capitulo 12


Capítulo 12

Me costó mucho conciliar el sueño esa noche y no dejé de dar vueltas y más vueltas en la cama hasta que al final me quedé roque.
Me incorporé al cabo de una hora más o menos en un in­tento de relajarme y poner en orden las emociones recibidas de Lissa a través del nexo: miedo, turbación, inestabilidad. Los hechos de esa velada se me vinieron encima de sopetón y yo los fui sorteando en busca de aquella emoción que realmente la perturbaba. La humillación de la reina. Mia. Incluso Chris­tian, pues hasta donde yo sabía, podía haberla encontrado.
Aun así, ninguno de ésos era el problema de ese mo­mento. Había algo más oculto en la fibra más honda de su ser. Algo verdaderamente terrible.
Salí de la cama a toda prisa y me vestí aún más rápido mientras sopesaba mis alternativas. Ahora tenía una habita­ción en la tercera planta, demasiado alta como para descol­garme, sobre todo esta vez que no tenía a la señora Karp pa­ra juntar los trozos. En la vida iba a ser capaz de cruzar el vestíbulo principal sin ser vista. Eso no me dejaba otra salida que los canales «adecuados».
-¿Adónde crees que vas?
Una de las encargadas de supervisar mi planta levantó los ojos de su silla, al final de la estancia, la cual se hallaba cerca de un tramo de escaleras; era un lugar poco vigilado durante el día, pero de noche parecía que estuviésemos pre­sos en una cárcel.
Me crucé de brazos.
- Necesito ver a Dimi... al guardián Belikov.
-Es tarde.
-Se trata de una emergencia.
Ella me inspeccionó con la mirada de los pies a la cabeza. - A simple vista pareces estar bien.
-Va a meterse en un montón de problemas mañana cuando todo el mundo se entere de que me impidió infor­mar de lo que sé.
-Cuéntame.
- Es un asunto privado de los guardias.
Le dediqué la mirada más dura posible y debió funcio­nar, pues al final se levantó y sacó del bolsillo un móvil, cu­yas teclas pulsó para telefonear a alguien. Confié en que fuera Dimitri, pero hablaba en voz tan baja que me re­sultaba imposible escuchar la conversación. Aguardamos varios minutos al cabo de los cuales se abrió la puerta que daba a las escaleras. Apareció Dimitri, totalmente vestido y bien despierto, a pesar de que estaba segura de haberle sacado de la cama.
Me miró una sola vez. -Lissa.
Asentí.
Se volvió sin decir nada más y comenzó a bajar las esca­leras. Le seguí. Cruzamos el patio en silencio y nos dirigimos a los impresionantes dormitorios de los moroi. Era de noche para los vampiros, es decir, que era de día para el resto del mundo. Un sol de mediodía proyectaba sobre nosotros una luz dorada y gélida. Mis genes humanos la recibieron con alborozo. Siempre había lamentado que el exceso de sensibi­lidad de los moroi a la luz nos obligara a vivir en la oscuridad la mayor parte del tiempo.
La encargada del descansillo de Lissa se quedó boquia­bierta cuando nos vio aparecer, pero no se opuso a nuestro avance a causa de la intimidante presencia del guardián.
- Está en los servicios -les informé. Cuando la matrona hizo ademán de seguirme, no se lo permití -. Está demasia­do turbada. Déjeme hablar con ella primero.
Dimitri reflexionó unos segundos. - Sí, concédales un minuto.
Empujé la puerta abierta de los lavabos.
-¿Liss? -del interior del aseo llegó un sonido suave, si­milar a un hipido. Bajé las manivelas de cinco puertas. Sólo una tenía echado el pestillo-. Déjame entrar -le pedí, con la esperanza de que mi voz sonara resuelta y calmada.
Escuché un sonido similar a una aspiración e instantes después la puerta se abrió. No estaba preparada para la si­guiente escena: Lissa apareció ante mis ojos...
... completamente ensangrentada.
Me quedé horrorizada. Sofoqué un chillido y estuve en un tris de gritar pidiendo socorro. Luego, tras estudiarla de cerca, vi que la mayor parte de la sangre no era suya. Unos churretes carmesíes le manchaban el rostro por todas par­tes, pues tenía las manos bien pringadas y se había frotado la cara con ellas.
