Capítulo 18


Capítulo 18

No sabría decir qué me llevó a tomar aquella decisión en la enfermería. Había guardado demasiados secretos durante demasiado tiempo en la creencia de que era el mejor modo de proteger a Lissa, pero ocultar esos cortes no la protegía lo más mínimo. Yo no había sido capaz de detenerla, y me preguntaba en realidad si no sería culpa mía que hubiera empezado. Nada de esto sucedió hasta que me curó tras el accidente. ¿Qué habría ocurrido de haberme dejado allí herida? quizá me habría recobrado y tal vez ella estaría perfectamente a día de hoy.
Me quedé en la clínica mientras Dimitri iba en busca de Alberta. Él no vaciló ni un segundo en cuanto le revelé el pa­radero de Liss. Salió disparado nada más saber que la prin­cesa estaba en peligro.
Después de aquello, todo se movió como una pesadilla a cámara lenta. Los minutos se desgranaron despacio mien­tras yo esperaba. Se levantó un alboroto cuando Dimitri regresó con mi amiga en brazos, inconsciente. Todos qui­sieron sacarme de allí. Había perdido demasiada sangre e hicieron todo lo posible por acometer la difícil tarea de hacerle recuperar el conocimiento mientras conseguían a un proveedor a fin de que pudiera alimentarse en cuanto lo trajeran. No fue hasta bien entrada la medianoche de la Academia cuando alguien decidió que se hallaba lo bas­tante estable como para permitirme una visita.
-¿Es cierto? -me preguntó cuando entré en la habita­ción. Ella yacía tendida en el lecho con las muñecas fuerte­mente vendadas. Sabía que había bebido mucha sangre, pero a mi juicio todavía estaba demasiado pálida-. Me han dicho que fuiste tú quien los avisó.
-Tuve que hacerlo -respondí, temerosa de acercarme demasiado-. Liss... esos cortes tuyos son cada vez peores, y después de haberme curado y haber tenido una discusión con Christian... No podías manejar eso tú sola, necesitabas ayuda.
Ella cerró los ojos.
-Christian, de modo que lo sabes... Estás al tanto de eso, por descontado que sí. Lo sabes todo.
- Perdona, sólo quería ayudar.
- La señora Karp insistió en mantener el secreto, ¿lo has olvidado?
- Ella se refería a las otras cosas. Dudo que ella quisiera que te autolesionaras.
-¿Les has hablado de las otras cosas? Negué con la cabeza.
-Todavía no.
Ella ladeó la cabeza para dirigirme una mirada gélida. -Todavía. Pero vas a hacerlo.
- Es mi obligación. Puedes curar a otras personas, pero eso te mata.
-Te sané a ti.
- Al final me habría puesto bien de todos modos. Un tobillo se recupera. No merecía la pena que te pusieras tan mala para sanarlo, y creo que fue así cómo comenzó, cuando me curaste por primera vez.
Le detallé mi revelación sobre el accidente y cómo tanto los poderes como la depresión habían comenzado a partir de ese momento. También observé que nuestro vínculo se había establecido a partir del percance, aunque todavía no era ca­paz de comprender del todo la razón.
- No sé qué va a suceder, pero esto nos supera. Nece­sitamos ayuda.
-Se me llevarán -respondió Liss de forma tajante-, como a la señora Karp.
-Van a intentar ayudarte, o eso creo. De hecho, ya es­tán preocupados, Liss. Voy a hacer esto por ti, sólo deseo tu bien.
Ella me dio la espalda. -Vete, Rase.
Y eso hice.
Le dieron el alta a la mañana siguiente con la condi­ción de que debía regresar todos los días para hablar con un orientador. Dimitri me informó de que también habían planeado administrarle alguna medicación para ayudada con la depresión. Las pastillas nunca me habían hecho mucho ti­lín, la verdad, pero iba a recibir con agrado cualquier ayuda para ella.
Por desgracia, algún estudiante de segundo año se ha­llaba en la enfermería para ser asistido de un ataque de asma y había visto a Liss con Dimitri y Alberta. Desconocía la causa de su ingreso, pero no se había cortado ni un pelo a la hora de decir en los pasillos todo cuanto había visto. Ésos se lo contaron a otros en el desayuno y a la hora del almuer­zo hasta el último alumno de clase social superior estaba al tanto de la visita médica a medianoche.
Y lo más importante de todo: todos sabían que Liss no me dirigía la palabra.
Cualquier posible avance social hecho hasta ese momen­to se hundió como si tal cosa. Ella no me había condenado al ostracismo de forma directa, pero su silencio era eviden­te y la gente se comportaba en consecuencia.
