capitulo 13


Capítulo 13

Las repercusiones de las mentiras de Jesse y de Ralf fueron tan espantosas como me temía. El único modo de sobrevi­vir partía de ponerse anteojeras e ignorar todo y a todos. Eso me mantuvo más o menos cuerda, pero resultaba abomina­ble. Me sentía llorosa todo el rato, perdí el apetito y no dormía nada bien.
Aun así, por muy mal que me fuera, no me preocupa­ba por mí y sí por Lissa, que seguía erre que erre con su pro­mesa de cambiar las cosas. Todo sucedió muy despacio en un primer momento, pero luego, poco a poco, vi cómo un par de integrantes de la clase regia se sumaba a ella en el al­muerzo o en clase, y la saludaban. Ella les devolvía una son­risa deslumbrante, les reía las gracias y les hablaba como si todos fueran amigos íntimos.
Al principio, no comprendía cómo podía salirle bien.
Ella me había dicho que pensaba utilizar la coerción para ganarse a los aristócratas y vo1verlos contra Mia, pero yo no veía que eso estuviera sucediendo, aunque, por supuesto, ella siempre podía meterse a la gente en el bolsillo sin necesi­dad de ninguna otra coerción. Después de todo, era divertida, lista y bonita, Lissa le caía bien a todo el mundo. Sin embargo, algo me decía que no estaba haciendo amigos a la vieja usanza, y acabé por descubrirlo.
Ella solía usar la coerción cuando yo no andaba cerca.
Sólo la veía durante una pequeña parte del día, y Lissa úni­camente hacía uso de su poder durante mi ausencia en cuan­to supo que yo no aprobaba su actuación.
Supe cuál debía ser mi comportamiento tras unos pocos días de uso secreto de la coerción. Era preciso que me colara de rondón en su cabeza, con premeditación y no por casuali­dad. Lo había hecho antes y podía hacerlo de nuevo.
O eso fue al menos lo que me dije un día cuando me apoltroné en clase de Stan, pero no resultó una tarea tan sen­cilla como había previsto, en parte porque estaba demasia­do nerviosa como para tranquilizarme y abrirme a sus pen­samientos y en parte porque había elegido un momento en el cual ella se hallaba en calma relativa. Era más accesible cuando se le disparaban las emociones.
Pese a todo, intenté repetir cada paso de la otra vez, cuan­do la espié mientras se reunía con Christian: la meditación, la respiración sosegada y los ojos cerrados. No me resulta­ba tan fácil concentrarme como cuando estaba tranquila, pe­ro por fin logré efectuar la transición: me deslicé dentro de su cabeza y sentí su mundo como si fuera mío. Lissa se ha­llaba en clase de Literatura norteamericana, durante el tiem­po destinado al trabajo en solitario, aunque no daba un pa­lo al agua, como muchos de los estudiantes. Ella y Camille Conta permanecían con la espalda apoyada en la pared del rincón más lejano de clase, hablando entre cuchicheos.
- Es vulgar -afirmó Camille con resolución. La cris­pación del gesto le afeaba el rostro. Vestía un vestido de tela similar a la seda, lo bastante corto para mostrar sus largas pier­nas y que tal vez habría llamado la atención de los amigos del decoro-. Si vosotras os dedicasteis a hacerlo, no me sorpren­de que se volviera una adicta y luego repitiera con Jesse.
- Ella no lo hizo con Jesse -insistió Lissa-, y tampo­co es que hubiera sexo entre nosotras. No disponíamos de ningún proveedor, eso es todo - Lissa concentró toda su aten­ción en Camille y le sonrió-. No fue nada de nada. La gen­te está exagerando - Camille parecía albergar serias dudas sobre ese último punto, y de pronto, cuando más miraba a Lis­sa, más se le extraviaba la mirada. Al final, pareció quedarse en b1anco-. ¿Verdad que no fue nada? -preguntó Lissa con voz sedosa-. No fue nada de nada.
