían encantados de no dirigirte la palabra, lo cual no me sorprendía, ya que también eran amigos de Mia, pero ¿no es un poco raro lo mucho que les gustas ahora? Mira, les oigo siempre esperar a ver qué quieres tú antes de hacer planes y todo eso, y unos pocos se han puesto a de­fender a Rose, y eso sí es una chifladura. No es que me crea esas atrocidades sobre ella, pero jamás pensé que fuera po­sible que...
La semilla de la sospecha crecía en los comentarios de Natalie y Lissa lo pilló al vuelo. Quizá Natalie jamás hubie­ra imaginado nada sobre la coerción, pero Lissa no estaba dispuesta a que un puñado de preguntas inocentes se con­virtiera en algo más serio.
-¿Sabes qué...? -le interrumpió-, tal vez me deje caer por el cuarto de Erin después de todo. No creo que el pelo de Carly me lleve demasiado tiempo.
La oferta interrumpió el hilo de los pensamientos de Natalie.
- ¿De verdad? Vaya, eso sería estupendo. Ella me co­mentaba lo triste que está ahora que ya no vas tanto, pero yo le dije que...
Aquello se prolongó. Lissa continuó usando la coerción y recobró la popularidad perdida. Yo lo observaba todo en silencio y en estado de permanente preocupación, a pesar de que sus esfuerzos estaban empezando a reducir las miradas y cotilleos sobre mí.
- Al final, te va a salir el tiro por la culata -le susurré en la iglesia un día -. Alguien va a sorprenderse y empezará a hacerse preguntas.
- No te pongas tan melodramática. Aquí se usan po­deres todos los días.
- Pero no como ése.
-¿No piensas que mi encantadora personalidad podría lograr todo eso por sí sola?
- Por supuesto que sí, pero si Christian es capaz de pi­llarte, alguien más acabará por hacerlo...
De pronto, un par de chavales sentados en un banco de delante me interrumpieron con sus risitas socarronas. Al levantar la vista, los vi observándome sin ni siquiera mo­lestarse en ocultar el gesto burlón. Los ignoré con la espe­ranza de que el sacerdote empezara pronto, pero Lissa les devolvió el repaso y puso cara de muy pocos amigos. No despegó los labios, pero las sonrisitas de ese par se empe­queñecieron ante el peso de su mirada.
- Disculpaos con ella -les dijo-, y procurad mostraros creíbles.
Al cabo de unos instantes prácticamente se postraron ante mí mientras se excusaban y me pedían perdón. No da­ba crédito a mis ojos. Usaba la coerción en público, nada menos que en la iglesia, y la ejercía sobre dos personas al mismo tiempo.
Al final se les acabaron las disculpas, pero Lissa no ha­bía terminado con ellos.
-¿Eso es todo cuanto sabéis hacer? -les espetó.
Ellos se alarmaron y la miraron con ojos como platos, aterrados de haberla ofendido.
- Está bien, Liss -me apresuré a decir al tiempo que le tocaba el brazo-. Yo... eh... Acepto las disculpas.
El semblante de Lissa emanaba desaprobación, pero ter­minó por asentir y los muchachos tragaron saliva con ali­vio.
¡Hay Dios! Jamás en la vida me había alegrado tanto de que empezara la misa. A través del vínculo sentí una suerte de sombría satisfacción procedente de Lissa, lo cual era im­propio de ella, y no me gustó ni un pelo.
Necesitaba distraerme de aquel comportamiento suyo tan turbador, así que me puse a estudiar a otras personas, como solía hacer. Con semblante preocupado, Christian miraba abiertamente a Lissa no muy lejos de nosotras. Frun­ció el ceño y desvió la vista en cuanto se percató de que le observaba.
Dimitri se sentaba como de costumbre en un banco si­tuado al fondo, y por una vez no escudriñaba cada rinconcito en busca de algún posible peligro. Volcaba en su interior todo el interés. Tenía una expresión casi dolorida. Ignoraba por qué venía a la iglesia, pues siempre parecía estar luchando contra algo.
En el altar, el sacerdote volvía a hablar sobre San Vladimir. - Era un hombre de espíritu fuerte y gozaba de la gra­cia de Dios, sin duda, pues el toque de San Vladimir basta­ba para que los lisiados echaran a andar y los ciegos recu­perasen la vista. Los capullos de las flores se abrían a su paso.
Jopé, los moroi necesitaban conseguir otros santos... Un momento. ¿Curaba a los lisiados y a los ciegos?
Me había olvidado por completo de San Vladimir. Ma­son mencionó que Vladimir devolvía a la gente a la vida, y en aquel momento eso me recordó a Lissa. Luego, otras cosas me habían distraído. Durante mucho tiempo no había pensado en el santo ni en su guardiana bendecida por la sombra ni en el vínculo existente entre ellos. ¿Cómo podía haber pasado eso por alto? la señora Karp no era la única moroi capaz de realizar curaciones, al igual que Lissa. El santo también po­día obrar ese prodigio.
-Las masas se congregaban junto a él todo el tiempo, y le amaban, y se mostraban ávidas de seguir sus enseñanzas y le escuchaban cuando predicaba la palabra del Señor...
Giré la cabeza para mirar a Lissa, quien me devolvió una mirada de perplejidad.
-¿Qué pasa?
No tuve ocasión de elucubrar nada, ni siquiera de bus­car las palabras adecuadas, ya que debía irme a mi prisión en cuanto terminara el servicio religioso, y me puse de pie.
