capitulo 15


Capítulo 15

Al día siguiente comprendí cuánto habían cambiado las co­sas desde los rumores propagados por Jesse y Ralf. Continué siendo fuente ininterrumpida de risas y susurros para algu­nos, pero los prosélitos de Lissa me brindaron acogida y al­gún que otro quite, y por encima de todo, me di cuenta de que nuestros compañeros de clase apenas me dedicaban ya atención. Esto fue plenamente cierto cuando una novedad distrajo el interés de todos.
Lissa y Aaron.
Al parecer, Mia se había enterado de lo de la fiesta y se había puesto hecha un basilisco cuando supo que Aaron ha­bía acudido sin ella. Le había montado una buena al chico antes de darle un ultimátum: si quería estar con ella, no po­día ir ni frecuentar a Lissa. Él había roto con ella esa ma­ñana y había seguido adelante.
Ahora Lissa y él se dejaban ver juntos a todas horas. No se separaban en el vestíbulo ni el comedor, siempre abraza­dos, riendo y charlando sin cesar. El nexo me revelaba un in­terés moderado por mucho que ella le mirase como si fuera la criatura más fascinante del planeta. La mayor parte de aquello era puro teatro sin conocimiento de causa por par­te de él, claro, que la contemplaba como si fuera a levantar­le un monumento de un instante a otro.
¿Y yo? Aquello me daba arcadas.
Sin embargo, mis sentimientos no eran nada en com­paración con los de Mia. Se sentaba a almorzar en la mesa más lejana a la nuestra con la mirada puesta intencionada­mente al frente y sin hacer caso a las palabras de consuelo pronunciadas por sus amigos. Habían aparecido sendas hin­chazones sonrosadas en los mofletes por lo general pálidos y tenía unas marcas rojas alrededor de los ojos. Cuando yo pasaba por su lado, no decía ninguna vileza ni me dirigía miradas burlonas ni me gastaba bromas con desdén. Lissa la había destruido tal y como ella había jurado hacer con nosotras.
Sólo una persona se sentía peor que Mia: Christian.
A diferencia de Mia, él no mostraba escrúpulo alguno en es­tudiar a la feliz pareja ni en mostrar un odio manifiesto en el rostro. No se percató nadie más que yo, como de costumbre.
Abandoné la mesa del almuerzo en cuanto vi a Lissa y Aaron morrearse por enésima vez y me dirigí en busca de la señora Carmack, la profesora de Bases de control elemen­tal, pues hacía tiempo que me había propuesto formularle una pregunta.
-Tú eres Rose, ¿verdad?
Parecía sorprendida de verme, pero no enfadada ni con­trariada por mi presencia, a diferencia de la mitad de los profesores en los últimos tiempos.
-Sí. Deseo hacer una pregunta sobre... eh... magia.
Enarcó una ceja. Ningún novicio da clases de magia. - Claro. Dime, ¿qué deseas saber?
- El otro día estuve escuchando la prédica del sacerdote sobre San Vladimir y... ¿Sabe usted en qué elemento se especializó? Me refiero a San VIadimir, no al cura, claro.
Ella frunció el ceño.
- Resulta raro que no exista una referencia concreta a ese tema específico, gozando de tanta popularidad todo lo concerniente a su persona. No estoy versada en ese campo, pero ninguna de las historias conocidas menciona algo que permita relacionarle con alguno de los elementos. O es así o nadie lo consignó.
-¿Y qué me dice de sus curaciones? -inquirí, yendo más lejos-. ¿Existe algún elemento que le hubiera permiti­do llevarlas a cabo?
- No, no que yo sepa -una pequeña sonrisa curvó los labios de la mujer-. Los creyentes te responderían que él realizó esos milagros gracias al poder de Dios y no por ningún tipo de elemento mágico. Después de todo, todas las historias coinciden en una cosa: estaba lleno de espíritu.
-¿Es posible que no se hubiera especializado? La sonrisa de la profesora se desvaneció.
-¿Me estás preguntando por San VIadimir, Rose? ¿O to­do esto tiene que ver con Lissa?