Su interlocutora volvió a fruncir el ceño e intentó sacudir­se de encima la coerción. El hecho de que hubiera llegado tan lejos ya me parecía increíble. Tal y como había dicho Christian, nunca se había oído hablar de que alguien hubiera aplicado ese don sobre un moroi.
-Sí -contestó lentamente Camille, que había perdido la batalla a pesar de su gran fuerza de vo1untad-. En reali­dad, es una tontería.

-Y Jesse está mintiendo. Ella asintió.
- Miente, sin duda.
Una crispación mental parecía rebullir en el interior de Lissa cuando sostuvo la coerción. Requería un gran esfuerzo, pero daba la impresión de que aún no había terminado.
- ¿Qué vais a hacer esta noche?
- Carly y yo vamos a estudiar para el examen de mates en su cuarto.
-Invítame.
Camille se lo pensó unos segundos.
- Eh, ¿quieres venir a estudiar con nosotras?
- Por supuesto -contestó Lissa, sonriéndole.
Camille le devolvió la sonrisa.
Lissa abandonó la coerción. Le dio un vahído casi de inmediato y se sintió muy débil. Camille miró a su alre­dedor, momentáneamente sorprendida, y luego movió la cabeza para sacudirse la sensación de estupor.
-Vale, pues te veo después de cenar.
-Allí nos vemos -murmuró Lissa mientras la veía alejarse.
Cuando Camille se hubo marchado, Lissa levantó los brazos para recogerse el pelo en una cola de caballo. No consiguió siquiera sostener el peso de los cabellos y de pronto un par de manos le sujetaron los dedos y le ayuda­ron a rematar el trabajo. Se dio la vuelta y miró fijamente los ojos azules como el hielo de Christian. Ella se retiró de su lado.
-¡No hagas eso! -exclamó, temblorosa en cuanto se dio cuenta de que él la había tocado.
Él le dedicó unas de esas sonrisas ligeramente esqui­nadas y se echó hacia atrás unos mechones de su revuelto cabello moreno, apartándolo del semblante.
-¿Me lo pides o me lo ordenas?
-Cállate.
Ella miró en derredor, tanto para eludirle como para cerciorarse de que nadie los veía juntos.
-¿Qué sucede? ¿Te preocupa lo que piensen tus esclavos si te ven hablando conmigo?
-Son mis amigos -replicó ella.
-Sí, vale. Eso son: íntimos, por supuesto. Quiero decir, por lo que he visto, Camille haría cualquier cosa por ti, ¿a que sí? Sois amigas hasta la muerte.
Él se cruzó de brazos. Lissa estaba enfadada, pero a pesar de eso, no pudo evitar reparar cómo la camisa gris plateado realzaba sus ojos azules y su pelo negro.
- Ella al menos no es como tú. No finge ser mi amiga un día para ignorarme al siguiente sin razón alguna.
Durante la última semana, desde que increpé a Chris­tian después de la recepción de la reina, se había levantado entre ellos un muro de tensión y rabia. Llevado por la creen­cia de que mis palabras eran ciertas, él le había retirado el sa­ludo y había cortado con rudeza todo intento de entablar conversación por parte de Lissa. Ahora, herida y confusa, a ella se le habían acabado las ganas de ser amable. La situa­ción no dejaba de ir a peor.
Él seguía preocupándose por ella y todavía la quería, lo supe cuando le miré a través de los ojos de Liss. Sin embar­go, estaba herido en su amor propio y no estaba dispuesto a mostrar el menor síntoma de debilidad.
-¿Sí? -repuso él con voz baja y cargada de malicia-. Pensé que ése era el modo en que actuaban todos los miem­bros de la realeza. Da la impresión de que haces un trabajo de lo más fino. O tal vez únicamente usas el poder de la coerción para hacerme creer que eres una serpiente con dos ca­ras cuando en realidad no lo eres, pero mira que lo dudo.