Nada más llegar a mi cuarto me conecté a Internet e hice una búsqueda acerca de San Vladimir, pero no saqué nada en claro. Maldita sea. Mason había efectuado un exa­men preliminar en los libros de la biblioteca y decía que allí había poco de dónde rascar. ¿Con qué me dejaba eso? No había forma de saber más sobre ese santo del año de la ca­tapulta.
¿O sí la había? ¿Qué había dicho Christian Ozzera ese primer día cuando estuvo con Lissa?
«Tenemos una vieja caja llena de escritos de nuestro ve­nerado y loco San Vladimir».
Los escritos debían de hallarse en el desván situado en­cima de la capilla. Christian los había mencionado y yo ne­cesitaba echarles un vistazo, pero ¿cómo iba a salirme con la mía? No podía pedírselos al sacerdote. ¿Y cómo iba a reac­cionar si descubría que uno de los alumnos se había subido ahí arriba? Supondría el final de la guarida de Ozzera, pero tal vez pudiera ayudarme el mismo Christian. Sin embargo, era domingo y no iba a verle hasta el lunes por la tarde e incluso entonces tampoco sabía si iba a tener ocasión de ha­blar con él a solas.
Más tarde, me detuve en la cocina de los cuartos para llevarme una barrita de cereales mientras iba de camino a las prácticas. Al hacerlo, pasé junto a un par de novicios, Miles y Anthony. El primero me silbó al verme.
-¿Qué haces, Rose? ¿Estás solita? ¿Quieres algo de compañía? -Anthony se echó a reír-. No puedo morder­te, pero puedo darte todo lo demás.
Debía cruzar el pasillo mientras esos dos se quedaban ahí fuera. Lancé una mirada fulminante e intenté pasar a to­da pastilla, pero Miles me atrapó por la cintura y fue desli­zando las palmas hacia abajo.
-Voy a romperte esa jeta como no me quites las manos del culo -le solté mientras me alejaba de golpe, y al hacer­lo salí dando tumbos y choqué con Anthony.
-Vamos -dijo Anthony-, creí que no ibas a tener inconveniente en montártelo con dos tíos a la vez.
-Si esos dos tipos no salen por patas ahora mismito, los convertiré en uno solo a la de ya -amenazó una voz.
Mason. Mi héroe.
- Pues sí que estás salido, Ashford -replicó Miles, el más grandote de los dos acosadores, mientras me soltaba pa­ra plantarse delante de Mason.
Anthony se apartó de mí, más interesado en ver si había o no una pelea. La concentración de testosterona saturaba el aire hasta tal punto que tuve la sensación de necesitar una careta antigás.
-También te lo haces con ella, ¿eh? -le preguntó Mi­les a Mason-. Y no quieres compartirla, ¿a que sí?
- Otra palabra más sobre ella y te arranco la cabeza.
-¿Por qué...? Sólo es una insignificante prostituta de san...
Mason le atizó. No le descabezó ni le hirió ni le hizo sangrar, pero el puñetazo debió de dolerle. Abrió los ojos con rabia y arremetió contra Mason. Todos nos quedamos quietos en cuanto oímos abrirse una puerta. Los novicios se caían con todo el equipo si los pillaban en una pelea.
-Lo más probable es que sea alguno de los guardianes -aventuró Mason con una ancha sonrisa-. ¿Queréis que se enteren de que estabais pegando a una chica?
Miles y Anthony intercambiaron una mirada, y luego el segundo propuso:
-Venga, vámonos, no tenemos tiempo para esto. Miles le siguió a regañadientes.
-Ya iré a por ti luego, Ashford.
Me encaré con Mason en cuanto se hubieron marchado esos dos.
- ¿Pegar a una chica?
- No hace falta que me des las gracias -repuso secamente.
- No necesitaba tu ayuda.
-Sí, claro. Estabas arreglándotelas de vicio por tu cuenta.
- Me pillaron desprevenida, eso es todo. Al final, habría logrado salvar los muebles.
- Oye, no me apetece pagar yo sus platos rotos.
- No me gusta ser tratada como una... chica.
- Es que... tú eres una chica y yo sólo pretendía ayudar.
Aprecié en su rostro tal solemnidad que me mordí la len­gua, pues iba de buenas. No tenía sentido darle caña cuando últimamente tenía tanta gente a la que odiar.
- Bueno, gracias, y lamento haber saltado de esa manera.
Estuvimos charloteando un ratito más y me las arreglé para sonsacarle algunos cotilleos de clase. Mason se había percatado de la recién recobrada popularidad de Lissa, pero todo le había parecido de lo más normal. Mientras hablaba con él, noté que se le ponía esa pinta de cordero degollado que tenía siempre que rondaba cerca de mí. Se sentía atraí­do por mí sin ser correspondido, y eso me entristecía, hasta me hacía sentir culpable.
Llegué a preguntarme si sería muy duro salir con él. Era un tío enrollado, divertido y razonablemente guapo. Nos lle­vábamos bien. ¿Por qué meterme en tantos líos con otros cuando había uno encantador que me quería? ¿Por qué no era capaz de corresponder a sus sentimientos?
Obtuve la respuesta incluso antes de haber terminado de formularme la pregunta. No podía ser la novia de Mason por­que cuando me imaginaba a alguien sujetándome y murmu­rándome marranadas al oído, ese alguien tenía acento ruso.