Me pasé todo el día andando por el centro como un es­pectro. La gente me miraba y me dirigía la palabra de vez en cuando, pero pocos hicieron un esfuerzo superior a ése. Siguie­ron a Lissa, e imitaron su silencio. Nadie me daba caña abier­tamente para no arrastrar las consecuencias de una posible re­conciliación entre Lissa y yo, pero de forma ocasional, cuando creían que no les oía, me llamaban «prostituta de sangre».
Mason no habría tenido inconveniente en que me sen­tara con él durante el almuerzo, pero algunos de sus amigos no habrían sido tan agradables y yo no deseaba ser el moti­vo de ninguna pelea entre él y sus colegas. Por eso, elegí la compañía de Natalie.
- He oído que Lissa intentó escaparse otra vez y que tú la detuviste -comentó ella.
Nadie tenía la menor pista de la razón de su ingreso en la enfermería y yo esperaba que las cosas siguieran así, pero ¿escaparse? ¿De dónde había salido esa tontería?
- ¿y por qué iba a hacer eso?
- No lo sé -bajó la voz-. Tal vez por haberse fugado ya una vez, ¿no? Es lo que he oído.
Esa historia fue a más conforme transcurría el día, al igual que toda clase de rumores sobre las razones por las cuales Lissa podía haber necesitado asistencia en el centro médico. El embarazo y el aborto eras las dos más populares. Algunos decían con la boca chica que tal vez se había contagiado de la enfermedad de Victor. Nadie se había acercado a la ver­dad ni por equivocación.
Salí de la última clase lo más rapidito posible, pero me quedé a cuadros cuando Mia caminó hacia mí.
-¿Qué quieres? -inquirí-. No puedo salir a jugar contigo, chiquitina.
-Te das muchos humos para ser alguien que ahora mismo no existe.
-A diferencia de ti, ¿no? -pregunté. Sentí una punza­da de pena por ella al recordar las revelaciones de Christian. La culpabilidad desapareció en cuanto contemplé su rostro de cerca. Tal vez fue una víctima en el pasado, pero ahora era un monstruo. Su semblante tenía un aspecto artero y frío, muy diferente al de la chica desesperada y llorosa del otro día. No se había dado por vencida después de lo que le ha­bía hecho André, si es que era cierto, y yo pensaba que sí lo era, y albergaba serias dudas de que diera su brazo a torcer con Lissa. Mia era una superviviente.
- Ella se ha librado de ti, y tú eres demasiado altiva y or­gullosa para admitirlo -esos ojos azules suyos estaban a pun­to de salírsele de las órbitas-. ¿No quieres hacérselo pagar?
-¿Estás más loca de lo habitual? Es mi mejor amiga. Además, ¿por qué me sigues?
Ella chistó.
- Pues no se comporta como tal. Vamos, dime qué ha pasado en la enfermería. Ha sido algo grave, ¿a que sí? Está embarazada, ¿no? Cuéntamelo.
-Lárgate.
-Si me lo dices, me encargaré de que Jesse y Ralf digan que se inventaron todo aquello.
Dejé de caminar y me giré para encararme con ella. Mia retrocedió un par de pasos, asustada. Debió de recordar al­gunas de mis amenazas en el pasado sobre el empleo de la violencia física.
-Ya sé que se lo inventaron todo... porque no hice nada de eso, y van a correr historias sobre cómo te has desangrado si vuelves a intentar que me revuelva contra Lissa, ¡porque te rajaré la garganta!
Iba aumentado el volumen de la voz con cada palabra pronunciada hasta acabar casi gritando. Mia retrocedió to­davía más, manifiestamente aterrada.
- Estás como una chota. No me sorprende que se haya librado de ti -se encogió de hombros-. Da igual. Me en­teraré de lo ocurrido por otras vías.
Ese fin de semana se celebraba el baile y resolví no acu­dir: no me apetecía lo más mínimo. En primer lugar, habría resultado un tanto estúpido, y además, a mí únicamente me interesaban las fiestas privadas de después, y no era probable que me invitaran a ninguna si no iba con Lissa. En vez de eso, me atrincheré en mi cuarto e intenté sin éxito alguno hacer alguna tarea mientras percibía a través del vínculo to­da clase de sentimientos enfrentados, ansiedad e inquietud. Debía de ser duro salir por ahí toda la noche con un chico que no te gustaba de verdad.
Diez minutos después de que empezara el baile resolví asearme y darme una ducha. Me encontré a Mason delante de mi puerta cuando regresé al pasillo desde los servicios con el pelo envuelto en una toalla. No vestía de punto en blan­co, pero no iba en vaqueros, lo cual ya era un comienzo.