Lissa se puso roja como un tomate al oír la palabra «coer­ción» y lanzó con desasosiego otra mirada a su alrededor, pero resolvió no darle la satisfacción de discutir por más tiempo. Se limitó a fulminarle con la vista antes de marchar­se a todo correr para unirse a un grupo de aristócratas reu­nido en torno a un trabajo.
Regresé a mi propio cuerpo y permanecí mirando a las paredes de la clase con aire ausente mientras asimilaba cuan­to había visto. En algún sitio de mí, una minúscula fibra de mi ser sentía lástima por Christian, pero era muy pequeña e ignorarla estaba chupado.
Me dirigí en busca de Dimitri a primera hora del día si­guiente. Ahora, esas prácticas se habían convertido en mi momento favorito del día, en parte porque me había ena­moriscado de él y en parte porque no tenía a mi alrededor a ninguno de los demás.
Él y yo comenzamos como de costumbre: corriendo. Él trotaba a mi lado, dándome instrucciones con voz sosegada y amable, probablemente preocupado ante la posibilidad de provocar algún derrumbe emocional. De un modo u otro, conocía los rumores, aunque jamás había hecho mención alguna.
Cuando terminamos, me instruyó en la ejecución de mo­vimientos ofensivos donde podía atacarle con toda clase de armas que encontrara. Para mi sorpresa, logré propinarle unos pocos golpes, aunque a él parecieron hacerle muy poco da­ño y a mí me obligaban a echarme hacia atrás, pese a que él jamás cambiaba de sitio y ni siquiera hizo ademán de orde­narme que dejara de atacarle una y otra vez, luchando con una ira ciega. No sé contra quién peleaba en esos momentos: Mia, Jesse, Ralf o tal vez me enfrentaba a todos ellos.
Al fin Dimitri ordenó un alto. Cargamos con el equipo empleado y lo devolvimos todo al almacén. Me lanzó una mirada mientras lo guardábamos; luego, me tomó por las muñecas.
-Tus manos... -soltó un taco en ruso. Identifiqué la pa­labrota, pero ignoraba su significado y él siempre se había negado a decírmelo-. ¿Dónde tienes los guantes?
Miré hacia abajo y me observé las manos. Las había cas­tigado durante semanas y hoy ofrecían peor aspecto, pues el frío había agrietado la piel y las tenía en carne viva, y de he­cho, sangraba por ciertas zonas.
- No tengo. Nunca los necesité en Portland.
Soltó otro reniego y mediante señas me ordenó sentarme en una silla mientras él iba en busca de un botiquín de prime­ros auxilios. Limpió la sangre con una gasa humedecida. -Vamos a conseguirte unos guantes -declaró con sequedad.
Observé cómo me curaba las manos. - Esto es sólo el principio, ¿a que sí?
-¿El principio de qué...?
- El de mi fin. Me convertiré en alguien como la capitana Alberta y las demás guardianas: curtidas, secas después de tanto entrenamiento y tanta pelea al aire libre... Ya no son guapas -hice una pausa-. Este tipo de vida las destroza. Me refiero al aspecto.
Él vaciló durante unos instantes y levantó la vista de mis manos para escrutarme con aquellos cálidos ojos castaños suyos. Se me paró el corazón. Maldita sea. Debía poner fre­no a esos sentimientos cuando estuviera cerca de él.
- Eso no va a sucederte. Eres demasiado... -se atascó en la búsqueda de la palabra adecuada y yo la sustituí en mi mente por algunas alternativas tales como «divina», «ardien­te», «sexy». Se rindió y al final tan sólo dijo-: Eso no va a sucederte a ti.
Volvió a centrar su atención en mis manos. ¿Pensaba él que yo era bonita? Jamás dudaba de la reacción suscitada en­tre los tíos de mi edad, pero no sabía a qué atenerme con él. Creció el desasosiego de mi pecho.
- Eso fue lo que le pasó a mi madre. Era muy guapa, y supongo que todavía lo es, pero no como antes -luego, agre­gué con cierta amargura-: No la he visto hace tiempo, y por lo que sé, ha podido cambiar mucho.