Mason continuó lanzándome miradas de admiración, ajeno a cuanto pasaba por mi cabeza, y viendo semejante ado­ración, de pronto comprendí cómo podía utilizarla en mi provecho.
Sentí una punzada de culpabilidad al verle relucir de in­terés cuando cargué las tintas y le di un toque de flirteo a la conversación.
Permanecí apoyada contra la pared, pero me incliné lo bastante como para que nuestros brazos se rozasen antes de dedicarle una sonrisa perezosa.
-Sigue sin gustarme ni un pelo todo ese rollo de machi­to, ya sabes, pero los asustaste, así que... casi merece la pena.
- Pero ¿no lo apruebas?
Tracé con los dedos varios caminos sobre su brazo.
- No, quiero decir: es guay como planteamiento, pero no en la práctica.
Él se echó a reír.

-Y un cuerno que no -me atrapó una mano y me de­dicó una mirada perspicaz-. A veces todos necesitamos ser salvados. A ti te gusta que te salve, o eso creo, pero te revien­ta admitirlo.

-Y a mí me parece que te pone ir por ahí en plan salva­dor, pero te revienta admitirlo.
- Dudo que sepas lo que me pone. Salvar damiselas en apuros como tú es lo único honorable que cabía hacer -de­claró con altivez.
Reprimí las ganas de cruzarle la cara por el uso del tér­mino «damiselas».
- Bueno, demuéstralo entonces. Hazme un favor sólo porque es lo correcto.
-Claro -contestó él de inmediato-. Únicamente tienes que decirlo.
- Necesito que le entregues un mensaje a Christian Ozzera.
Su entusiasmo flaqueó.
-¿Que le en...? No hablas en serio.
-Sí, muy en serio.
- No puedo hablar con él, Rose, y tú lo sabes.
- Pensaba que habías dicho que ibas a ayudarme, pensaba que ayudar a las damiselas en apuros era lo único honorable que cabía hacer.
- No veo qué relación guarda esto con el honor -le dediqué la mirada lo más abrasadora posible y dejó de re­sistirse-. ¿Qué quieres que le diga?
- Dile que necesito los libros de San Vladimir, los con­servados en el desván. Pronto va a tener que birlarlos para mí. Di1e que es por Lissa, y también que le mentí la noche de la recepción de la reina -vaci1é-. Di1e que lo siento mucho.
- Eso no tiene ni pies ni cabeza.
- No tiene por qué. Tú sólo hazlo, ¿vale?
Volví a sonreír con mi sonrisa de reina de la belleza.
Se apresuró a asegurar que vería qué podía hacer. Luego, se fue a almorzar y yo me marché a las prácticas.


Capítulo 15

Mason cumplió el encargo.
Llevaba a cuestas una caja de libros cuando me encontró al día siguiente antes de las clases.
- Los tengo -anunció-. Deprisa, tómalos antes de que te metas en algún problema por hablar conmigo.
Solté un gruñido cuando cargué el considerable peso. -¿Christian te dio esto?
-Sí. Me las arreglé para hablar con él sin que nadie lo advirtiese. A su manera es un tío apañado, ¿te habías dado cuenta?
-Sí, lo había notado -recompensé a Mason con una sonrisa para darle esperanzas-. Gracias, esto significa mu­cho para mí.
Arrastré el botín hasta mi habitación, muy consciente de lo extraño que resultaba ver a alguien que aborrecía tan­to los libros cargada hasta los topes con toda esa mierda pol­vorienta del siglo XIV. Sin embargo, cuando abrí el primer ejemplar vi que debía de ser una reimpresión de la reimpre­sión de la reimpresión, probablemente porque nada tan vie­jo habría soportado tantos años sin caerse a cachos.
Tras una primera criba de volúmenes, clasifiqué los li­bros en tres categorías: los escritos tras la muerte de San Vladimir, los redactados en vida del santo y un diario de anotaciones manuscritas por él mismo. ¿Qué había dicho Mason sobre las fuentes primarias y secundarias? Lo que yo quería se hallaba en los dos últimos grupos.
Quienquiera que hubiera impreso aquellos tomos, había reescrito las palabras lo suficiente como para no obligarme a leer en inglés antiguo o en otro idioma, como el ruso, pues supuse que San V1adimir había vivido en el antiguo país.
Hoy he curado a la madre de Sava, que sufría hace tiempo de in­tensas punzadas en el estómago. Ahora su padecimiento ha desaparecido, pero el Todopoderoso no me permite obrar tales prodigios a la lige­ra. Me encuentro débil y confuso, y el diablo de la locura intenta deslizarse en mí mente. Doy gracias a Días todos los días por la presencia de Anna, la bendecida por la sombra, pues no habría sido capaz de soportarlo sin ella.
Otra mención a Anna, la bendecida por la sombra. Ha­blaba de ella a menudo, entre muchas otras cosas. La mayor parte del tiempo el santo escribía sermones similares al de la última vez en la iglesia. Menudo rollazo. Sin embargo, otras veces, el libro podía leerse como las entradas de un diario, donde cada una recogía los hechos de ese día, y si todo aque­llo no era un montón de patrañas, el tipo se pasaba el tiem­po curando a la gente. Heridos. Enfermos. Incluso plantas. Revivía las cosechas en época de hambruna, y a veces hacía brotar flores a su paso por puro gusto.