Se dejó caer al suelo y yo la imité, poniéndome de ro­dillas junto a ella.
-¿Te encuentras bien? -susurré-o ¿Qué ha pasado? Ella se limitó a sacudir la cabeza, pero se le arrugó el sem­blante cuando se echó a llorar otra vez. Le tomé de las manos. -Vamos, vamos, deja que te limpie...
Me detuve. Después de todo, sí estaba sangrando. Unas líneas perfectas le cruzaban las muñecas, aunque, por suerte, ninguna pasaba cerca de venas importantes, pero bastaban pa­ra dejar húmedos trazos rojos en su piel. No había intentado cortarse las venas cuando practicó las incisiones, la muerte no era su meta. Sus ojos se encontraron con los míos.
-Lo siento... No pretendía... Por favor, no permitas que se enteren -sollozó-. Se me fue la pinza cuando lo vi -hizo un ademán con la cabeza, señalando a las muñecas-. Sucedió antes de que pudiera evitarlo, estaba tan hundida...
- Está bien -repliqué de forma automática mientras para mis adentros me preguntaba a qué se referiría con ese «lo»-.Vamos.
Alguien llamó con los nudillos a la puerta. -¿Rose?
-Sólo un segundo -respondí a voz en grito.
La conduje hasta el lavabo y le lavé la sangre de las mu­ñecas. Eché mano al botiquín de primeros auxilios y le puse a toda prisa unas tiritas encima de las heridas. Por fortuna, ya sangraban menos.
-Vamos a entrar -anunció la encargada.
Me quité la sudadera con capucha y se la pasé a Lissa. Di­mitri y la encargada entraron justo cuando terminó de po­nérse1a. El guardián miró a nuestro alrededor y enseguida comprendí que había olvidado los manchurrones de sangre de las mejillas en mi prisa por solventar el problema de las muñecas.
- No es mía -se apresuró a decir mi amiga en cuanto vio sus expresiones-. Es… del... conejo...
É11a evaluó con la mirada. Yo únicamente esperaba que no reparase en las muñecas. Cuando pareció quedar satisfe­cho de no ver heridas abiertas en Lissa, Dimitri inquirió: -¿Qué conejo?
Precisamente eso mismo me estaba preguntando yo. Lissa señaló el contenedor de basura de los aseos con la mano temblorosa.
- Lo limpié para que Natalie no lo viese.
Dimitri y yo nos acercamos a echar un vistazo al con­tenedor. Me vi forzada a retroceder enseguida e hice un es­fuerzo para contener una arcada y no echar la papilla. No sé de dónde se sacaba Lissa que era un conejo, pues sólo se veía un amasijo de sangre. Sangre y toallitas de papel em­papadas de sangre, y casquería. No me atrevía yo a hacer una identificación guiándome por las vísceras. El hedor era espantoso.
El guardián se acercó a Lissa y se agachó hasta empare­jarse en altura y poder mirarla fijamente a los ojos.
-¿Qué ha pasado...? Cuéntamelo -pidió mientras le entregaba unos pañuelos de papel.
-Volví hará cosa de una hora y lo encontré en el suelo, justo ahí, en el medio. Desgarrado. Daba la impresión de que hubiera... estallado -sollozó-. No quería que Natalie lo en­contrara ni tampoco deseaba darle un susto... Entonces, lo limpié todo... No logré regresar, no pude...
Rompió a llorar. El llanto le hizo sacudir los hombros. Yo sí era capaz de reconstruir la parte que no le había contado a Dimitri. Encontró al conejo, lo limpió todo y se asustó mucho, de modo que se cortó, pues ella afronta­ba de esa forma los problemas cuando éstos se apoderaban de ella.
-¡Nadie ha podido entrar en estas habitaciones! -sal­tó la encargada-. ¿Cómo ha sido posible?
- ¿Sabes quién lo ha hecho? -inquirió Dimitri con voz suave.
Lissa metió la mano en el bolsillo del pijama y sacó del mismo un trozo arrugado de papel. Había absorbido tanta sangre que apenas logré leer el texto cuando él lo alisó y lo sostuvo en alto.
Sé qué eres. No vas a sobrevívír a este lugar. Voy a encargarme de eso. Vete ahora mísmo. No tíenes otra forma de salír con vída.