- No exactamente -farfullé.
- Es duro para ella, lo sé, sobre todo delante de todos sus compañeros de clase, pero Lissa ha de ser paciente -me explicó con gentileza-. Sucederá, ocurre siempre.
-¿y si no es así?
- Es poco probable, la verdad, dudo que ella sea uno de ésos. Tiene una aptitud por encima de la media para los cuatro elementos incluso sin haber llegado a los niveles es­pecializados, y un día cualquiera descollará en uno de ellos.
Eso me dio una idea.
-¿Es posible especializarse en más de un elemento?
- No -contestó. Sacudió la cabeza y se rió-. Eso requiere demasiado poder y nadie puede manejar toda la magia sin volverse loco.
Vaya. Genial.
- De acuerdo, gracias -hice ademán de irme, pero en­tonces tuve otra ocurrencia-. Esto, ¿se acuerda usted de la señora Karp? ¿En qué se especializó?
La interpelada puso la misma cara de incomodidad que el resto de los profesores cuando salía a colación el tema de Karp.
- De hecho...
-¿Sí...?
- ... casi lo he olvidado. Tengo entendido que fue una de esas pocas personas que jamás se especializó. Ella siempre mantuvo un nivel muy bajo en los cuatro elementos.
Pasé el resto de las clases de la tarde dándole vueltas a las palabras de la profesora Carmack en un intento de enca­jarlas en mi teoría unificadora sobre Lissa, Karp y Vladimir. Aun así, tampoco perdía de vista a Lissa, pero había tanta gente deseosa de hablar con mi amiga que ahora ella ape­nas se percataba de mi silencio. Sin embargo, me parecía que me miraba y me sonreía cada vez con más frecuencia. Tenía aspecto de estar cansada y daba la impresión de que empe­zaba a pasarle factura eso de estar todo el día alternando con la gente entre risitas y cotilleos.
- Podemos poner fin a la Operación «Lavado de ce­rebros» ahora que hemos cumplido la misión -le sugerí después de la escuela.
Estábamos sentadas en los bancos del patio y ella ba­lanceaba las piernas adelante y atrás.
- ¿A qué te refieres?
- Lo has logrado. Has frenado en seco a la gente que me hacía la vida imposible. Has acabado con Mia y le has robado a Aaron. Juega con él durante un par de semanas más y luego líbrate de él y de los demás nobles. Vas a ser más feliz.
- ¿Acaso piensas que no lo soy ahora?
-Sé que no lo eres. Ciertas partes de la charada han estado de lujo, pero te revienta fingirte amiga de la gente que te desagrada, lo sé, y la mayoría de ellos no te gusta. Sé cuán­to te fastidió lo de Xander la otra noche.
- Es un imbécil, pero puedo sobrellevarlo. Todo volve­rá a estar como al principio si dejo de alternar con ellos y a Mia le bastará con retomar la situación. Ella no puede mo­lestarnos de este modo.
- No sé si merece mucho la pena: te está molestando todo el mundo.
- Nadie me molesta -replicó, un tanto a la defensiva.
-¿Ah, sí? -le pregunté con cierta crueldad-. ¿Eso es porque estás tan enamorada de Aaron o porque no puedes esperar el momento de volver a acostarte con él?
Ella me fulminó con la mirada.
-¿Te he dicho alguna vez que en ocasiones te compor­tas como una pedazo de cabrona?
Pasé eso por alto.
-Yo sólo digo que ya tienes bastante mierda por la que preocuparte sin necesidad de todo esto. Te estás queman­do literalmente por culpa de tanta coerción como estás usando.
-¡Rose! -ella miró con ansiedad a uno y otro lado-. ¡Cállate!
- Pero es la verdad. Vas a quemarte el cerebro si la usas todo el tiempo, en serio.
-¿No crees que te estás pasando un poco en esas suposiciones tuyas?
- ¿y qué hay de la señora Karp?
Lissa no movió ni un músculo de la cara. - ¿y qué pasa con ella?
-Tú eres como ella.
-¡No, no lo soy!
La afrenta le dolió y el enfado flameó en esos ojos verdes suyos.