La lectura de esos textos me reveló por qué le venía tan bien al viejo Vlad que Anna anduviera siempre cerca. Estaba como una regadera. Cuanto más usaba esos po­deres suyos, más mella hacían en él. Se enojaba y entris­tecía sin motivo alguno. Culpaba a los demonios y otras chorradas por el estilo de esos estados de ánimo, pero pa­recía obvio que sufría una depresión. Llegó a admitir que había intentado suicidarse en una ocasión, pero Anna le detuvo.
Luego, mientras hojeaba las páginas de un libro escrito por un tipo que conoció al santo, leí:
Muchos consideran milagroso el poder que el bendito Vladimir ejer­ce sobre otros. Los moroi y los dhampir se congregan junto a él y escu­chan su palabra, contentos con el simple hecho de estar a su lado. Más de uno diría que no es el Espíritu Santo sino la locura lo que le influye, pero casi todos le adoran y llevarían a cabo cualquiera de sus peticiones. Así es como Dios señala a sus favoritos, y sí tales momentos vienen seguidos de alucinaciones y momentos de desesperación, es un minúsculo sacrificio a cambio del inmenso bien ejercido y el liderazgo mostrado ante la gente.
Era muy parecido a lo dicho por el sacerdote, pero te­nía la impresión de que todo aquello se conseguía con al­go más que con «una encantadora personalidad». Todos le adoraban y cumplían sus peticiones de buen grado. Sí, es­taba segura: San Vladimir había empleado la coerción so­bre sus seguidores. Muchos moroi tenían ese don en aque­llos días previos a la prohibición, pero no lo usaban sobre otros moroi ni sobre dhampir. No podían. Sólo Lissa era capaz de hacerlo.
Cerré el tomo y me recosté sobre la almohada de la ca­ma. Vladimir curaba a plantas y animales y además era ca­paz de usar la coerción a gran escala, y según todos los registros, el uso de tales poderes le empujaba a la locura y a la depresión.
Y a todo eso se añadía algo aún más extraño, el que to­dos siguieran llamando a su guardiana «la bendecida por la sombra», una expresión que me incordiaba desde la prime­ra vez que la oí…

«¡Tú estás bendecida por la sombra, debes cuidar de ella!».
La señora Karp me había gritado esas palabras mientras me agarraba de la blusa y tiraba de la misma para acercarme a ella. Aquello había sucedido en la escuela secundaria una noche de hacía dos años, cuando entré en el edificio central para devolver un libro. No había un alma en los vestíbulos, pues estaba a punto de empezar el toque de queda. Alcé la vista al oír un tumulto considerable y me topé con la seño­ra Karp, que dobló una esquina con un brillo frenético y enloquecido en esos ojos suyos llenos de lágrimas.
Me empotró contra una pared sin soltarme. -¿Lo entiendes?
Ya tenía los conocimientos de defensa personal necesarios para sacármela de encima, pero el asombro me impidió reac­cionar.
-No.
-Vienen a por mí y vendrán a por ella.
-¿Quién?
- Lissa. Debes protegerla. La cosa empeorará cuanto más use ese don. Debes detenerla, Rose. Detenla antes de que se den cuenta, antes de que lo adviertan y se la lleven también. Sácala de aquí.
-¿Qué...? ¿Qué quiere decir con eso de sacarla de aquí? ¿Pretende que me la lleve fuera de la Academia?
-¡Exacto! Debéis marcharos las dos, pues existe un vín­culo entre vosotras. Ése es tu cometido. Llévatela lejos de este lugar.
Sus palabras eran un completo sinsentido. Nadie aban­donaba la Academia. Se me puso un cuerpo muy raro mien­tras ella me miraba a los ojos y me tenía ahí atrapada. Un ve­lo de torpor me enturbió la cabeza y de pronto sus palabras me parecieron el súmmum de la cordura, lo más razonable del mundo. Sí, debía llevarme a Lissa lejos de allí, lejos...
Las pisadas resonaron en el pasillo y un grupo de guar­dianes dobló la esquina. No los conocía, pues ninguno ser­vía en la Academia. El salvaje zarandeo no cesó hasta que me la quitaron de encima. Uno de ellos me preguntó si es­taba bien, pera yo no lograba apartar la mirada de la señora Karp.
-¡No permitas que use el poder! -gritó-. ¡Sálvala, sál­vala de sí misma!
Los guardianes me explicaron luego que no estaba bien y que iban a llevarla a un lugar donde pudiera recuperarse. Iba a estar a salvo y atendida, me aseguraron. Se recuperaría.
Salvo que no lo hizo.
Ya de vuelta al presente, contemplé los libros e intenté juntar las piezas del puzzle. Lissa. La señora Karp. San Vla­dimir.
¿Qué debía hacer?
Alguien golpeteó en la puerta y me sacó de mis recuer­dos. Nadie venía a visitarme, ni siquiera los responsables de planta, dado mi confinamiento. Vi a Mason en el pasillo nada más abrir.
-¿Dos veces en el mismo día? -pregunté-. ¿Cómo has conseguido subir aquí?
Me dedicó una de esas sonrisas suyas tan despreocu­padas.
-Alguien encendió una cerilla en el cubo de basura de los servicios. ¡Qué vergüenza! El personal anda atareadillo con eso. He venido a por ti enseguida, venga.
Sacudí la cabeza. Al parecer, provocar incendios era una nueva muestra de afecto. Primero Christian y ahora Mason. - Lo siento, pero no me salves esta noche. Como me pillen...
- Son órdenes de Lissa.
