Capítulo 17


Capítulo 17

Me desperté con la mirada fija en el anodino techo blanco de la enfermería. Sobre mí se derramaba una luz, filtrada a fin de no resultar dañina para los pacientes moroi. Me sentía extraña y desorientada, pero no dolorida.
-Rose.
La voz causaba un efecto similar al de la seda sobre la piel. Era amable y profunda. Me encontré con los ojos ne­gros de Dimitri cuando ladeé la cabeza. Estaba sentado en una silla al Iado de la cama donde descansaba. Su largo pelo castaño le caía sobre los hombros y también hacia delante, encuadrándole el semblante.
- Hola -contesté con una voz similar al croar de una rana.
-¿Cómo te sientes?
-Tengo el cuerpo raro. Estoy un pelín grogui.
- La doctora Olendzki te ha suministrado un analgésico para el dolor. No tenías buen aspecto cuando te tra­jimos.
-No me acuerdo de eso... ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
- Unas pocas horas.
- Parecía resistente, tenía pinta de no ceder -empecé a recordar algunos detalles, como el banco y mi tobillo atra­pado en la madera. No logré acordarme de muchos más de­talles. Sentía calor y luego frío, y luego de nuevo calor. Con cierta indecisión probé a mover los dedos del pie sano-. No me duele nada.
Él negó con la cabeza.
- No, porque no estás herida de gravedad.
Recordé en ese momento el crujido de mi tobillo. -¿Estás seguro de eso...? Recuerdo cómo se me dobló el pie. Debería habérmelo roto -me las arreglé para incor­porarme y así poder verme el tobillo-. O al menos tener una buena torcedura.
Se incorporó para frenarme.
-Ve con cuidado. Tal vez tengas bien el tobillo, pero tú todavía estás desorientada.
Cambié de posición en la cama con sumo cuidado y me senté junto al borde. Tenía enrollado el dobladillo de los jeans. El tobillo parecía enrojecido, pero no se veían mo­ratones ni marcas serias.
- Bueno, tuve suerte. Me habría perdido unas cuantas prácticas de haberme hecho daño.
Dimitri regresó a la silla sin dejar de sonreír.
- Lo sé. No dejabas de decírmelo mientras te traía has­ta aquí. Parecías muy perturbada.
-Tú... ¿me trajiste hasta aquí?
- Una vez que rompimos el banco y te liberamos el pie.
¡Vaya! Había dejado pasar la oportunidad. El único sue­ño mejor que Dimitri llevándome en brazos era Dimitri lle­vándome en brazos sin camisa.
Luego se impuso la realidad de mi situación. - He sido derrotada por un banco -gemí.
-¿Qué?
- He sobrevivido a todo un día como escolta de Lissa y vosotros dijisteis que había hecho un buen trabajo. Luego, vuelvo aquí y me encuentro con la horma de mi zapato en forma de banco -puaj-. ¿Te haces idea de lo embarazoso que resulta? Y lo vio toda esa gente.
- No fue culpa tuya -repuso Dimitri-. El banco esta­ba podrido, nadie lo sabía. Parecía en buen estado, al menos a simple vista.
-Aun así. No debí apartarme de la vereda, como una persona normal. Voy a ser el cachondeo de los demás novi­cios cuando regrese.
Una sonrisa le curvó los labios.
-Tal vez los regalos te levanten el ánimo. Erguí la espalda.
-¿Regalos?
El gesto risueño desapareció cuando me entregó una cajita con una nota de papel.
- Es del príncipe Victor.
Leí el mensaje todavía embargada por la sorpresa de recibir un obsequio del príncipe.
Eran unas pocas líneas garabateadas a toda prisa con una pluma.
Rose:
Me alegra mucho saber que no has sufrido daños graves a causa de tu caída. Es un milagro, sin duda. Gozas de una vida excepcional y Vasilisa es muy afortunada al tener a alguien como tú.
- Es muy amable de su parte -comenté mientras abría la caja. Entonces vi el contenido-. Ahí va, qué chulo.
Era la cadena de oro con el pendiente en forma de rosa, la que Lissa había deseado comprarme, pero no podía permitir­se. Envolví la cadena alrededor de la mano y alcé la joya para que la luminosa flor de diamante pendiera libre.