- Ella también era una sanadora.
Le sorprendió oírme mencionar en voz alta un tema que había pesado sobre nuestros hombros durante tanto tiem­po, pero por el cual siempre habíamos pasado de puntillas. - Eso no significa nada.
-Tú no piensas eso, ¿verdad? ¿Sabes quién más puede hacer eso o usar la coerción sobre dhampir y moroi?
- Ella jamás usó la coerción de ese modo -arguyó.
-Ya lo creo que sí. Intentó emplearla sobre mí esa últi­ma noche y había empezado a funcionar, habría funcionado si no se la hubieran llevado.
¿O sí había funcionado? Después de todo, Lissa y yo nos marchamos de la Academia apenas un mes después de to­do aquello. Yo siempre había creído que la idea y la inicia­tiva habían sido completamente mías, pero tal vez el poder de sugestión de la señora Karp había sido la fuerza motriz de todo aquello.
Lissa se cruzó de brazos con el gesto desafiante, aunque yo estaba al tanto de su enorme inquietud.
- Bien, ¿y qué? Si ella era un bicho raro como yo, tam­poco eso significa nada. Ella se volvió loca porque... , Bueno, estaba como un cencerro, y eso no guardaba relación algu­na con nada más.
- Pero no fue sólo ella -repuse sin apresurarme-. Hubo alguien más como vosotras dos. He encontrado a un tercero -vacilé-. ¿Sabías que San Vladimir...?
Y entonces fue cuando se lo solté todo por fin. Se lo conté todo. Le informé de que ella, la señora Karp y el san­to eran capaces de usar las facultades de sanación y de su­percoerción. Aunque se retorció, le conté con detalle cómo los otros dos se habían alterado cada vez más y habían in­tentado autolesionarse.
- El santo intentó suicidarse -le informé sin mirarle a los ojos- y yo solía notar cicatrices en la piel de la señora Karp, como si se hubiera clavado las uñas en su propio ros­tro. Procuraba ocultarlas con la forma del peinado, pero yo podía distinguir perfectamente las antiguas de las recientes.
-Eso no significa nada -insistió Lissa-. Todo es una mera coincidencia.
Daba la impresión de que deseaba creerlo así, es más, de que una parte de ella así lo pensaba, pero había otra par­te de Lissa que hacía mucho tiempo que anhelaba tener la certeza de que no era un bicho raro ni era la única. Incluso si las nuevas resultaban ser malas, al menos ahora sabía que había otros como ella.
- ¿También es una coincidencia que ninguno de ellos se especializara?
Reproduje entonces la conversación sostenida con Car­mack y le expliqué mi teoría sobre la especialización en los cuatro elementos. También le repetí el comentario de la pro­fesora: el dominio pleno sobre todos los elementos consumía a quien lo ejercía.
Liss se frotó los ojos cuando terminé, por lo que se le co­rrió levemente el rímel, y me dedicó una débil sonrisa.
- No sé qué es mayor locura: la que acabas de contarme o el hecho de que hayas leído algo para averiguar todo esto.
Le contesté con una gran sonrisa, aliviada de que tu­viera coraje para responder con una broma.
- Eh, que yo también sé leer.
- Eso lo sé, y también que te llevó un año leer El códígo Da Víncí. Se rió.
-¡Eso no es culpa mía! Y no intentes cambiar de tema.
- No lo hago -sonrió para luego suspirar-. Pero no sé qué pensar de todo esto.
- No hay nada que pensar. Limítate a no hacer nada que vaya a alterarte luego. ¿Recuerdas cómo era aquello de avanzar por mitad de todo esto buscando el lado más fá­cil? Vuelve a hacerlo. Te va a resultar mejor.
Ella negó con la cabeza.
- No puedo hacerlo, aún no.
- ¿y por qué no? Ya te he dicho... -enmudecí y me pregunté por qué no me había dado cuenta antes-. No haces esto sólo por Mia, sino porque sientes que ése es tu deber. Todavía sigues intentando ser André.
- Mis padres habrían querido que...
- ... fueras feliz, eso habrían deseado.