La sorpresa inicial de la encargada se transformó en determinación.
-Voy en busca de Ellen -anunció mientras se dirigía a la puerta.
Tardé unos instantes en comprender que ése era el nombre de la directora Kirova.
-Dile que nos encontrará en la enfermería -le alertó Dimitri. Cuando ella se fue, el guardián se volvió hacia Lis­sa-. Deberías estar tumbada.
Cuando no se movió, le pasé el brazo en torno a los su­yos y tiré de ella.
-Venga, Liss, vamos a sacarte de aquí.
Despacio, muy despacio, movió un pie y luego el otro, y al final nos dejó llevarla a la enfermería de la Academia, asis­tida normalmente por un par de médicos, pero en ese mo­mento de la noche sólo había una enfermera de servicio. Ella se ofreció para despertar a uno de los doctores, pero Dimi­tri rehusó la oferta.
- La chica sólo necesita descansar.
Kirova apareció en compañía de varias personas más ape­nas se había tumbado Lissa en una cama estrecha. Me plan­té en medio para impedirles el paso en cuanto empezaron a formularle preguntas.
-¡Dejadla en paz! ¿No veis que ella no quiere hablar del tema? Dejadla dormir un rato.
-Ya está sacando los pies del tiesto, señorita Hathaway; como siempre -empezó la directora-. Ni siquiera sé qué hace aquí.
Dimitri le pidió hablar con ella en privado y la condujo al vestíbulo. Escuché cómo profería airados cuchicheos y las respuestas firmes y decididas del guardián. Después, entraron de nuevo.
- Puedes quedarte con ella por ahora -dijo, envara­da-. Los conserjes y empleados de la limpieza se encar­garán de la desinfección del baño y de su habitación, señorita Dragomir. Discutiremos en detalle la situación por la mañana.
- No despierten a Natalie -pidió Lissa con un hilo de voz-. No deseo asustarla. De todos modos, yo lo limpié y recogí todo...
Kirova la miró, llena de dudas. El grupo se retiró, pero no antes de que la enfermera le preguntara a Lissa si deseaba co­mer o beber algo; ella declinó la oferta. Me tumbé a su lado y le pasé el brazo por encima en cuanto nos dejaron solas.
- No voy a permitir que lo averigüen -le aseguré cuan­do me percaté de su preocupación por sus muñecas-, pero desearía que me lo hubieras dicho antes de haberme ido de la recepción. Prometiste que vendrías a mí primero...
- No iba a hacerlo en ese momento -contestó con la mirada extraviada-, te prometo que no, estaba muy altera­da, pero pensé..., pensé que lograría manejar la situación. Lo intenté con todas mis fuerzas, Rose, de veras que sí, pero en­tonces tuve que volver a mi habitación y lo vi ahí, y... se me fue la olla. Fue la gota que colmó el vaso, ya sabes... Debía re­cogerlo todo, eso lo tenía claro, debía hacerlo antes de que lo vieran y lo averiguaran, pero había demasiada sangre... Más tarde, después de haberlo conseguido, se me vino todo enci­ma y sentí que iba a... No sé, a estallar, que había tragado de­masiadas cosas y debía soltarlas, ¿sabes...? Debía...
Le interrumpí antes de que se desatara el ataque de his­teria.
- Está bien, lo entiendo.
Eso era una trola de primera. No me había enterado de nada. Ella hacía ese tipo de cosas de vez en cuando, siempre desde el accidente, pero cada vez me daba un susto de muerte. Lissa me lo había explicado con anterioridad: no deseaba morir, sólo necesitaba desahogarse. Era el único modo de expulsar el dolor interno. No tenía otro modo de controlarlo.
-¿A santo de qué ocurre esto? -gritó con la cabeza hundida en la almohada-. ¿Por qué soy un monstruo?
 –No lo eres.
-A nadie más le ha sucedido algo así. Nadie más hace magia como yo.
-¿Has intentado hacer magia? -no hubo respuesta-. ¿Liss...? ¿Has intentado curar al conejo?
-Alargué las manos sólo para ver si podía sanarlo, pe­ro era un amasijo de carne ensangrentada... No pude.
«La cosa empeorará cuanto más use ese don. Debes de­tenerla, Rose».