- No te gusta tu madre -apuntó él.
-Te has dado cuenta, ¿eh?
-Apenas la conoces.
- He ahí la cuestión. Ella me abandonó, me dejó para que me educara en la Academia.
En cuanto terminó de limpiarme las heridas abiertas, tomó un tarro de pomada y empezó a aplicármela por las zonas endurecidas de la piel. Me perdí en la oleada de sen­saciones provocadas por el masaje de sus manos sobre las mías.
- Eso es lo que dices tú, pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? Deseas ser guardiana, lo sé, y sé cuánto significa eso pa­ra ti. ¿Acaso piensas que ella siente de forma diferente? ¿Crees que debería haber dejado ese oficio para criarte cuando de todos modos ibas a pasarte aquí la mayor parte del tiempo?
No me molaba lo más mínimo que me restregaran por los morros argumentos razonables.
- ¿Insinúas que soy una hipócrita?
- Me limito a decir que tal vez no deberías ser tan dura con ella. Es una dhampir respetable y te ha traído aquí pa­ra que Sigas sus pasos.
- No iba a morirse por visitarme de vez en cuando -mur­muré-, pero tienes razón, supongo, al menos un poco. Ima­gino que podría haber sido peor. Podría haber crecido entre las prostitutas de sangre.
Dimitri alzó los ojos.
-Yo me crié en una comuna dhampírica y créeme: no son tan malas como piensas.
-Vaya -de pronto, me sentí como una idiota-. No pretendía decir...
- No te preocupes -repuso él mientras volvía a centrar su atención en mis manos.
-Así pues, ¿tienes familia allí? ¿Creciste entre ellos? Él asintió.
- Mi madre y mis dos hermanas. No las veo mucho desde que fui a la escuela, pero todavía mantenemos el con­tacto. La mayoría de las comunidades viene a ser algo muy similar a una familia y hay mucho amor ahí, da igual las historias que te hayan contado.
Volví a sentir una gran amargura y bajé la vista para ocul­tarla. Dimitri había tenido una vida familiar más feliz con esa madre y esas hermanas que yo con mi «respetable» madre guar­diana. Seguro que él conocía a su madre mejor que yo a la mía.
-Sí, ya, pero ¿no es un poco raro? ¿No había un montón de moroi masculinos visitándolas? Ya sabes...
Empezó a darme friegas en círculos. -A veces.
Respondió con un tono cortante y peligroso, síntoma de que no le agradaba tocar ese tema.
-Lo siento... No deseaba sacar ningún tema desagrada­ble...
- En realidad..., probablemente no pensarías que es de­sagradable -contestó al cabo de un minuto. Esbozó una sonrisa forzada-. No conociste a tu padre, ¿a que no?
- No -negué con la cabeza-. Sólo sé que debía de te­ner un pelo bien rebelde.
Dimitri alzó la vista y me recorrió con la mirada.
-Sí, debió de tenerlo -luego, centro su interés en mis manos-. Yo sí conozco al mío.
Me quedé helada.
- ¿De veras? la mayoría de los tíos moroi no se quedan... Quiero decir, algunos lo hacen, pero ya sabes, por lo gene­ral, ellos se limitan a...
- Bueno, a él le gustaba mi madre -no pronunció «gustaba» con cariño-. Y la frecuentaba con asiduidad. Es también el padre de mis dos hermanas, pero cuando acudía... Bueno, no trataba demasiado bien a mi madre, es más, le hizo cosas terribles.
-Cosas como... -vacilé, pues estábamos hablando de la madre de Dimitri y no tenía muy claro hasta dónde podía llegar-. ¿Cosas propias de las prostitutas de sangre?...
-Cosas como darle palizas -replicó sin reflejar emo­ción alguna en la voz.
Había terminado los vendajes de mis manos, pero no me las soltaba. No tenía yo muy claro que él se diera cuenta de eso, aunque yo sí, desde luego. Tenía unos cálidos y largos de­dos bien contorneados, dedos idóneos para tocar el piano si hubiera llevado otra vida.