- No es tan fácil, Rose. No puedo ignorar a esa gente para siempre, también yo procedo de una familia de sangre real.
- La mayoría sólo chupan del bote.
-Y otros muchos ayudan al buen gobierno de los moroi. André sabía eso. Él no era como los otros, pero hizo lo que de­bía hacer porque era consciente de la importancia que tenían.
Me recliné sobre el respaldo del asiento.
- Bueno, tal vez sea ése el problema. Se decide quién corta el bacalao ateniéndose únicamente al linaje, a la fa­milia, y he ahí el resultado: esos tarados toman las decisio­nes. De ahí que el número de los moroi descienda y reinen viejas brujas como Tatiana. Tal vez se necesita otro sistema de realengo.
-Vamos, Rose. Éste es el camino, lo ha sido desde hace si­glos. Hemos de vivir con ello -la miré fijamente-. Entonces, ¿qué te parece esto? -prosiguió-. Te preocupa que me con­vierta en uno de ellos, en alguien como la señora Karp o San Vladimir, ¿vale? Bueno, ella me previno que no usara los po­deres so pena de que las cosas fueran a peor. ¿Y qué ocurre si me detengo y sanseacabó? Dejo la coerción, la sanación, todo.
Entorné los ojos.
- ¿Serías capaz de hacerlo?
Ésa había sido mi pretensión todo el tiempo: el abando­no de la ventajosa coerción. La depresión de Lissa había co­menzado en cuanto se manifestaron sus poderes, justo des­pués del accidente. Estaba obligada a creer en la existencia de una conexión entre ambos hechos, en especial a la luz de las pruebas y los avisos de la señora Karp.
-Sí.
Tenía el rostro en calma y la expresión seria e impertur­bable. Con el pelo recogido en una pulcra trenza francesa y una chaqueta de gamuza encima del vestido, parecía capaz de ocupar el puesto de su familia en el concilio en ese mis­mo momento.
- Deberías dejar de usar todos los poderes -le previ­ne-. Nada de sanar animalitos por muy monos y cucos que sean, y mucho menos aturdir a los de sangre real.
Ella asintió con gesto serio.
- Puedo hacerlo. ¿Eso hará que te sientas mejor?
-Sí, y me sentiría aún mejor si dejaras de practicar magia y volvieras a salir con Natalie.
- Lo sé, lo sé, pero no puedo pararme, al menos no por ahora.
No conseguía hacerla cambiar de parecer en eso, por el momento, pero me tranquilizaba saber que iba a evitar el uso de sus poderes.
-vale -contesté mientras tomaba mi mochila, pues lle­gaba tarde a la práctica una vez más-, sigue jugando con la manada de mocosos tanto tiempo como puedas mantener controlado lo otro -vacilé-. Te has apuntado un tanto con Aaron y Mia, pero ya sabes, no necesitas salir con él para alternar con los patricios.
-¿Por qué sigo teniendo la sensación de que ya no te gusta?
- Me resulta agradable, que más o menos es lo mismo que te gusta a ti. No me parece oportuno mostrarse apasio­nada y ardiente con alguien que es «agradable».
Lissa abrió los ojos con fingido asombro.
-¿Y dice eso Rose Hathaway? ¿Te has reformado o tienes a alguien que es «más que agradable»?
- Eh -repuse, un tanto incómoda-, me limito a velar por ti, y no me había dado cuenta de lo muermo que es Aa­ron hasta ahora.
Hizo un gesto de mofa.
-Todo el mundo te parece soso.
- Christian no.
Se me escapó y no pude morderme la lengua. Liss dejó de sonreír.
- Es un bobo. Dejó de hablar sin razón alguna de un día para otro -se cruzó de brazos-. ¿Y ya no le odias?
- Puedo seguir odiándole y pensar que es interesante. Empezaba a creer que había cometido un grave error con Christian. Era un tipo sombrío y esquinado, y le gus­taba prender fuego a la gente, cierto, pero, por otro lado, también era inteligente y listo, aunque de un modo retorcido, y en cierta forma ejercía un influjo tranquilizador so­bre Lissa.
