capitulo 10


Capítulo 10

-¿Puede repetírmelo, señor Nagy? Lissa y Rose no paran de pasarse notitas y no logro concentrarme.
Mia intentaba distraer la atención del profesor para elu­dir el hecho de que ignoraba la respuesta a la pregunta, y de paso nos estropeaba lo que de otro modo habría sido un día prometedor, pues apenas se comentaba el incidente del zorro: ahora todo el mundo quería hablar del ataque sufrido por Ralf a manos de Christian, a quien yo todavía no había perdonado por lo del zorro. Estaba lo bastante chalado para haberlo he­cho como loca muestra de afecto hacia Lissa, de eso no me cabía duda, pero cualesquiera que fueran sus motivos, había dejado de centrar su interés en ella, tal y como había dicho.
El señor Nagy, un profesor legendario por su capaci­dad para humillar a los alumnos mientras leía las notas en voz alta, se nos vino encima con la velocidad de un misil y se apoderó de la nota al vuelo. Toda la clase se preparó con en­tusiasmo para una lectura completa. Sofoqué un gemido e hice cuanto estuvo en mi mano para ofrecer el aspecto más inexpresivo y despreocupado posible. Junto a mí, Lissa tenía pinta de quererse morir.
-Vaya, vaya -empezó mientras examinaba la nota-, Me conformaría con que muchos alumnos escribieran tanto en algunos trabajos. Disculpen si cometo algún error de lec­tura, pero una de ustedes tiene una letra considerablemente peor que la otra -carraspeó para aclararse la garganta-. «Anoche vi a J », comienza la de peor caligrafía. La respues­ta es: « ¿Y qué pasó?». La pregunta va enfatizada nada menos que con cinco interrogantes. Es comprensible. A veces, uno solo no sirve para hacerse entender, ¿a que sí? -la clase se echó a reír. Mia me dedicó una sonrisa envenenada, y la per­cibí-, La primera redactora responde: «¿Tú qué crees? Nos dimos un buen repaso en una sala vacía».
El señor Nagy alzó la vista al oír algunas risitas en clase.
Su acento británico le añadía a todo un punto de hilaridad.
- ¿Puedo asumir por esa reacción que el uso del térmi­no «repaso» tiene en el inglés más reciente una acepción más... digamos carnal y subida de tono que la menos lasciva que yo aprendí de joven?
Se sucedieron nuevas risas disimuladas, por lo que le eché narices y me erguí para contestar. -Sí, señor. Así es, señor Nagy.
Media clase rompió a reír a mandíbula batiente.
- Le agradezco mucho la confirmación, señorita Hatha­way. ¿Por dónde iba... ? Ah, sí, la otra escritora contesta: «¿ Y qué tal?». La réplica es: «Bien», una respuesta remarcada con el dibujo de una carita sonriente, Bien, supongo que eso es un elogio para el misterioso J, ¿verdad? «Bueno, ¿y hasta dónde llegasteis?». Esto no irá a sobrepasar los límites de una película para todos los públicos, ¿verdad, señoritas? «No muy lejos, nos pillaron». Y al lado figura otro dibujito, esta vez es el de un rostro entristecido que refuerza la adversidad de la situación. «¿Qué pasó?». «Apareció Dimitri. Echó a Jesse y me montó un pollo».
La clase concluyó justo cuando al fin se supo el nombre de los involucrados y el profesor Nagy pronunció «pollo». -Vaya, señor Zeklos, ¿es usted el anteriormente men­cionado J, el que se había ganado una cara sonriente por par­te de la pésima calígrafa?
Jesse se puso rojo como un tomate, aunque no parecía del todo descontento de que sus gestas se dieran a conocer delante de sus amigos. Había guardado el secreto de lo su­cedido, incluyendo nuestra conversación sobre la sangre, has­ta ese momento. ¿La causa? Yo sospechaba una amenaza de órdago por parte de Dimitri.
- Bueno, aunque yo celebro la desgracia ajena tanto como el profesor de la próxima clase, cuyo tiempo estamos malgas­tando de tan mala manera, permítame recordar a sus amigos para el futuro que mi clase no es una sala de conversación -lanzó con desdén el papel sobre el pupitre de Lissa-. Seño­rita Hathaway... Ha acumulado usted todos los castigos habi­dos y por haber, por lo cual no veo espacio ni manera de impo­nerle otro más. Empero, usted, señorita Dragomir, va a llevarse dos sanciones en vez de una: la suya y la de su amiga. Tenga la bondad de quedarse aquí cuando suene el timbre, por favor.
Jesse me buscó después de clase. Estaba intranquilo a juzgar por el semblante.