Cerré el pico y le dejé que me sacara de extranjis del edi­ficio. Me condujo hasta los dormitorios de los moroi y me llevó hasta la habitación de mi amiga sin que, milagrosamen­te, nadie me viera. Me pregunté si no habrían provocado otro incendio en el baño de ese edificio también para distraer la atención de las encargadas.
Me encontré una fiesta por todo lo alto en la habitación de Lissa. Sentados por el suelo estaban ella, Camille, Carly, Aaron y un pequeño grupo de miembros de las familias reales. La música estaba a todo volumen y las botellas de whisky no cesaban de circular. No estaba Mia ni Jesse. Descubrí a Natalie al cabo de unos momentos: estaba sentada en un rincón, claramente separada del grupo, sin saber muy bien cómo actuar cerca de todos ellos. Su incomodidad era ma­nifiesta.
Lissa acudió con paso inseguro. Una oleada de mareo me llegó a través del vínculo y la delató: llevaba pimplando un buen rato.
-¡Rose! -se volvió hacia Mason y le dedicó una sonrisa cautivadora-. La has traído.
Él le hizo una reverencia completa. - Estoy a tus órdenes.
Confiaba en que hubiera hecho todo aquello por la emo­ción en sí misma y no obligado por ningún acto de coerción. Liss me pasó un brazo por la cintura y me llevó con los otros. - Únete a la fiesta.
- ¿Y qué celebramos?
- No lo sé. ¿Que te parece tu fuga de esta noche?
Unos pocos invitados alzaron los vasos de plástico en­tre gritos de júbilo y brindaron a mi salud. Xander Badica llenó dos vasos más para luego entregárnoslos a Mason y a mí. Acepté el mío con una sonrisa, pero el reconcome iba por dentro: el giro de los acontecimientos de aquella noche me hacía sentir muy incómoda. Me habría sentido a mis an­chas en una fiesta como ésa no hace mucho; es más, habría tardado treinta segundos en apurar mi bebida, pero ahora, sin embargo, había muchas cosas que me perturbaban, co­mo, por ejemplo, que los aristócratas de aquel cuarto trata­ran a Lissa como a una diosa; o que ninguno de ellos pare­ciera recordar las acusaciones de que yo era una prostituta de sangre; o la completa infelicidad de Lissa, sin importar cuánto se riera o cuántas sonrisas repartiera.
-¿De dónde habéis sacado el bebercio?
- Del señor Nagy -contestó Aaron, sentado muy cerca de Lissa.
Era de todos sabido que el señor Nagy bebía sin parar después de clase y tenía un escondrijo en el campus cuya ubicación cambiaba a menudo, pero los estudiantes lo loca­lizaban con la misma frecuencia.
Lissa se reclinó sobre el hombro de Aaron.
-Aaron me ayudó a colarnos en la habitación del profe­sor Nagy y a llevarme las botellas. Las ocultaba en el fondo de un armario de puertas disimuladas en la pared con pintura.
Los demás se echaron a reír mientras Aaron la contem­plaba con expresión de verdadera idolatría. Me partí por den­tro al darme cuenta de que mi amiga no había necesitado usar coerción alguna sobre él. Aaron la adoraba. Siempre lo había hecho.
-¿Por qué no estás bebiendo? -me preguntó al oído Mason algo más tarde.
Bajé la vista y miré al vaso. Sentí cierta sorpresa al verlo todavía lleno.
- No lo sé. Creo que los guardianes no deberían beber cuando están cerca de sus protegidos, supongo.
- Todavía no eres la guardiana de Lissa y tampoco estás de servicio, y eso va a tardar bastante en suceder. ¿Desde cuándo te has vuelto tan responsable?
En realidad, no estaba siendo juiciosa, pero respetaba las enseñanzas de Dimitri sobre el equilibrio entre diversión y obligación. Me parecía un error dejarme llevar cuando Lis­sa se hallaba tan vulnerable en los últimos tiempos. Me con­toneé un poco hasta lograr salirme de aquel sitio tan estre­cho, entre ella y Mason, y me escabullí para sentarme al lado de Natalie.
- Hola, Nat. Esta noche estás muy callada.
Ella sostenía un vaso tan colmado como el mío. -y tú también.
Reí por lo bajinis.
-Supongo que sí.
Ladeó la cabeza para observar a Mason y al resto de los patricios como si estuviera efectuando algún experimento científico. Habían consumido un montón de whisky desde mi llegada y el nivel de estupidez se había disparado de for­ma considerable.
- Es raro, ¿no te parece? Antes tú solías ser el centro de atención y ahora lo es ella.
Parpadeé, sorprendida, pues jamás había considerado el asunto desde esa perspectiva. -Supongo.
- Eh, Rose -me llamó Xander mientras se dirigía hacia mí, a punto de derramar la bebida-, ¿cómo es?
-¿Cómo es qué?
- Dejar que alguien se alimente de ti.
Los demás presentes enmudecieron por efecto de la ex­pectación.
- Ella no hizo eso -advirtió Lissa con voz admonito­ria-, ya te lo dije.
-Ya, ya, nada ocurrió con Jesse y Ralf, eso lo sé, pero vosotras dos lo hicisteis mientras estabais fuera, ¿correcto?
- Déjalo ya -ordenó Lissa, pero la coerción funcionaba mejor cuando había un contacto visual con el sujeto pasivo, y Xander no la miraba a ella, sino a mí.
- Quiero decir, está guay y tal. Hicisteis lo que debíais hacer en esas circunstancias, chicas, ¿vale? No es como si tú fueras una proveedora. Únicamente deseaba saber cómo era. Danielle Szelsky me dejó morderla en una ocasión y asegu­ró no haber sentido nada.