-Oh, vaya -dije. Le estreché las manos y él me de­volvió el apretón antes de retiradas-. Eso es horrible, y ella... ¿ella permitía que ocurriera?
- En efecto -una sonrisa triste v tímida le curvó la comisura de los labios-. Pero yo no.
Una ola de entusiasmo brotó en mi interior.
-Cuenta, cuenta, ¿te quitaste de encima a ese saco de mierda?
La sonrisa de Dimitri se ensanchó. -Así es.
-Vaya -no había pensado que Dimitri podría ser aún más guay; pero me equivocaba-. Ganaste a tu padre, quiero decir, es horrible que eso... sucediera, pero vaya, realmente eres un dios.
Él parpadeó. -¿Qué?
-¿Cuántos años tenías entonces?
Seguía sin reaccionar, confuso por mi comentario. -Trece.
¡Ahí va! El tío era un dios, definitivamente.
- ¿Sacudiste a tu padre cuando tenías trece años?
- Eso no fue lo más duro. Por aquel entonces ya era tan fuerte como él y casi le igualaba en altura. No podía permitir que siguiera con eso. Debía aprender que ser un moroi de linaje real no significaba hacerle cualquier cosa al resto de la gente, ni siquiera aunque fuesen prostitutas de sangre.
Le miré fijamente. No podía creer que acabara de decir eso acerca de su madre. -Lo siento.
-No importa.
De pronto, encajé todas las piezas del puzle.
- Por eso te sacó tanto de tus casillas lo de Jesse, ¿ver­dad? Era otro de linaje real intentando abusar de una chica dhampir.
Dimitri miró hacia otro lado.
- Me cabreó por muchos motivos. Después de todo, es­tabais incumpliendo las reglas, y...
No completó la frase, pero volvió a mirarme a los ojos de un modo que hizo subir la temperatura entre nosotros.
Por desgracia, pensar en Jesse enseguida me ponía de mal humor y bajé la vista.
- Has oído lo que se dice de mí, lo sé, eso de que...
-Sé que no es verdad -me interrumpió.
La inmediatez y seguridad de esa respuesta me sorpren­dió, y al instante me encontré cometiendo la estupidez de preguntar:  
- Ya, pero ¿como lo...?
- Porque te conozco -repuso con determinación -, sé cómo eres y también que te convertirás en una gran guardia­na algún día...
Esa confianza hizo que volviera a sentirme bien.
- Me alegra que alguien lo crea. Todos los demás me consideran una completa irresponsable.
-¿Por el modo en que te preocupas de Lissa? -negó con la cabeza-. Comprendes cuáles son tus responsabilida­des mejor que guardianas con el doble de años. Harás lo ne­cesario para tener éxito.
Le di una pensada.
- No sé si soy capaz de hacer todo cuanto debo. Entonces hizo eso de alzar una ceja de ese modo tan chulo.
- No quiero cortarme el pelo -le expliqué. Pareció perplejo.
- No tienes por qué hacerlo. No es obligatorio.
-Todas las guardianas lo hacen, eso y exhibir los tatuajes.
Me soltó las manos de forma imprevista y se inclinó ha­cia delante. Lentamente estiró la mano y sostuvo uno de mis rizos, retorciéndolo en torno a uno de sus dedos con gesto pensativo. Me quedé helada y durante un instante no hubo en el mundo otra cosa que Dimitri acariciándome los ca­bellos. Luego, soltó la guedeja, un tanto sorprendido, y avergonzado, de lo lejos que había ido.
- No te lo cortes -repuso broncamente.
No sé de dónde saqué la voz para contestarle: - Nadie me verá los tatuajes si no lo hago.
Dimitri se encaminó hacia la puerta con una sonrisa ju­guetona en los labios.
- Recógetelo más arriba. 

1 comentario:

Si te ha gustado, hazmelo saber, y de esta manera subire más rápido las continuaciones!