- De hecho, la compró en recompensa a tu estupendo trabajo durante tu primer día como guardiana oficial. Vio cómo Lissa y tú mirabais esa pieza.
-Vaya -no era capaz de decir nada más-. No pensé que lo había hecho tan bien.
-Yo sí.
Volví a colocar la cadena dentro de su estuche con una sonrisa de oreja a oreja y lo deposité en una mesita cer­cana.
- Dijiste «regalos», ¿no? ¿Sólo hay uno?
Rompió a reír en el acto. El sonido de sus carcajadas me envolvió como una caricia. Dios, cuánto me gustaba la sonoridad de su risa.
- Éste es mío.
Me entregó una bolsita sencilla. La abrí, abrumada por la confusión y el entusiasmo. Era brillo de labios, y de mi marca. Me había quejado varias veces de lo poco que me quedaba, pero jamás pensé que me prestase atención.
-¿Cómo te las arreglaste para comprarlo? No te perdí de vista todo el tiempo que estuvimos en el centro comercial.
-Secretos de guardián.
-¿y esto a santo de qué? ¿Por mi primer día?
- No, pensé que te haría feliz, eso es todo -respondió con sencillez.
Me incliné hacia delante sin pensado dos veces y le di un abrazo.
-Gracias.
Esa reacción por mi parte le pilló desprevenido, sin du­da, a juzgar por cómo se envaró, y sí, en realidad, también a mí me tomó por sorpresa; él se relajó al cabo de unos momen­tos, pero pensé que iba a morirme cuando me rodeó con los brazos y apoyó las manos en la parte inferior de mi espalda.
- Me alegra que estés mejor -dijo. Su voz sonaba muy cerca de mí, junto a mis cabellos, encima del oído-. Cuan­do te vi caer...
- Pensaste, «vaya, menuda perdedora»...
- Eso no se me pasó por la cabeza ni por asomo.
Se echó hacia atrás levemente a fin de poder verme, pero ninguno de los dos dijo nada. Sus ojos eran dos lagunas hon­das de aguas tan negras que me entraron ganas de zambullir­me en ellos de cabeza. La continua contemplación de los mis­mos encendió en mi interior un fuego que me hizo sentirme como si fuera una caldera donde ardieran las llamas. Estiró esos alargados dedos suyos y fue trazando con ellos el contorno de mi mejilla, subiendo más y más. El primer roce de su piel so­bre la mía me hizo estremecer. Enrolló un mechón de mis cabellos en torno a su dedo, tal y como hizo en el gimnasio.
Tragué saliva y dejé de mirarle los labios. Había estado fantaseando con cómo sería besarle, una posibilidad que me excitaba y me atemorizaba a partes iguales, lo cual era una estupidez, pues había besado a un montón de chicos y jamás le había dado más importancia. No había motivo alguno pa­ra concederle tanta importancia a otro más, aun cuando fue­ra de más edad. Aun así, la posibilidad de salvar la distancia existente y poner mis labios sobre los suyos hacía que el mun­do diera vueltas a mi alrededor.
Alguien llamó con suavidad a la puerta. Me eché hacia atrás a toda prisa. Enseguida la doctora Olendzki asomó la cabeza.
- Me dio la impresión de haberte oído hablar. ¿Qué tal te encuentras?
Se adelantó y me obligó a tenderme de nuevo. Me pal­pó el tobillo y lo dobló hacia uno y otro lado para calibrar los daños antes de sacudir la cabeza y dar por terminada la ex­ploración
- Eres afortunada. Cuando te trajeron aquí armaste un alboroto tan grande que llegué a pensar que te habías am­putado el pie. Debió de ser cosa de la sorpresa -la doctora se echó hacia atrás-. Me sentiría más a gusto si mañana no realizaras entrenamiento alguno, pero por lo demás, estás en condiciones de marcharte.
Solté un suspiro de alivio. No recordaba nada sobre mi ataque de histeria y de hecho me avergonzaba bastante el ha­ber montado un numerito, pero no había andado desenca­minada sobre los problemas que podía haber tenido si me hubiera roto algo o hubiera sufrido una torcedura fuerte. No me sentía capaz de soportar nuevas dilaciones. Necesitaba pasar las pruebas y graduarme en primavera.