Lissa tenía razón. La magia moroi podía conjurar agua y fuego, mover rocas o provocar corrimientos de tierra, pero nadie podía sanar y devolver la vida a animales muertos. Na­die. Excepto la señora Karp.
«Detenla antes de que se den cuenta, antes de que lo adviertan y se la lleven también. Sácala de aquí».
No me gustaba ni pizca guardar aquel secreto, en espe­cial porque no sabía qué hacer al respecto. Me reventaba esa sensación de impotencia. Era necesario preservarla de eso, y de sí misma, y aun así, al mismo tiempo, debía proteger a Lis­sa de ellos.
- Deberíamos irnos -dije de pronto-. Sería mejor que nos pirásemos.
-Rose...
- Está sucediendo de nuevo, y esta vez es peor, mucho peor que la última ocasión.
- La nota te ha asustado.
- No le temo a ningún papelito, pero este lugar no es seguro.
De pronto, volví a echar de menos Portland. Quizá fue­ra más sucio y estuviera más poblado que el escarpado pai­saje de Montana, sin embargo al menos allí sabías a qué ate­nerte, no como aquí, en la Academia, donde combatían pasado y presente. Tal vez tuviera muros antiguos y jardi­nes hermosos, pero la modernidad se deslizaba por dentro, y la gente no sabía cómo afrontar esa dualidad. Se parecía mucho a los propios Moroi. Las familias reales de toda la vida seguían detentando el poder nominal, mas aumenta­ba el descontento de la gente. Los dhampir deseaban me­joras en su forma de vida y los Moroi como Christian de­seaban dar batalla a los Strigoi. Las familias de abolengo todavía se aferraban a las tradiciones y hacían ostentación de su poder sobre todos los demás del mismo modo que la Academia había instalado a la entrada unas puertas de hierro forjadas de forma intrincada como señal de tradi­ción e invencibilidad.
Ah, bueno, y luego estaban las mentiras y los secretos.
Circulaban por todos los vestíbulos y se escondían en todos los rincones. Había alguien entre estas paredes que odiaba a Lissa, una persona que se acercaría a ella con una sonrisa perfecta en los labios y simularía ser su amiga. No iba a per­mitir que acabaran con ella.
- Necesitas dormir un poco -le dije.
-No puedo.
- Sí puedes. Estoy aquí contigo, no vas a quedarte sola.
La ansiedad, el miedo y otras emociones turbadoras la abrumaban, pero al final su cuerpo se rindió y al cabo de un rato se le cerraron los ojos y su respiración se acompasó. El vínculo entre nosotras quedó en silencio.
Me salía la adrenalina por las orejas, lo cual me impedía pegar ojo, de modo que velé el sueño de Lissa. La enfermera regresó al cabo de una hora más o menos y me instó a mar­charme.
- No puedo irme -le contesté-. Le he prometido que no la dejaría sola.
La enfermera de amables ojos marrones era alta incluso para los estándares de los moroi.
- Y no lo va a estar. Yo le haré compañía.
Le dediqué una mirada cargada de escepticismo. - Se lo he prometido.
Yo misma tuve un bajonazo en cuanto regresé a mi ha­bitación. El miedo y el nerviosismo también me habían des­gastado y por un momento deseé tener una vida normal y que mi mejor amiga fuera una chica corriente. Bueno, en realidad, nadie era normal, y yo tampoco había tenido otra amiga mejor que Lissa, pero, ostras, a veces me las hacía pasar moradas.
Dormí de un tirón hasta bien entrada la mañana y acu­dí a la primera clase con el miedo en el cuerpo, nerviosa por lo que podría haberse rumoreado sobre lo de la última no­che. Y así fue, realmente estaban hablando sobre la última noche, pero las conversaciones se centraban todavía en la reina y en la recepción. Ellos lo ignoraban todo sobre el in­cidente del conejo y aunque resulte difícil de creer, yo me había olvidado por completo del otro tema. Aun así, ahora me parecía un asunto bastante menor en comparación con la sangrienta incursión en el cuarto de Lissa.