- Esto, oye, mira... Es sobre lo de esa nota... No he tenido nada que ver con eso, y tú lo sabes, pero si Belikov se entera... Tú se lo dirás, ¿verdad? O sea, le explicarás que yo no he... -Que sí, que sí -le atajé-. No te preocupes, estás a salvo.
Lissa le contempló alejarse de la habitación sin apartar­se de mi lado. Al pensar en la facilidad con la que Dimitri se lo había sacado de encima y en su aparente cobardía, no pu­de evitar un comentario.
-¿Sabes...? De pronto, Jesse ya no me parece tan sexy como antes.
Ella respondió con una carcajada.
- Más valdrá que te vayas. He de limpiar unos pupitres. La dejé allí y me fui derechita a mi dormitorio. Mientras iba de camino me topé con un buen número de estudiantes agrupados en corrillos fuera del edificio. Los miré con me­lancolía, deseando disponer de libertad para mezclarme con ellos.
- No, es cierto -oí decir a una voz con seguridad, la de Camille Conta, una chica guapa y muy popular, pertene­ciente a una de las familias más prestigiosas del clan Con­ta. Antes de la fuga, ella y Lissa habían estado en términos bastante cordiales, aunque también algo incómodos, como dos fuerzas poderosas que no se pierden de vista la una a la otra-. Limpian inodoros o algo así.
-Oh, Dios mío -dijo su amiga-o Me moriría si yo fuera Mia.
Sonreí. Al parecer, Jesse había empezado a hacer circu­lar la historia que le conté la última noche. Por desgracia, mi sensación de victoria se hizo trocitos cuando espié la con­versación de otro conciliábulo.
- ... y tengo entendido que seguía con vida. Ahí estaba, retorciéndose en su cama.
-Qué vulgaridad. ¿Por qué iban a dejarlo ahí?
- No lo sé. Y para empezar, ¿por qué matarlo?
-¿Crees que Ralf tenía razón? Que ella y Rose lo hicieron sólo para humilla...
Se callaron en cuanto me vieron.
Puse cara de malas pulgas y doblé la esquina con anda­res furtivos. «Seguía con vida. Seguía con vida».
No había permitido a Lissa mencionar las similitudes existentes entre lo del zorro y lo sucedido hacía dos años en el bosque. No quería creer que ambos hechos estuvie­ran conectados, y tenía la impresión de que a ella le pasaba lo mismo.
Pero yo no había sido capaz de dejar de darle vueltas al asunto, y no sólo porque ponía los vellos de punta, sino por­que de veras me recordaba lo que acababa de suceder en la habitación de Lissa.
Un día nos saltamos la última clase y nos piramos por la noche al bosque cercano al campus. Le había cambiado a Abby Badica un par de estupendas sandalias punteadas con diamantes de imitación por una botella de aguardiente de melocotón. Una medida a la desesperada, sin duda, pero en Montana uno hace lo que sea necesario. Lissa había sacudido la cabeza en señal de desaprobación cuando le sugerí hacer novillos para darle unos tientos al frasco, pero luego acabó por venir, como de costumbre.
Cerca de un cenagal de aguas verdosas encontramos un viejo leño donde sentarnos. La media luna proyectaba una tenue luz plateada, pero bastaba y sobraba para la visión de vampiros y semivampiros. La interrogué a conciencia sobre Aaron una vez que le hubimos dado una alegría a la botella. Acabó admitiendo a regañadientes que se había acostado con él el fin de semana anterior. Tuve un ataque de celos al saber que lo había hecho antes que yo.
- Bueno, ¿y cómo es?
Se encogió de hombros y bebió otro sorbo. - No sé, no se parece a nada.
- No se parece a nada, ¿y qué significa eso? ¿La Tierra no se sale de su órbita ni los planetas se alinean, o qué? - No -repuso, sofocando una risa-, claro que no.
No le pillaba yo el punto a la razón por la cual eso era tan divertido, pero podía asegurar cuán poco dispuesta es­taba a largar sobre el tema en cuestión. El vínculo entre no­sotras se estaba formando en esa época y sus emociones se filtraban en mi interior de vez en cuando. Alcé la botella pa­ra contemplarla a placer.
- No parece hacer mucho efecto este matarratas.
- Apenas tiene alcohol, y por eso...
El roce provocado por algo al moverse entre la maleza sonó muy cerca. Me levanté como movida por un resorte y me interpuse entre ella y el sonido.
- Ha de ser algún animal -aventuró ella tras un minuto de silencio.
Tampoco eso descartaba el peligro. Los guardias de la escuela mantenían lejos a los strigoi, pero los animales salvajes, tales como osos y pumas, solían vagabundear por los aledaños del campus y también suponían una amenaza. -Venga, volvamos -le insté.