La doctora abandonó la habitación tras darme el alta médica. Dimitri se acercó a la otra silla, de donde tomó mis zapatos y mi abrigo para dármelos. Al mirarle, recordé lo sucedido antes de que entrara la doctora Olendzki y me en­tró un sofoco por todo el cuerpo.
Él me observó mientras deslizaba el pie dentro de uno de los zapatos.
-Tienes un ángel de la guarda.
- No creo en ángeles -le repliqué-, confío en lo que soy capaz de hacer por mí misma.
- Bueno, entonces debes de tener un cuerpo excepcio­nal -alcé los ojos y los fijé en él con una pregunta escrita en la mirada-. Excepcional en lo tocante a tu capacidad de re­cuperación, oí lo del accidente...
No especificó a cuál se refería, pero sólo podía tratarse de uno. Hablar de ello solía incomodarme, pero con él me sentía capaz de conversar sobre cualquier cosa.
-Todo el mundo dijo que no debería haber sobrevivi­do si se tenía en cuenta el choque morrocotudo y mi posi­ción dentro del coche al chocar contra el árbol -le expli­qué-. La única sentada en un lugar seguro era Lissa, pero lo cierto es que salimos por nuestro propio pie con apenas unos rasguños.
-y no crees en ángeles ni en milagros.
-No, yo...
«Es un milagro, sin duda. Gozas de una vida excep­cional...».
Y entonces, como si tal cosa, un millón de pensamien­tos se me agolparon en la cabeza. Quizá sí, tal vez tuviera un ángel de la guarda al fin y al cabo.
Dimitri se percató enseguida de que se había producido un vuelco en mi estado de ánimo.
-¿Ocurre algo?
Proyecté mi mente hacia el exterior en un intento de extender el alcance del vínculo y librarme de los efectos se­dantes de los fármacos ingeridos para controlar el dolor. Empecé a percibir más emociones de mi amiga: ansiedad, desconcierto.
-¿Dónde se encuentra Lissa? ¿Ha estado aquí?
- Ignoro su paradero ahora mismo, pero no se apartó de tu lado mientras te traía a la enfermería y luego siguió junto a la cama hasta que entró el doctor. Te calmaste en cuanto ella se sentó cerca de ti.
Cerré los ojos y me sentí desfallecer. Claro que me cal­mé, y lo hice en cuanto ella se sentó a mi lado porque ella se había encargado de mitigar el dolor. Me había curado...
... tal y como hizo la noche del accidente.
Ahora todo cobraba sentido. Había unanimidad a la ho­ra de concluir que yo no debía haber sobrevivido. De hecho, ¿quién sabía la gravedad de las heridas sufridas? Hemorra­gias internas. Huesos rotos. De todo. No importó gracias a Lissa, que lo arregló todo, tal y como se las arreglaba para curar a todos. Por eso había estado inclinada junto a mí cuan­do me desperté.
Ésa era la causa de su desmayo cuando la llevaron al hos­pital. Lissa había estado exhausta durante los días siguientes y la depresión había comenzado a partir de ese momento. Había pasado por ser la reacción normal de cualquier per­sona cuando pierde a su familia, pero ahora me preguntaba si no había algo más, si el hecho de haberme curado no ha­bía desempeñado un papel crucial en todo aquello.
Abrí la mente de nuevo al exterior con el fin de bus­carla, necesitaba localizarla. Si me había vuelto a sanar, no hacía falta decir en qué estado iba a encontrarse ahora. Sus estados de ánimo y la magia se hallaban estrechamente uni­dos y mi mejoría había sido una exhibición mágica de pri­mera categoría.
Empezaba a pasarse el efecto de los analgésicos, lo cual resultó de lo más oportuno, y me permitió colarme de tapa­dillo dentro de su mente. Me resultó hasta fácil. Me abrumó una oleada de emociones en cuanto entré. Fue peor que cuando me veía agobiada por sus pesadillas. Jamás había percibido una alteración tan enorme.