En cualquier caso, noté algo raro conforme avanzaba el día. La gente dejó de mirar a Lissa sin cesar, y empezó a mi­rarme a mí. No importaba. Los ignoré, les di esquinazo y me fui a por Lissa, quien estaba terminando con un proveedor. Esa sensación de extrañeza volvió a mí mientras veía cómo movía los labios alrededor del cuello del proveedor al be­ber su sangre. Un hilillo de la misma se deslizaba garganta abajo. La tez lívida del humano resaltaba la intensidad del rojo. Los desangramientos continuos hacían de los provee­dores criaturas tan pálidas como los propios moroi. Él no parecía percatarse de nada, hacía mucho que se había entre­gado al éxtasis del mordisco. Llegué a la conclusión de que necesitaba terapia cuando tuve un ataque de celos.
-¿Te encuentras bien? -le pregunté más tarde, mien­tras íbamos de camino a clase. Ella llevaba ropa de manga larga a fin de ocultar las muñecas.
-Sí, pero no puedo dejar de pensar en ese conejo... Fue horroroso. Sigo viéndolo en mi mente, y luego no paro de darle vueltas a lo que hice -cerró con fuerza los ojos duran­te unos segundos y luego los abrió de nuevo-. La gente ha­bla de nosotras.
- Lo sé. Ignóralos.
- Me revienta -dijo ella, enojada. Creció en su interior un brote de inquina, sentimiento que me llegó a través del vínculo y me hizo estremecer, pues Lissa siempre había sido una persona amable y de buen talante-. Cómo odio todos esos cuchicheos. Menuda estupidez. ¿Cómo pueden ser to­dos tan superficiales?
- Ignóralos -repetí con ánimo apaciguador-. Eres lo bastante lista como para no pasar más tiempo con ellos.
Sin embargo, ignorarlos resultó más y más difícil con­forme pasaba el tiempo, pues los cuchicheos y las miradas fueron en aumento. En Comportamiento animal esto fue a peor y alcanzó tal punto que no fui capaz de concentrarme en mi nueva asignatura favorita. La señora Meissner había empezado a hablar de la evolución y de la supervivencia de los más aptos y de cómo los animales buscaban como pare­jas a los de mejores genes, un tema que me fascinaba, pero incluso ella lo tuvo difícil para mantenerse concentrada en su tarea y debió ponerse a dar voces para que todos se ca­llasen y prestaran atención.
-Se está cociendo algo -le dije a Lissa entre clases-. No sé de qué va la película, pero todos están dándo1e vuel­tas a un nuevo asunto.
-¿Otro? ¿Algo diferente al odio de la reina hacia mí? ¿ y qué podría ser?
- Me encantaría saberlo.
Al final, todo acabó por tomar forma y aclararse duran­te la última clase del día: Arte es1avo. Mientras trabajábamos cada uno en nuestros trabajos individuales, comenzó a hacerme gestos obscenos y sugerencias casi explícitas un tipo a quien no conocía de nada. Mi réplica estuvo a la altura, y le dejé bien clarito dónde podía meterse sus solicitudes.
Se limitó a reírse.
-Vamos, Rose, sangraría por ti.
La ocurrencia levantó unas risitas tontas y Mia nos lan­zó una mirada de perfidia.
- Espera, sería Rose quien sangrara, ¿no?
Se levantó otra oleada de risas. Sentí una bofetada en la cara cuando caí en la cuenta. Tiré de Lissa y la alejé. -lo saben.
-¿El qué?
-Lo nuestro, cómo tú... Bueno, ya sabes, cómo te alimenté durante nuestra fuga.
Ella se quedó con la boca abierta. -¿Y cómo...?
- ¿Y cómo crees tú? Esto es cosa de tu «amigo» Christian.
- No -replicó ella con determinación-, él no lo haría.
- ¿Y quién más lo sabía?
La confianza en Christian flameó en sus ojos e hizo pal­pitar nuestro vínculo, pero ella ignoraba que yo le había da­do caña la noche anterior a fin de hacerle pensar que Lis­sa le odiaba. El chaval era un veleta. Extender nuestro mayor secreto, bueno, uno de ellos, era una venganza acorde a la humillación sufrida. Tal vez fuera él quien mató también al conejo. Al fin y al cabo, el animalillo había muerto sólo un par de horas después de nuestra conversación.
No me quedé a esperar las protestas de mi amiga y me dirigí al otro lado de la habitación, donde Christian estaba trabajando a su bola, como de costumbre. Lissa anduvo a mi estela. Me importaba un bledo si la gente nos miraba, me incliné hacia él sobre el pupitre y puse mi rostro a escasos centímetros del suyo.