De nuevo oímos los ruidos delatores de movimiento cuando apenas habíamos avanzado unos metros. Alguien se interpuso en nuestro camino.
- Señoritas.
Era la señora Karp.
Nos quedamos heladas, y todo lo rápida que había re­accionado junto al pantano lo tuve de lenta a la hora de esconder de su vista la botella y ponerla a mi espalda.
Una media sonrisa recorrió su rostro mientras alargaba la mano.
-¿Creían que nadie iba a darse cuenta de su ausencia por el hecho de que hubiera faltado media clase? -pregun­tó ella poco después.
-¿Media clase?
-Varios de ustedes han escogido el día de hoy para ausentarse. Debe de ser el buen tiempo, la fiebre primaveral.
Lissa y yo caminamos arrastrando los pies detrás de ella.
Jamás me había sentido cómoda en presencia de la señora Karp desde aquella vez que me curó las manos. Ese compor­tamiento suyo tan raro y paranoico le había conferido a mis ojos una nueva cualidad, me resultaba más extraña que an­tes, atemorizadora incluso, y en los últimos tiempos era in­capaz de verla sin mirarle las marcas de la frente. Su densa melena pelirroja solía cubrirlas, pero eso no ocurría siempre. A veces había marcas nuevas, y en otras ocasiones las anti­guas habían desaparecido.
A nuestra derecha se escuchó la vibración de un extraño revoloteo. Nos detuvimos las tres.
- Uno de vuestros compañeros de clase, supongo -mur­muró la profesora mientras se volvía hacia el sonido.
Pero cuando llegamos al lugar, hallamos tumbado sobre el suelo un enorme pájaro negro. Ni las aves ni el resto de los animales me llaman mucho la atención, pero incluso yo me vi obligada a admirar las plumas lustrosas y aquel pico puntia­gudo capaz de sacarle los ojos a alguien en menos de treinta segundos ... si hubiera estado vivo, claro. El pájaro se quedó inmóvil tras un último estertor.
- Qué es? ¿Una corneja? -pregunté.
- Demasiado grande -contestó la señora Karp-. Es un cuervo.
-¿Está muerto? -preguntó Lissa. Le eché una mirada.
- Ah, ya lo creo, muerto del todo. No lo toques.
- Probablemente, lo habrá matado otra ave -apuntó la profesora-. A veces, pelean por el territorio y sus recursos.
Lissa se arrodilló con la compasión cincelada en el sem­blante. No me sorprendió, pues siempre había tenido una querencia manifiesta por los bichos. Me había echado un sermón de varios días después de que provocara una lucha entre un hámster y un cangrejo ermitaño. Yo consideraba el enfrentamiento como una forma de probar a dos enemigos poderosos y ella consideraba aquello como un acto de cruel­dad con los animales.
Alargó la mano hacia el cuervo con el rostro transfi­gurado.
-¡Liss! -exclamé con horror-. Seguro que te pega alguna enfermedad.
Lissa hizo como si no me hubiera oído y siguió movien­do las manos hasta acariciar las alas del córvido con los dedos. La señora Karp se quedó de pie, inmóvil como una estatua, aunque parecía un espectro con ese rostro suyo tan pálido.
-Liss -repetí mientras hacía ademán de acercarme a ella para apartarla del ave.
De pronto, me traspasó la mente una extraña sensación: una dulzura repleta de gozo y de vida. Fue tan intensa que me detuve donde estaba.
Y entonces el cuervo se movió.
Lissa profirió un gritito y retiró la mano enseguida. Las dos nos quedamos mirándolo con ojos redondos como platos.
El ave se removió e intentó ponerse en pie; no cejó en su empeño hasta logrado. Entonces, se volvió hacia nosotras y fijó en Lissa una mirada demasiado inteligente para tratar­se de un pájaro. El cuervo y Lissa se contemplaron fijamen­te, mas yo no fui capaz de identificar la reacción de mi ami­ga a través del vínculo. El ave apartó la vista al cabo de un buen rato, movió las alas y emprendió el vuelo. Cada poten­te aleteo le llevó más y más lejos.
Cuando se apagó el batir de alas, sólo quedó el susurro del viento en las hojas de los árboles.
- Dios santo -jadeó Lissa-. ¿Qué ha pasado?
- Que me zurzan si lo sé -repliqué mientras intentaba esconder un pánico atroz.
La profesora dio una zancada y aferró a Lissa por la mano con el fin de que se diera la vuelta. Se contemplaron la una a la otra. Yo me planté junto a ellas en un pispás, lis­ta para entrar en acción por si «Chiflada» Karp intenta­ba la menor tontería, aunque me daba yuyu derribar a una profe.