Liss permanecía sentada en el ático de la capilla. Esta­ba llorando, pero no tenía del todo claro el motivo de esas lágrimas. Se sentía feliz y aliviada de haber sido capaz de cu­rarme y de que hubiera salido ilesa del percance, pero al mis­mo tiempo se sentía débil de cuerpo y espíritu. Ardía por dentro, como si hubiera perdido una parte de su propio ser. Además, había usado sus poderes para curarme y le preo­cupaba que pudiera enfadarme con ella. También temía el vía crucis de un nuevo día de fingir agrado ante la compañía de unas personas sin más intereses que derrochar el dinero de sus familias y burlarse de quienes eran menos guapos y populares que ellos. No le apetecía lo más mínimo asistir al baile en compañía de Aaron ni ver cómo la miraba con ojos de cordero degollado, adorándola, ni sentir el toque de sus manos, pues ella únicamente albergaba sentimientos de amis­tad hacia él.
Todas esas preocupaciones entraban dentro de lo habi­tual, pero hacían mella en su ánimo con mayor intensidad de lo que a mi entender cabía esperar en una persona normal. Ella no podía sortear esos obstáculos ni tampoco imaginar una solución.
- ¿Estás bien?
Alzó los ojos y se apartó el pelo, pegado a las mejillas hu­medecidas por el llanto. Christian se hallaba en la entrada del ático. Liss ni siquiera le había oído subir las escaleras, pues estaba demasiado ensimismada en su propio pesar. Un chis­porroteo de ira y anhelo brotó en su interior.
- De maravilla -le respondió con brusquedad.
Lissa aspiró ruidosamente e intentó contener las lá­grimas, impulsada por su deseo de no mostrarle su vulnera­bilidad.
Él se reclinó contra la pared, se cruzó de brazos y adoptó una expresión inescrutable.
-¿Quieres... quieres hablar?
-Oh, ¿ahora...? -soltó una carcajada áspera-. ¿Ahora deseas hablar tú? Con la de veces que lo he intentado...
- No ha sido cosa mía, sino de Rose...
Él enmudeció y yo di un respigo. Estaba pillada y bien pillada. Liss se incorporó y caminó hacia él dando grandes zancadas.
-¿Qué pasa con Rose?
- Nada - Christian recompuso el rostro y el semblante volvió a ser una máscara de indiferencia-. Olvídalo.
-¿Qué pasa con Rose? -se acercó todavía más. Lissa aún se sentía muy atraída por él a pesar de toda su rabia. En­tonces lo comprendió todo-. Fue cosa suya, ¿verdad? ¿Te dijo que no me dirigieras la palabra?
Christian siguió observándola con esa mirada suya tan glacial.
- Probablemente fue lo mejor. Yo sólo habría contri­buido a enredar más tus asuntos y no ocuparías la posición actual.
- ¿y qué he de entender por eso?
- ¿Qué crees tú? Dios, ahora la gente vive o muere según tu dictado, alteza.
-Te estás poniendo un poquito melodramático.
- ¿Ah, sí? Escucho a todas horas del día hablar de lo que haces, de lo que piensas y de tu ropa. Hablan de si vas a aprobar esto o lo otro, de quién te gusta o a quién odias. Son tus títeres.
- Eso no es así. Además, debía hacerlo, Mia debía pagar por ello.
Él puso los ojos en blanco y desvió la mirada de mi amiga. - Pero si ni siquiera sabes qué le estás haciendo pagar.
- Ella urdió las mentiras que Jesse y Ralf contaron sobre Rose -Liss estaba que echaba chispas-. No podía de­jar que la quitaran de en medio con eso.
- Rose es dura. Habría sobrevivido a esas habladurías.
- No la viste -repuso con obstinación-. Estaba llorando.
-¿Y…? La gente llora. Tú estabas llorando hace unos instantes.
- Rose no.
Christian se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios. -Jamás he visto a nadie como vosotras dos, siempre preocupadas la una por la otra. A ella le pillo el punto, debe de ser algún resto raro de su adiestramiento como guardiana, pero es que tú eres igual.
- Ella es mi amiga.
- Es así de simple, supongo. No sabría decir... –suspiró pensativo durante unos instantes, y luego recuperó el habi­tual tono sarcástico-. De todos modos, hablemos de Mia. Aunque le estés haciendo expiar lo que le hizo a Rose, sigues sin ver lo importante: ¿por qué lo hizo?
Lissa frunció el ceño.
- Mia tenía celos de Aaron y de mí.