Sin embargo, yo lo lié todo al dejar que mi rabia y mis celos sacaran lo peor de mí y acabé separándolos. Tal vez Liss no se habría herido ni estado tan confusa aquella noche des­pués de la recepción si yo le hubiera dejado ir a buscarla en el jardín. Tal vez ahora estarían juntos, lejos de todos los chanchullos de la Academia.
El destino debía de haber pensado lo mismito, pues me crucé en el patio con Christian a los cinco minutos de haber dejado a Lissa. Nos sostuvimos la mirada durante un mo­mento antes de seguir cada uno por nuestro lado. Estuve a puntito de seguir andando. Me faltó muy poco, pero respiré hondo y me detuve.
- Christian, espera -le llamé.
Maldita sea, iba a llegar muy tarde a los entrenamientos. Dimitri iba a matarme.
Christian se dio la vuelta para atender a mis palabras.
Mantuvo las manos hundidas en los bolsillos de un largo abri­go negro con gesto indiferente y no alteró el encorvamien­to de los hombros.
-¿Sí?
-Gracias por los libros -no me contestó-. Los que le pasaste a Mason.
- Ah, pensé que te referías a los otros libros. Don sabelotodo.
-¿No vas a preguntarme para qué los quería?
- Es asunto tuyo. Supuse que te habrías aburrido de suspender siempre.
-Tendría que haber estado francamente aburrida para llegar a ese extremo.
No me rió la gracia.
-¿Qué quieres, Rose? He de ir a un sitio.
Mentía, y yo lo sabía, pero mi sarcasmo ya no me parecía tan divertido como de costumbre.
-Quiero que... esto... que vuelvas a frecuentar a Lissa otra vez.
-¿Lo dices en serio? -me estudió con detenimiento, lleno de recelo-. ¿Después de lo que me dijiste?
-Sí, bueno... ¿No te lo dijo Mason?
Los labios de Christian se curvaron con desdén. - Algo me dijo, sí.
-¿Y...?
- No deseaba oírlo de labios de Mason -el desdén de su semblante fue a más cuando yo le miré-. Le enviaste para que se disculpara por ti. Ponte ahí delante y hazlo tú misma.
- Eres bobo -le informé.
- Sí, Y tú, una mentirosa. Quiero ver cómo te comes tu orgullo.
- Llevo comiéndomelo durante dos semanas -refun­fuñé.
Se encogió de hombros y se dio la vuelta para después hacer ademán de alejarse.
- iEspera! -le llamé al tiempo que le ponía una mano en el hombro a fin de retenerle. Se detuvo y miró hacia atrás-. Vale, vale, te mentí sobre sus sentimientos. Ella nun­ca dijo nada de eso sobre ti, ¿vale? Le gustas. Te dije todo aquello porque a mí no me gustas.

-y aun así quieres que hable con ella.
No daba crédito a mis oídos cuando se me escaparon las siguientes palabras:
- Me parece que... tú podrías ser... bueno para... ella.
 Nos miramos el uno al otro durante unos momentos de gran intensidad. Su mueca habitual se le descompuso un po­co, y si no le había sorprendido mucho hasta ese momento, aquello lo consiguió.
- Lo siento, pero no te he oído bien. ¿Puedes repetir eso último? -preguntó al final.
No le crucé la cara de pura chiripa.
- ¿Vas a parar ya? Quiero que vuelvas a estar con ella.
-No.

- Mira, lo repito otra vez: te mentí, y...
- No es eso. Se trata de ella. ¿Crees que ahora puedo hablar con ella? Vuelve a ser la princesa Lissa -sus palabras chorreaban bilis-. No puedo acercarme a ella, no cuando está rodeada por toda esa gente de sangre real.
-Tú eres uno de ellos -dije, más para mí que para él.
Nunca se me metía en la cabeza que los Ozzera eran una de las doce familias.
- Eso no significa demasiado en una familia llena de strigoi, ¿vale?
- Pero tú no eres... Espera... -lo comprendí de pron­to-. Ésa es la razón por la que conecta contigo.
-¿Porque vaya convertirme en un strigoi? -inquirió él, malicioso.