-Aquí no ha pasado nada -espetó la señora Karp con voz tensa y un brillo alocado en los ojos-. ¿Me oyes? Nada de nada. Y tú no puedes contarle a nadie, pero a nadie, lo que has visto -me ordenó-. Prometédmelo las dos. Jurad­me que ni siquiera vais a mencionar el tema.
Lissa y yo intercambiamos una mirada de incomodidad. -Vale -contestó ella con voz quebrada.
La profesora relajó un tanto la presión en torno a su mano.
- Y no vuelvas a hacerla jamás. Acabarán por enterarse si lo haces de nuevo, y entonces te encontrarán -se volvió hacia mí-. No le dejes hacerlo otra vez. Nunca jamás.
Alguien pronunció mi nombre en el patio antes de llegar al dormitorio.
-¿Rose? Te he llamado como cien veces.
Me olvidé del pajarraco y de la señora Karp para alzar la vista y ver a Mason. Al parecer, mientras yo estaba en Babia, había echado a andar al verme pasar de camino a mi cuarto. - Lo siento -mascullé-. Estaba en blanco. El cansancio, ya sabes.
-¿Qué? … ¿Demasiada alegría la última noche?
Entorné los ojos al mirarle.
- Nada que no sea capaz de controlar.
-Supongo -se rió, pero no tenía pinta de estar dema­siado contento-. Da la impresión de que Jesse no fue capaz de manejar la situación.
- Lo hizo bien.
-Si tú lo dices... Personalmente, creo que tienes mal gusto.
Me paré en seco.
- Y a mí me parece que no es de tu incumbencia. Se cabreó y miró hacia otro lado.
- Ahora ya es asunto de toda la clase.
- Para el carro. No era ésa mi intención.
-Se habría sabido de todos modos. Jesse es un bocazas.
- No lo habría dicho en la vida.
-Como tú digas -replicó Mason-. Como es tan guapo y viene de una buena familia...
- Deja de hacer el memo -le corté-. Es más, ¿a ti qué más te da? ¿Tienes celos de que no lo haga contigo?
Si estaba rojo, se puso todavía más, hasta la raíz de los cabellos.
- No me ha gustado oír a la gente hablar pestes de ti, eso es todo, nada más. Circulan por ahí un montón de chis­tes verdes. Te llaman zorrita.
- Me da igual cómo me llamen.
- Ah, sí. Tú eres dura de verdad. No necesitas a nadie.
Me detuve.
- En efecto. Soy una de las mejores novicias en este pu­to lugar. No necesito que un caballero gallardo salga en mi defensa. No me trates como si fuera una cría desvalida.
Di media vuelta y seguí andando, pero él me dio alcan­ce con relativa facilidad. Desventajas de no medir más de metro setenta.
- Mira, no quería mosquearte. Estaba preocupado por ti, eso es todo -solté una áspera risotada-. Hablo en serio, espera... -empezó-, he hecho algo por ti, más o menos. La noche pasada fui a la biblioteca e intenté encontrar algo sobre San VIadimir.
Me detuve otra vez. -¿Lo hiciste?
-Sí, pero apenas había datos sobre Anna. Todos los libros tocaban el tema por encima y se limitaban a decir que el santo curaba a la gente y los traía de más allá de la muerte.
Pues habían puesto el dedo en la llaga, al menos en eso último.
-¿No había nada... más? -balbuceé.
- No -enfatizó la respuesta con la cabeza-. Probablemente vayas a necesitar alguna fuente primaria, pero aquí no tenemos ninguna.
-¿Una fuente qué...?
Hizo un gesto de mofa y luego una sonrisa le recorrió el semblante.
- Pero ¿es que no sabes hacer otra cosa en el aula que pa­sar notas? Lo estuvieron explicando el otro día en la clase del profesor Andrews. Las fuentes primarias son libros coetáneos, escritos en la época objeto de estudio. Las secundarias son los libros escritos por estudiosos de nuestros días. Es más fácil obtener más y mejor información si lees libros escritos por el sujeto en cuestión o algún conocido suyo.
- Eh, vale. ¿Acaso te has convertido en un pitagorín? Mason me propinó un débil puñetazo en el hombro.
- Presto atención a la explicación del profesor, nada más. Eres una inconsciente al perderte tantas cosas -esbozó una sonrisa nerviosa-. Mira, lamento de veras lo que he dicho, yo sólo...
Entonces me di cuenta de que su reacción era cosa de los celos. Se lo leí en los ojos. ¿Cómo no había caído an­tes? Estaba loco por mí. Debía ser cierto eso de que era una inconsciente.
- Está bien, Mason. Olvídalo -le sonreí-. Y gracias por buscarme esos datos.
Él me devolvió la sonrisa. Después, me metí en mi cuar­to, triste por no corresponder a sus sentimientos.

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