-Voy a matarte.
Él fijó sus ojos en Lissa. Quedaba en ellos un minúscu­lo rescoldo de nostalgia. Sin embargo, luego la contrarie­dad le crispó el semblante.
-¿Por qué? ¿Te dan puntos extra como guardiana?
-Abandona ya esa pose -le previne, bajando la voz una octava-. Es cosa tuya. Tú les has contado que Lissa se ali­mentó de mí.
Christian dejó de mirarme y se concentró en mi ami­ga. Se contemplaron sin parpadear el uno al otro. Percibí una oleada de atracción tan fuerte que resultaba extraño que no me apartara de en medio. Los ojos de Lissa delata­ban sus sentimientos. Para mí resultaba obvio que él sen­tía lo mismo que ella, aunque mi amiga no fuera capaz de verlo, básicamente porque ahora él la estaba fulminando con la mirada.
- Puedes dejar de fingir, ¿vale? -dijo Christian-. Ya no hace falta que te andes con disimulos.
El aturdimiento de la atracción de Lissa se desvaneció, reemplazado por el dolor y la confusión que sintió al oír el tono empleado.
-¿Fingir yo? ¿Disimulos...?
-Lo sabes de sobra. Déjalo ya, no actúes más.
Lissa le contempló fijamente con los ojos muy abiertos y gesto dolido. No tenía ni idea de que yo se la había montado la noche previa. No tenía ni idea de que Christian creía que ella le odiaba.
- Deja de compadecerte y dinos lo que importa -le solté-. ¿Has sido tú o no?
Me lanzó una mirada desafiante. - No ha sido cosa mía.
-No te creo.
-Yo sí -dijo Lissa.
-Sé que resulta imposible creer que un bicho raro como yo haya mantenido el pico cerrado, en especial cuando ningu­na de vosotras dos lo ha hecho, pero tengo mejores cosas que hacer que andar esparciendo rumores. ¿Queréis echarle la cul­pa a alguien? Pues ahí tenéis a vuestro niño bonito.
Seguí la dirección de su mirada hasta fijarme en Jesse, que se reía de algo, junto a ese memo de Ralf.
- Jesse no lo sabe -repuso Lissa, desafiante.
Christian no me quitaba los ojos de encima ni con agua caliente.
- Lo sabe, ya lo creo, ¿a que sí, Rose? Lo sabe.
Sentí un vacío en el estómago. Sí. Jesse lo sabía. Lo había sospechado la noche aquella en el sofá.
- No pensé... Jamás creí que lo dijera. Temía demasiado a Dimitri.
-¿Se lo dijiste? -exclamó Lissa.
- No, pero él se lo imaginó.
Comencé a sentirme mal.
- Da la impresión de que hizo algo más que imaginario. Me volví hacia él.
-¿Y qué se supone que significa eso?
- Ah, no lo sabes.
-Juro por Dios que te voy a romper el cuello después de clase, Christian.
-Tía, eres de lo más impredecible -parecía haber una nota jubilosa en su voz, pero luego habló con un tono más serio. Mantuvo la mueca y todavía estaba molesto, sin em­bargo percibí una enorme incomodidad en cuanto retornó la palabra-. Ha venido a decir más o menos que te ha to­mado la matrícula y ha trasteado con tu motor.
- Ah, ya lo pillo. Ha dicho que hubo sexo -yo no nece­sitaba andarme con rodeos. Christian asintió. Jesse fanfarro­neaba para aumentar su reputación de donjuán. Vale. Po­día soportarlo. Al fin y al cabo, tampoco tenía una reputación inmaculada. Todo el mundo estaba convencido de que yo mantenía relaciones sexuales sin parar.
- Eh... Ah, y Ralf dice lo mismo, que tú y él...
-¿Ralf? No tocaría a ese tipo ni puesta de alcohol y todo tipo de drogas hasta las cejas.
-¿Dice que yo...? ¿Que también me he acostado con él? Christian asintió.
-¡El muy gilipollas! Vaya...
-Todavía hay más...
-¿Cómo...? ¿Me he pasado por la piedra a todo el equipo de baloncesto?
- Los dos aseguran que tú les dejaste... Bueno, que les permitiste beber de tu sangre.