- Estás ahí, descocada. Estaba a punto de rendirme.
-¿Has provocado otro incendio? No se permiten chicos en esta área.
- Qué más da, como si eso supusiera alguna diferencia -eso era cierto. Quizá el colegio fuera capaz de repeler un ataque strigoi, pero lo hacían de pena a la hora de impedir que nos juntáramos unos con otros-. Déjame entrar. Has de prepararte.
Necesité un minuto antes de comprender a qué se refería. - No, no voy a ir.
-Venga, vamos -me azuzó mientras se metía en mi cuarto-. ¿Y eso porque te has peleado con Lissa? Vais a re­conciliaras pronto. No hay motivo para que te quedes aquí la noche entera, y si no quieres estar cerca de ella, Eddie va a reunir un grupo para seguir en su habitación más tarde.
Mi viejo yo, tan amante de la diversión, resurgió un poquito. Nada de Lissa. Probablemente tampoco nadie de sangre real.
-¿Sí?
Mason esbozó una gran sonrisa al ver que empezaba a convencerme. Me bastó mirarle a los ojos para verificar lo mucho que le gustaba, y de nuevo me mortifiqué preguntán­dome por qué no podía tener un novio formal. ¿Por qué que­ría a mi sexy mentor, de más edad, a quien probablemente acabaría consiguiendo que despidieran?
-Sólo va a haber novicios -continuó Mason, ajeno por completo al curso de mis pensamientos-. Y te tengo pre­parada una sorpresa para cuando estemos allí.
-¿Está dentro de una botella?
No tenía razón para mantenerme sobria si Lissa quería ignorarme.
- No, eso corre de cuenta de Eddie. Levanta y vístete. Sé que no vas a llevar esos harapos.
Agaché la cabeza y miré mis ajados vaqueros y la camise­ta con el logotipo de la Universidad de Oregón. Eso estaba fuera de toda duda: no iba a llevar esa ropa.
Cruzamos el patio en dirección a la cafetería un cuarto de hora más tarde reviviendo cómo esa misma semana un compa­ñero de entrenamiento especialmente tonto se había puesto un ojo a la funerala él solito. Resultaba harto difícil caminar depri­sa sobre el suelo helado con zapatos de tacón. No me había sacado de encima la congoja por lo de Liss, pero era un comien­zo. Quizá no la tuviera a ella ni a sus amigos, pero al menos me quedaban los míos. Era muy probable que fuese a pasarme toda la noche bebida y patas arriba. No resultaba la mejor forma de solucionar los problemas, eso era bien cierto, pero al menos era realmente divertido. Sí. Mi vida podía ser peor.
Entonces nos topamos con Dimitri y Alberta.
Venían de algún otro lugar e iban a su bola, hablando de cosas de guardianes. Alberta sonrió al vernos y nos con­cedió esa mirada indulgente que dedican los mayores a los más jóvenes que parecen estar pasándolo bien y actuando de forma alocada, como si creyera que éramos adorables. Los nervios nos hicieron perder la seguridad del paso y nos detuvimos de mala manera. Mason debió sujetarme por el brazo para sostenerme.
-Señor Ashford, señorita Hathaway, me sorprende que todavía no hayan entrado en las zonas comunes.
Mason le dedicó su mejor sonrisa angelical de mascota del profe.
- Nos hemos retrasado, guardiana Petrov. Así son las co­sas con las chicas: siempre han de estar estupendas. Usted sobre todo debería saberlo.
Normalmente le habría dado un codazo por soltar se­mejante sandez, pero yo estaba mirando a Dimitri y me sen­tía incapaz de articular palabra, y tal vez lo más importante de todo: él no me quitaba ojo de encima.
Llevaba puesto el vestido negro, que me sentaba tan es­tupendamente como yo esperaba. De hecho, me sorprendió que Alberta no me llamara al orden y me recordara las nor­mas del decoro. La tela colgaba por todas partes y el pecho de ninguna chica moroi podía haber sostenido aquel vesti­do, lucía en mi cuello la cadena de oro con la rosa de diaman­te y había usado el alisador moldeador de pelo para dejar mis cabellos tal y como yo sabía que a Dimitri le gustaba. No me había puesto pantis, porque nadie se los ponía cuando llevaba un vestido como ése, por lo que se me estaban quedan­do helados los pies, pero todo fuera por estar guapa.