-¡Puaj! -corearon las chicas.
El sexo y beber sangre con dhampir era una obscenidad, pero se consideraba canibalismo cuando se practicaba entre moroi.
- Menudo mentiroso estás hecho -le espetó Cami-
- No, hablo en serio. Fue un mordisquito de nada. A ella no le puso en órbita como a las proveedoras. ¿Ya ti? -apo­yó el brazo libre sobre mi hombro-. ¿Te gustó?
El semblante rígido de Lissa se puso blanco como la cal.
El alcohol amortiguaba la intensidad de sus sentimientos, pero pude percibirlos con nitidez. Me llegó un flujo de pen­samientos sombríos y de temor acentuados por la rabia. Por lo general, ella solía controlar bien el enfado, no como yo, pero yo ya la había visto estallar antes. Había sucedido en
Los demás presentes enmudecieron por efecto de la ex­pectación.
- Ella no hizo eso -advirtió Lissa con voz admonito­ria-, ya te lo dije.
-Ya, ya, nada ocurrió con Jesse y Ralf, eso lo sé, pero vosotras dos lo hicisteis mientras estabais fuera, ¿correcto?
- Déjalo ya -ordenó Lissa, pero la coerción funcionaba mejor cuando había un contacto visual con el sujeto pasivo, y Xander no la miraba a ella, sino a mí.
- Quiero decir, está guay y tal. Hicisteis lo que debíais hacer en esas circunstancias, chicas, ¿vale? No es como si tú fueras una proveedora. Únicamente deseaba saber cómo era. Danielle Szelsky me dejó morderla en una ocasión y asegu­ró no haber sentido nada.
-¡Puaj! -corearon las chicas.
El sexo y beber sangre con dhampir era una obscenidad, pero se consideraba canibalismo cuando se practicaba entre Moroi.
- Menudo mentiroso estás hecho -le espetó Cami-
- No, hablo en serio. Fue un mordisquito de nada. A ella no le puso en órbita como a las proveedoras. ¿Ya ti? -apo­yó el brazo libre sobre mi hombro-. ¿Te gustó?
El semblante rígido de Lissa se puso blanco como la cal.
El alcohol amortiguaba la intensidad de sus sentimientos, pero pude percibirlos con nitidez. Me llegó un flujo de pen­samientos sombríos y de temor acentuados por la rabia. Por lo general, ella solía controlar bien el enfado, no como yo, pero yo ya la había visto estallar antes. Había sucedido en una fiesta muy similar a ésa, unas semanas antes de la deten­ción de la señora Karp.
Un primo lejano de Natalie, Greg Dashkov, daba una fiesta en su cuarto. Al parecer, sus padres conocían a al­guien que a su vez conocía a un pez gordo, y me lo creía:
Greg tenía una de las habitaciones de mayor tamaño. Ha­bía sido amigo del hermano de Lissa antes del accidente y se había mostrado encantado de introducir a la hermana pequeña de André en su círculo de amistades. Greg tam­bién se había mostrado encantado de meterme en esa se­lecta compañía, razón por la cual las dos nos encontrába­mos allí esa noche. Para una estudiante de segundo año como yo, era una pasada estar con miembros adultos de la realeza moroi.
Esa noche bebí a espuertas, pero aun así me las arreglé para no perder de vista a Lissa, que siempre experimentaba ansiedad cuando se hallaba en compañía de esa gente. En cualquier caso, nadie lo hubiera pensado: era capaz de conec­tar a la perfección con ellos. El pesado moscardoneo del al­cohol me impedía percibir muchos de sus sentimientos, pe­ro no me preocupé, dado que ella parecía estar bien.
Greg se apartó a mitad de un beso y miró algo por enci­ma de mi hombro. Los dos estábamos sentados en la misma silla, bueno, yo descansaba sobre su regazo. Ladeé la cabeza para mirar.
- ¿Qué ocurre?
Él sacudió la cabeza con un sentimiento encontrado de irritación y complacencia.
- Wade ha traído a una proveedora.
Seguí la dirección de su mirada hasta ver a Wade Voda.
Se hallaba de pie con el brazo alrededor de una chica de as­pecto frágil. Tendría mi edad más o menos. Era una huma­na bastante guapa de ondulados cabellos rubios y una piel de porcelana, pálida a causa de las continuas sangrías. Unos po­cos chicos habían centrado sus atenciones en ella, que no se apartaba de Wade. Éste se reía y no dejaba de tocarle el rostro y acariciarle los cabellos.
- Hoy ya ha alimentado a muchos -comenté al repa­rar en el aspecto demacrado y completamente confuso que mostraba.
Greg deslizó la mano detrás de mi cuello y me hizo vol­verme hacia él:
- No van a hacerle daño.
Nos besamos durante un buen rato antes de que alguien me diera unos toquecitos en el hombro.
-Rose...
Al alzar los ojos vi el rostro de Lissa, cuya expresión ansiosa me sobresaltó, pues no fui capaz de percibir las emociones existentes debajo de esas facciones. Había be­bido demasiada cerveza. Me bajé del regazo de Greg.
- ¿Adónde vas? -inquirió.
-Vuelvo enseguida -le respondí mientras apartaba de allí a Lissa. De pronto, deseé estar completamente so­bria-. ¿Qué ocurre?
-Ellos.