Aquello me dejó fría incluso a mí. Beber sangre duran­te el sexo era lo peor de lo peor. Era sórdido, mucho peor que ser una chica fácil o una zorrilla. Un trillón de trillones de veces peor que dejar a Lissa que bebiera de mi sangre para sobrevivir. Ése era territorio de las yanquis y las prostitutas de sangre.
-¡Es una locura! -chilló Lissa-. Rose nunca... ¿Rose? Yo había dejado de escucharla, estaba en mi propio mun­do, un mundo que llevaba al otro lado de la clase, donde se sentaban Jesse y Ralf la parejita alzó la mirada. En parte es­taban muy pagados de sí mismos, pero también se hallaban un tanto... nerviosos, si mi análisis de sus gestos era correc­to. Aquello no les pillaba de nuevas después de haber estado soltando embustes a mis espaldas.
La clase entera se detuvo cuando me planté delante de ellos. Al parecer, todos habían estado esperando algún tipo de demostración, una exhibición de mi mala fama.
-¿Qué diablos creéis que estáis haciendo? -le pregun­té en voz baja y amenazante.
La mirada nerviosa de Jesse adquirió un tono de pánico. Quizá fuera más alto que yo, pero ambos sabíamos quién ga­naría si me daba el punto y optaba por recurrir a la violencia. Sin embargo, Ralf me dirigió una sonrisa arrogante.
- Nada que no quisieras hacernos a nosotros -su son­risa se llenó de crueldad -. Y no se te ocurra ponernos una mano encima. Kirova va a mandarte a vivir con las demás prostitutas de sangre si comienzas una pelea.
Los demás contuvieron el aliento a la espera de mi reac­ción. No sé cómo el señor Nagy seguía totalmente ajeno al drama que tenía lugar en su clase.
Me entraron ganas de patearles a los dos, de darles con tanta fuerza que la discusión de Dimitri con Jesse pareciera una palmadita en la espalda. Me carcomía el deseo de borrar esa sonrisa del rostro de Ralf.
Pero fuera o no un gilipollas, estaba en lo cierto. Kiro­va me echaría en un abrir y cerrar de ojos si le tocaba, y si me expulsaban Lissa se quedaría sola. Respiré hondo y tomé una de las decisiones más duras de mi toda mi vida.
Me alejé.
El resto del día fue un espanto. Había invitado a todos a que me convirtieran en objeto de mofa al dar marcha atrás en lo de la pelea. Los cotilleo s y susurros eran cada vez más altos. La gente me miraba con mayor descaro, y se reía. Lis­sa hizo lo posible por hablar como una cotorra en un in­tento de consolarme, pero la ignoré incluso a ella. Me tragué todas las clases ausente como una zombi y me escabullí lo más deprisa posible a las prácticas con Dimitri, quien me de­dicó una mirada de sorpresa, pero se abstuvo de formular pregunta alguna.
Después, en la soledad de mi habitación, lloré por pri­mera vez en años.
Una vez que me hube desahogado, me disponía a poner­me el pijama cuando alguien llamó a la puerta. Era Dimitri. Estudió mi rostro y luego desvió la mirada, tras apreciar a las claras que había estado llorando. También podría jurar que al fin los rumores habían llegado a sus oídos. Lo sabía.
-¿Te encuentras bien?
-No importa si lo estoy o no, ¿recuerdas? -alcé los ojos hacia él-. ¿Cómo está Lissa? Va a ser duro para ella.
Una chispa de picardía le iluminó los ojos. Le sorprendía que estuviera preocupada por ella con la que estaba cayendo, o eso pensé. Mediante señas, me pidió que le siguiera y me condujo a unas escaleras traseras, unas que solían estar ce­rradas para los estudiantes, pero no esa noche, y me indicó que saliera mediante un gesto.
- Cinco minutos -me avisó.
Salí fuera con mayor curiosidad que nunca. Lissa estaba ahí. Debería haber sentido su proximidad, pero mi propio autocontrol la había oscurecido. Me abrazó sin decir ni una palabra y me estrechó durante unos instantes. Hice un gran esfuerzo para no derramar más lágrimas. Cuando nos se­paramos, ella me observó con calma.
- Lo siento mucho -dijo.
- No es culpa tuya. Ya pasará.
Lissa lo dudaba, eso era obvio. Y también yo.