- No. Porque también tú perdiste a tus padres. Los dos los visteis morir.
- Ella vio cómo los suyos morían. Yo vi cómo los asesi­naban.
Solté un respingo.
- Lo sé, perdona, eso tuvo que ser... Bueno, no tengo ni idea de cómo tuvo que ser.
Aquellos ojos de color azul cristalino miraron al frente sin un objetivo claro.
- Fue como ver a un ejército de la muerte invadiendo mi casa.
-¿Te refieres a... tus padres? Meneó la cabeza.
- Hablo de los guardianes que vinieron a matarlos. Quie­ro decir, mis padres daban miedo, pero seguían pareciendo ellos, salvo la extrema palidez y el brillo rojo alrededor de las pupilas. No tenía ni idea de que hubiera algo anormal, pues ambos caminaban y hablaban como antes, pero mi tía sí se dio cuenta. Me cuidaba cuando vinieron a por mí.
-¿Iban a convertirte? -olvidé mi propósito original con él, atrapada por la intensidad de la historia-. Eras muy pequeño.
-Creo que su propósito era esperar a que fuera mayor para convertirme, pero tía Tasha no estaba dispuesta a per­mitirles que me llevaran con ellos. Mis padres intentaron razonar con ella y convertirla también, pero cuando vie­ron que de nada iban a servir las palabras, lo intentaron por la fuerza. Ella les plantó cara y luchó con ellos, organizán­dose un lío de impresión. Los guardianes aparecieron de pronto -sus ojos se deslizaron lentamente hasta mirar­me; entonces, sonrió, mas no había felicidad alguna en esa sonrisa-. Como te dije, un ejército de la muerte. Mira, Rose, creo que estás como una cabra, pero si vas a convertirte en uno de ellos, entonces vas a tener que ser capaz de in­fligir un daño serio en el futuro de forma que ni yo tenga interés en meterme contigo.
Me sentí fatal. Había tenido una vida asquerosa y yo le había quitado algo bonito de lo poco que había tenido.
- Christian, lamento haber fastidiado las cosas entre Lissa y tú. Fue una estupidez. Ella quería estar contigo y me da la impresión de que todavía lo desea. Bastaría con que tú...
- No puedo, ya te lo he dicho.
- Estoy preocupada por ella. Se ha metido en todo ese rollo de realengo con la intención de pararle los pies a Mia... lo está haciendo por mí.
- ¿y le estás agradecida?
- Estoy preocupada. Ella no va a poder manejar los hilos de la intriga política. No le conviene, pero Liss no va a hacerme caso. Yo... Cualquier ayuda me vendría bien.
-Y a ella más. Eh, no pongas esa cara de sorpresa... No te aburres estando con ella, eso lo sé, y ni siquiera me estoy refiriendo a lo de las muñecas.
Di un brinco. -¿Te lo dijo?
¿Por qué no iba a contárselo si le reveló todo lo demás? - No era necesario -repuso él-. Tengo ojos -debía parecer patética, pues él soltó un suspiro y se pasó la ma­no por los cabellos-. Mira, intentaré hablar con Lissa si la encuentro sola un momento, pero si de verdad deseas ayudarla, y aunque se supone que estoy en contra de los dirigentes, quizá convendría que buscaras ayuda en otra persona. Kirova. O ese guardián amigo tuyo. Alguien que sepa algo. Alguien en quien confíes.
-A Lissa no iba a gustarle -repuse, tras considerarlo-. Ni a mí tampoco.
-Ya, bueno, todos debemos hacer cosas que no nos gustan, la vida es así.
Saltó el botón de mi mal genio.
-¿Quién te crees tú que eres? ¿Un programa de la tele para adolescentes?
Una sonrisa turbadora presidió su rostro durante unos segundos.
-Sería divertido ir por ahí contigo si no fueras una psicótica.
- ¡Caramba! Eso mismo pienso yo de ti.
Él no dijo nada más, pero ensanchó la sonrisa antes de marcharse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te ha gustado, hazmelo saber, y de esta manera subire más rápido las continuaciones!