Señaló a los chicos situados junto a la proveedora con un movimiento de cabeza y cuando se volvió para mirar a uno de ellos, pude distinguir marquitas rojas recientes diseminadas por el cuello de la chica, en derredor de la cual se había formado un grupo de mordedores que la mordisqueaban por turnos y le hacían propuestas indecentes. Ella consentía, eso era obvio y manifiesto.
- No pueden hacer eso -declaró Lissa.
- Es una proveedora, nadie va a detenerlos.
Lissa alzó hacia mí sus ojos suplicantes, heridos, ultrajados y llenos de rabia.
-¿Tampoco tú?
Yo siempre había sido la agresiva, la que había cuidado de ella desde que éramos crías, y verla allí, tan preocupada e interesada en arreglar las cosas, fue más de lo que pude so­portar. Le dediqué un seco asentimiento y me dirigí hacia el grupo dando tumbos.
- ¿Tan desesperado estás por comerte una rosca que aho­ra sales con yonquis, Wade? -le pregunté.
Dejó de repasar el cuello de la muchacha con los labios y apartó de ella los ojos.
- ¿Por qué? ¿Has terminado de darte el lote con Greg y aún quieres más?
Me puse de jarras y esperé ofrecerle una imagen fiera, aunque lo cierto es que había bebido tanto que sentía algo de náuseas.
- No hay suficientes drogas en el mundo que me hagan soportable tu compañía -le solté. Mi salida despertó risas entre sus amigotes-. Pero quizás puedas apañarte con la col­gada esa que llevas contigo. Y desde luego, me parece que le has sacado ya lo bastante como para satisfacer a un glotón como tú. No creo que la necesites más.
Otros cuantos se echaron a reír.
-Eso no es de tu incumbencia -siseó él-. Ella sólo es manduca.
Únicamente había un insulto peor que llamar a una dhampir prostituta de sangre, y era referirse a un proveedor en términos de comida.
- Ésta no es una estancia de nutrición. Nadie desea verlo.
- Exacto -convino una chica mayor-. Es una vulgaridad.
Varias de sus amigas asintieron.
Wade nos fulminó a todas con la mirada, pero yo me lle­vé la más dura.
-Genial. No tenéis por qué mirar ninguna. Vamos. Agarró a la chica por el brazo y la alejó de un tirón. Ella anduvo con torpeza y le siguió a trompicones sin dejar de lloriquear por lo bajo.
- He hecho todo lo posible -me justifiqué ante Lissa. Ella me miró fijamente, aún sorprendida.
-Sólo la ha sacado de la habitación, pero le va a hacer cosas peores.
-Tampoco a mí me gusta, Liss, pero no es algo por lo que le pueda perseguir ni hacer morder el polvo -me froté la frente-. No sé, quizá podría ir y pegarle, pero ahora mis­mo me siento a punto de vomitar.
Su semblante se tornó sombrío y se mordió el labio. - No puede hacerle eso.
-Lo siento.
Regresé a la silla de Greg, sintiéndome mal por cuanto había sucedido. Me apetecía tan poco como a Lissa ver cómo el tipo se aprovechaba más de esa desdichada. Me recor­daba demasiado a los moroi que se pensaban que podían ha­cerles cualquier cosa a las chicas dhampir, pero yo no era ca­paz de ganar esa batalla, o al menos no esa noche.
Greg me había hecho girar para tener una posición más cómoda sobre mi cuello y al cabo de un rato me percaté de que Liss había desaparecido. Más que bajar, me caía de su re­gazo y miré a mi alrededor.
-¿Dónde está Lissa?
Él alargó la mano para cogerme. - Probablemente en los servicios.
No percibía sensación alguna a través del nexo, a causa del letargo producido por el alcohol. Salí al pasillo y respiré aliviada de dejar atrás la música alta y las voces. Allí reinaba un silencio absoluto, únicamente roto por un sonido de gol­pes a un par de habitaciones de mi posición. La puerta se ha­llaba entreabierta y me colé dentro.
La proveedora se acuclillaba en un rincón, aterrada, mien­tras Lissa ocupaba el centro del cuarto con los brazos cruzados y el rostro hirviendo de rabia. Fulminaba con la mirada a Wa­de, que retrocedía como en trance. Sostenía en las manos un bate de béisbol y a juzgar por el estado de la habitación ya lo ha­bía usado. Había roto estanterías, el equipo estéreo, el espejo...
- Rompe la ventana también -le instó Lissa con voz suave-. Venga, vamos, no importa.
En un trance hipnótico, él se encaminó hacia la gran ventana de vidrios tintados, se echó hacia atrás para tomar impulso y la emprendió contra el cristal mientras yo con­templaba la escena, tan boquiabierta de incredulidad que faltó poco para que se me cayera al suelo la mandíbula. Hi­zo añicos las lunas y las esquirlas de vidrio salieron volando por todas partes, dejando entrar la luz del alba, que de otro modo nunca habría penetrado en la estancia. Parpadeó cuan­do le dio de lleno en los ojos, pero no se retiró.
- Detenle, Lissa, haz que pare.
- Debería haberse frenado antes.
Apenas reconocí la expresión de su semblante. Nunca la había visto tan turbada y sin duda jamás la había visto ha­cer algo semejante. Sabía de qué iba la peli, claro, lo sabía a las mil maravillas. Coerción. Y por todo lo que sabía, falta­ban segundos para hacer que se comiera el bate.
- Por favor, Lissa, basta, no lo hagas, por favor.