- Es por mi culpa -insistió-. Ella lo ha hecho para pu­tearme a mí.
-¿Ella?
- Ha sido cosa de Mia. Jesse y Ralf no tienen coco para urdir algo semejante por sí solos. Tú misma lo dijiste: Jes­se le tenía demasiado miedo a Belikov para dar explicacio­nes sobre lo ocurrido. ¿Por qué ha esperado hasta ahora? Eso sucedió hace un tiempo. Se habría ido de la lengua entonces si hubiera querido esparcir rumores por ahí. Mia ha urdido todo como venganza por haber contado lo de sus padres. No sé cómo se las ha arreglado exactamente, pero es una de las que ha estado contando esas cosas.
En mi fuero interno supe que tenía razón. Jesse y Ralf eran las herramientas, pero el cerebro había sido Mia. -Ahora nada puede hacerse -suspiré.
-Rose...
- Olvídalo, Liss. Todo va bien, ¿vale?
Me miró durante unos segundos.
- No te he visto llorar en mucho tiempo.
- No he llorado.
Una corriente de solidaridad y congoja me llegó a través del vínculo.
- Mia no puede hacerte esto -argumentó.
Reí con amargura, medio sorprendida por mi propia in­defensión.
-Ya lo ha hecho. Aseguró que me la devolvería y que no sería capaz de protegerte. Y lo cumplió. Cuando vuelva a clase...
Sufrí un retortijón en las tripas cuando pensé en los ami­gos y en el respeto que me había ganado a pulso a pesar de ser una don nadie. Eso se había esfumado. No había vuelta atrás en una cosa de esa índole, al menos no entre los moroi. Cuando eras una yonqui de la mordedura, una prostituta de sangre, lo eras para siempre, y empeoraba las cosas el hecho de que una parte oscura y secreta de mí había disfrutado al ser mordida.
- No deberías seguir protegiéndome -repuso.
- Es mi trabajo -me reí-. Voy a ser tu guardiana.
- Lo sé, pero me refiero a cosas como ésta. No deberías sufrir por mi causa. No deberías estar pendiente de mí en todo momento, y aun así, lo haces siempre. Me sacaste de aquí y te encargaste de todo cuando estuvimos libradas a nuestra suerte, e incluso después, a nuestra vuelta, tú has llevado todo el peso. Siempre has estado ahí, cada vez que me he venido abajo, como la otra noche. Soy débil, no me parezco a ti.
Sacudí la cabeza.
- Eso no cuenta. Es lo que toca. No me importa.
-Ya, pero detente a mirar lo ocurrido. Mia me la tiene jurada a mí, y no sé la razón, de veras. Sea como sea, esto ha de cesar. Voy a protegerte yo a ti de ahora en adelante.
Su gesto irradiaba una determinación y una confianza tales que me recordó a la amiga que había conocido antes del accidente. Al mismo tiempo, pude percibir en ella algo más oscuro, un sentimiento de ira profundamente enterrado. Ha­bía visto antes ese lado chungo, y no me gustaba, no desea­ba que le hiciera sitio. Tan sólo deseaba mantenerla a salvo.
-Tú no puedes protegerme, Lissa.
-Sí puedo -replicó con fiereza-. Mia desea una cosa por encima de nuestra destrucción: la aceptación y la posibi­lidad de alternar con gente de sangre real y sentirse una de ellos. Puedo arrebatarle eso -esbozó una sonrisa-. Puedo volverlos contra ella.
-¿Cómo?
- Diciéndoselo -contestó con ojos flameantes.
Esa noche tenía una empanada mental y me llevó un tiempo darme cuenta de a qué se refería.
- No, Liss. No puedes usar la coerción, no en este lugar.
-También podría usar algo de esos estúpidos poderes.
«La cosa empeorará cuanto más use ese don. Debes de­tenerla, Rose. Detenla antes de que se den cuenta, antes de que lo adviertan y se la lleven también. Sácala de aquí».
- Liss, como te pillen...
Dimitri asomó la cabeza.
- Debes volver dentro antes de que alguien te encuen­tre, Rose.
Lancé una mirada de pánico a Lissa, pero ella ya había empezado a marcharse.
-Yo me haré cargo de todo esta vez, Rose. De todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te ha gustado, hazmelo saber, y de esta manera subire más rápido las continuaciones!