- Es algo más que eso, princesa. ¿De qué iba a tenerte celos? Ella ya estaba con Aaron y no necesitaba atacarte pa­ra conseguir ese objetivo. Le bastaba montar un numerito para hacer ostentación de que le tenía en el bote, algo pa­recido a lo que ahora haces tú -añadió con sequedad.
-Vale, entonces, ¿qué otra razón puede haber? ¿Por qué deseaba arruinarme la vida? Jamás le he hecho nada, antes de esto, claro.
Él se inclinó hacia delante y sus ojos de azul cristalino se clavaron en los de Liss.
-Tienes razón. Tú no le has hecho nada, pero tu herma­no si lo hizo.
Liss se apartó de él.
- No sabes nada acerca de mi hermano.
- La puteó bien a conciencia.
-Calla, deja de mentir.
- No es mentira. Lo juro por Dios o por lo que tú quieras creer. Antes, cuando era una estudiante de primer año, hablaba con ella de vez en cuando. No era muy popular, pe­ro lista como el hambre, y aún lo es. Empezó a meterse en un montón de grupos de trabajo con los de sangre real, como danza y cosas de ésas. No me sé toda la película, pero debió de conocer a tu hermano en uno de esos comités, y empeza­ron a tener una medio relación.
- No salieron juntos. Yo lo habría sabido. André me lo habría dicho.
- No, no se lo dijo a nadie. No mencionó el asunto y la convenció para que fuera una especie de secreto románti­co, cuando en realidad no quería que ninguno de sus amigos se enterase de que se lo estaba montando con una plebeya de primer curso.
-Si Mia te ha contado eso, se lo está inventando -le atajó Lissa.
-Ya, bueno, no creo que estuviera exagerando mucho cuando la encontré llorando. Tu hermano se cansó de ella al cabo de unas semanas y le dio la patada. Ella era dema­siado joven y él tampoco podía ir muy en serio con alguien que no era de buena familia, eso le dijo. No se mostró muy amable con Mia, o eso me pareció entrever. Ni siquiera se molestó en soltarle el rollo ese de «vamos a ser buenos amigos».
Lissa acercó su rostro al de Christian.
- ¡Tú ni siquiera conoces a André! Era incapaz de hacer algo semejante.

- Quien no le conocía eres tú. Era un tío muy guay con su hermanita, y te quería un montón, de eso estoy seguro, pero en el colegio, con sus amigotes, era un cretino de pri­mera categoría, como el resto de los aristócratas. Yo le vi porque lo veo todo, está chupado cuando nadie se fija en ti.
Mi amiga contuvo un sollozo, dubitativa sobre si creer­le o no.
- Entonces, ¿por eso me odia Mia?
-Si. Te aborrece por lo de André, por eso y por lo insegura que se siente alrededor de todos los aristócratas. De ahí los esfuerzos de Mia por subir peldaños en la escala so­cial y hacerse amiga de ellos.
»El hecho de que acabara con tu ex novio tiene pinta de ser una coincidencia, pero la cosa ha empeorado desde vuestro regreso. Tú le arrebatas al novio y Rose difunde esas historias sobre sus padres, chicas, habéis elegido la me­jor forma de hacerle sufrir. Buen trabajo.
Una mínima punzada de culpabilidad se agitó en el in­terior de Líss.
-Sigo pensando que mientes.
-Soy muchas cosas, pero no un embustero. Ésa es tu especialidad, y la de Rose.
- Nosotras no...
-¿No habéis exagerado ciertas historias sobre la familia de la gente? ¿Tampoco ha dicho ella que me odiabas? ¿No habéis fingido ser amigas de personas a las que consideráis imbéciles? ¿No sales con un tipo que no te gusta?
- Él me gusta.
-¿Te gusta o te pone?

- Ah, pero ¿hay alguna diferencia?

-Sí. Te gusta es cuando te citas con un grandullón rubio y tarado y te ríes de sus chistes estúpidos.
Entonces, de súbito, se inclinó hacia delante y la besó.
Toda la rabia, la pasión y la vehemencia contenidas por Christian en su interior estallaron en ese beso ardiente, precipitado y furioso. Jamás habían besado a Liss de ese modo y yo percibí su respuesta: reaccionó ante él, que la hizo sentir mucho más viva de lo que Aaron y nadie más había podido conseguir.