Noté un torbellino de emociones en su interior a pesar del velo de confusión del alcohol. Eran tan intensas que es­tuvieron a punto de hacerme caer. Malicia. Ira. Inmisericordia. Todos esos sentimientos resultaban sorprendentes al proceder de una persona tan dulce y sensata como Lissa. La conocía desde el jardín de infancia, pero en ese momen­to apenas si la reconocía. Y me entró miedo.
- Por favor, Lissa -insistí -. No se merece eso. Ordé­nale retirarse.
Ella no me miró. Los ojos tormentosos no se apartaban de Wade, que, muy lentamente y con sumo cuidado, alzó el bate y lo agitó por encima de su cabeza.
- Lissa -le imploré. Oh, Dios. Iba a tener que hacerle un placaje o cualquier otra locura para detener a mi amiga-. No lo hagas.
-Debería haberse frenado antes -repitió con voz mo­nocorde. El bate seguía moviéndose y ahora estaba a la dis­tancia exacta para cobrar impulso y golpear-. No debería haberle hecho eso a la chica. Nadie puede tratar a otro de ese modo, ni siquiera aunque sea una proveedora.
- Pero tú la has asustado -repuse yo en voz baja-, mírala.
No pasó nada en un principio, pero luego Lissa dejó que sus ojos contemplaran a la muchacha humana, toda­vía en cuclillas junto al rincón, abrazándose el cuerpo en ademán protector. Tenía unos enormes ojos azules y la luz entrante arrancaba destellos en el mar de lágrimas de su rostro. La proveedora profirió un sollozo sofocado de pánico.
El rostro de Lissa no se inmutó, pero percibí la batalla por el control librada en su interior, pues una parte de ella no deseaba causar daño alguno a Wade, a pesar de la ira cie­ga que la llenaba. Cerró los ojos y mantuvo el gesto crispa­do. Alargó la mano derecha hacia la muñeca del otro brazo y se pellizcó, hundiendo las uñas en la carne con fuerza. El dolor le hizo soltar un respingo, pero gracias al nexo exis­tente entre nosotras pude percibir que la sorpresa causada por el daño apartaba su atención de Wade.
Ella abandonó la coerción y él dejó caer el bate. De pron­to, parecía sumamente confuso. Lancé un suspiro con todo el aire que había estado conteniendo hasta ese momento. Se oyeron pasos en el pasillo. Me había dejado la puerta abier­ta y la rotura de cristales había atraído la atención de un par de miembros de seguridad de la planta. Entraron como un torbellino en el cuarto y se quedaron helados al ver se­mejante cuadro de destrucción.
-¿Qué ha pasado aquí?
Wade parecía totalmente ido y los demás nos miramos unos a otros. Él contempló el estado del cuarto y el bate pa­ra luego miramos a Lissa y a mí.
-Yo no sé... No puedo... -centró en mí toda su aten­ción y de pronto se enfadó-. j Qué diablos! i Has sido tú! No dejaste correr el asunto de la proveedora.
Los encargados de los dormitorios me interrogaron con la mirada y tomé una decisión en cuestión de segundos.
«Debes protegerla. La cosa empeorará cuanto más use ese don. Debes detenerla, Rose. Detenla antes de que se den cuenta, antes de que lo adviertan y se la lleven también. Sá­cala de aquí».
Vi ante mí el rostro implorante de la señora Karp mientras me suplicaba frenéticamente y le dirigí una mirada altanera a Wade, sabedora de que nadie iba a cuestionar una posible con­fesión por parte mía y ni siquiera sospecharían de mi amiga.
-Sí, bueno, no habría tenido que montar este pollo si la hubieras dejado marchar -contesté.
«¡Sálvala, sálvala de sí misma!».
Nunca más he vuelto a emborracharme después de esa noche y jamás volví a bajar la guardia en presencia de Lissa. Dos días después de aquello, mientras se suponía que conti­nuaba castigada por «destrucción de la propiedad», tomé a Lissa y nos escapamos de la Academia.
Ahora, de vuelta en la habitación de Lissa, con Xander ro­deándome con un brazo y la mirada de Lissa airada y disgus­tada sobre nosotros dos, no sabía si iba a adoptar alguna deci­sión drástica otra vez, pero la situación me recordaba demasiado la de hacía dos años, y supe que debía neutralizarla a tiempo.
-Sólo un chupito de sangre -decía Xander en aquellos momentos-. No voy a sorber mucha, lo justo para saber có­mo sabe la de una dhampir. A todos los aquí presentes les trae sin cuidado.
- Déjala en paz, Xander -refunfuñó Líssa.
Me escabullí por debajo del brazo del moroi sin perder la sonrisa mientras me devanaba los sesos en busca de una réplica divertida en vez de una que degenerara en pelea. -Vamos, tuve que atizar al último que me pidió eso y tú eres mucho más mono que Jesse -repuse en tono de bro­ma-. Sería una pena...
-¿Mono? -preguntó él-. Soy abrumadoramente sexy; nada de mono.
Carly se echó a reír.
-Sí, eres monín. Todd me dijo que comprabas un fija­dor de pelo francés.
Tanto invitado ebrio riendo distrajo a Xander, que se re­volvió en defensa de su honor y se olvidó de mí. La tensión se relajó y él acabó por tomarse a bien las bromas acerca de su pelo.
Mi mirada se encontró con la de Lissa, situada al otro la­do de la estancia. Sonrió y me dirigió un leve asentimiento de gratitud antes de volver a centrar su atención en Aaron.

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