Me hallaba segura de estar realmente atractiva, pero el rostro de Dimitri no ofrecía indicio alguno al respecto. Él me miraba, me miraba, sólo me miraba. Tal vez eso ya indi­caba algo sobre mi apariencia en sí misma. Entonces caí en la cuenta de que Mason me sostenía la mano y la retiré. Él y Alberta dejaron de hacer comentarios jocosos y cada pa­reja continuó su camino por separado.
La música retumbaba en el interior del restaurante cuan­do llegamos. Había lucecitas navideñas blancas y, puaj, una bo­la luminosa de discoteca proporcionaba la única iluminación real, pues de otro modo estaría en penumbra. Un amasijo de cuerpos daba más y más vueltas en la pista de baile. Eran alum­nos de primer curso en su mayoría. Los alumnos de nuestra edad se congregaban en las esquinas de la estancia en grupos de actitud displicente a la espera de una oportunidad para es­cabullirse, pues los guardianes y los profesores patrullaban por la zona como si fueran carabinas y separaban a los bailarines que se arrimaban más de la cuenta.
Cuando vi a la directora pasear por allí con un sencillo vestido hecho con tela a cuadros me volví hacia Mason y le dije:
- ¿Estás seguro de que no podemos empezar ya con las bebidas fuertes?
Él se rió con disimulo y volvió a tomarme de la mano. -Venga, es hora de tu sorpresa.
Me dejé llevar por él. Caminé por el cuarto a través de la chavalería de primer año, demasiado jóvenes para hacer bien el tipo de movimientos pélvicos que intentaban. ¿Dón­de estaban las carabinas cuando se las necesitaba? Fue en­tonces cuando vi adónde me conducía Mason y me detuve entre gritos.
- No -insistí mientras me resistía cuando tiraba de mi mano.
-Vamos, va a ser estupendo.
- Me estás llevando hacia Jesse y Ralf, la gente únicamente puede verme en su compañía de un modo: con un objeto contundente en la mano y apuntándoles entre las piernas.
Él dio otro tirón.
- Eso se acabó. Vamos.
Acabé moviéndome a regañadientes y mis peores temo­res se materializaron cuando varias personas se movieron ha­cia nosotros mientras nos abríamos paso. Ni Jesse ni Ralf se habían percatado de nuestra presencia en un primer momen­to, la diversión cincelaba una mueca de mofa en sus rostros. Miraron mi vestido y mi cuerpo lo primero de todo y el su­bidón de testosterona les cambió el rostro transformándo­lo en una máscara de pura lujuria. Luego, parecieron darse cuenta de que era yo y de pronto parecieron aterrados. Guay.
Mason le hundió con fuerza la punta del dedo en el pecho. -Vale, Zeklos, díselo.
Jesse no dijo ni pío y Mason repitió el gesto, pero con mayor dureza.
-Díselo.
-Sabemos que nada de eso pasó, Rose -farfulló Jesse sin mirarme a los ojos.
Estuve a punto de ahogarme por el ataque de risa. -¿No me digas? Ahí va, cuánto me alegro de oírlo. Ya ves, estaba pensando que había sucedido de verdad hasta que tú lo has dicho. Chicos, menos mal que estáis ahí para en­mendarme y decir qué he hecho y qué no.
Ellos dieron un respingo y la expresión alegre de Mason se ensombreció hasta tornarse bastante más dura. - Ella ya sabe eso, decidle el resto -gruñó. Jesse suspiró.
- Lo hicimos porque nos lo dijo Mia.
-¿Y…? -los azuzó Mason.
- ... y lo sentimos mucho -concluyó Jesse.
Mason se volvió hacia Ralf
- Quiero oírtelo decir a ti, grandullón.
Ralf también rehuyó mirarme a la cara, pero farfulló unas palabras que vagamente parecían una disculpa.
Mason se volvió más incisivo al verlos derrotados por completo.
-Te falta por oír lo mejor.
Le dirigí una mirada fulminante por el rabillo del ojo. -¿Ah, sí? ¿Te refieres a cuando rebobinamos el tiempo y todo esto no ha ocurrido?
- Lo siguiente mejor después de eso -dio unas palmaditas a Jesse-. Decídselo, contadle la razón de vuestro comportamiento.
Jesse alzó los ojos e intercambió una mirada incómoda con Ralf
-Vais a conseguir que la señorita Hathaway y yo nos ca­breemos un montón, chicos -les avisó Mason, a quien se le notaba feliz de la vida por algún motivo-. Decidle por qué lo hicisteis.
Jesse tenía esa pinta de quien sabe que las cosas no po­dían empeorar más, de modo que me miró a los ojos y con­testó:
- Lo hicimos porque durmió con nosotros, con los dos. 

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