Christian dejó de besarla, pero mantuvo el semblante cerca del de Lissa.
- Cuando alguien te pone, es esto lo que se siente.
El corazón de Liss latía desbocado a causa de la ira y el deseo.
-Tú no me gustas ni en uno ni en otro sentido, y creo que tanto tú como Mia mentís sobre mi hermano. Aaron jamás se inventaría nada por el estilo.
- Eso tiene un motivo: Aaron no es capaz de pronunciar frases que requieran palabras de más de una sílaba.
Ella se retiró.
-¡Largo! ¡Aléjate de mí!
- No puedes echarme de aquí -él miró en derredor con gesto cómico-. El contrato de arrendamiento de este sitio está a nombre de los dos.
-¡Largo, fuera! -aulló ella-. ¡Te odio!
Le hizo una reverencia.
- Como desee su alteza.
Él abandonó el ático tras lanzar una última mirada y Lissa cayó de rodillas sin contener ya las lágrimas que ha­bía estado reprimiendo delante de él. Muchas cosas la he­rían sin que yo apenas lograra hilvanarlas con alguna cohe­rencia. Sólo Dios sabía cómo me alteraban ciertas cosas, como el incidente de Jesse, pero no me afectaba igual que a Liss. Las historias sobre André, el odio de Mia, el beso de Christian, el esfuerzo hecho para curarme, todo eso le mar­tilleaba las sientes y giraba en su interior como un remo­lino. Así era como se percibía una verdadera depresión, comprendí; así se sentía la locura.
Doblegada, se sumió en su propio dolor y tomó la úni­ca decisión posible, la única vía a través de la cual podía canalizar aquel borbotón de emociones. Abrió el bolso y en­contró en su interior una minúscula cuchilla que siempre llevaba en él...
Percibí cómo mi amiga, enferma e incapaz de dominar­se, practicaba unos cortes perfectos y uniformes en su brazo izquierdo para luego contemplar cómo la sangre corría por su piel blanca. Evitó las venas, como de costumbre, pero es­ta vez las incisiones fueron más profundas. Los tajos dolían de forma considerable, sin embargo, con ese comportamien­to, ella era capaz de concentrarse en el daño físico y distraerse del desconsuelo moral, y de ese modo sentía que conservaba el control de la situación.
Los gotones de sangre se estrellaron contra el suelo cu­bierto de polvo y la cabeza empezó a darle vueltas. La visión de su propia sangre la intrigó. Se había pasado toda su vida obteniendo sangre de otros -de mí, de las proveedoras-, y ahora la dejaba escapar. Con una risilla nerviosa, decidió que era de lo más divertido. Quizá devolviera todo cuanto había quitado si la dejaba salir por completo, pero también era po­sible que estuviera desperdiciando la sagrada sangre de los Dragomir con la cual todos estaban tan obsesionados.
Hice un intento de regresar a mi mente lo más deprisa posible y no fui capaz de salir de la de Liss, cuyas emociones eran tan intensas y potentes que me habían atrapado, pero debía escapar, lo sabía hasta la última fibra de mi ser. Debía detenerla. Estaba demasiado desfallecida después de haber­me curado para debilitarse aún más con una sangría. Era el momento de avisar a alguien.
Conseguí zafarme al fin y me encontré de vuelta a la en­fermería, donde Dimitri me sujetaba con las manos y me sa­cudía con suavidad mientras pronunciaba mi nombre una y otra vez en un intento de captar mi atención. La doctora 0lendzki permanecía de pie junto a él con un rostro de som­bría preocupación.
Miré fijamente a Dimitri. Vi su enorme preocupación y cuánto me cuidaba. Christian me había aconsejado que reca­bara ayuda, que acudiera a alguien en quien yo confiara para ayudarla. Había pasado por alto el consejo porque no me fia­ba de nadie, salvo de ella, pero ahora, mirándole, obtuve una percepción nítida de cuánto compartíamos y supe que con­fiaba en alguien más.
La voz pareció fallarme cuando hablé: -Sé dónde está Lissa. Debemos ayudarla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te ha gustado, hazmelo saber, y de esta manera subire más rápido las continuaciones!