Capítulo 11
-¿Necesitas algo que ponerte? -preguntó Lissa.
-¿Eh...?
La miré de refi1ón. Yo estaba poniendo la oreja a la conversación de
Mia, que se empecinaba en negar ante una de sus amigas las afirmaciones acerca
del trabajo de sus padres mientras venía el señor Nagy para comenzar la clase
de Arte es1avo.
- No es como si fueran criados o algo por el estilo -insistió,
claramente abochornada-. En la práctica vienen a ser consejeros, los Drozdov no
deciden nada sin ellos.
Reprimí a duras penas una risotada. Lissa sacudió la cabeza.
-¡Cómo te lo estás pasando con este asunto!
- Porque es tremendo. ¿Qué me habías preguntado? -rebusqué en el caos
de mi bolso a ver si encontraba el brillo de labios. Hice un mohín de
contrariedad cuando lo encontré. Estaba a punto de acabarse y no sabía cuándo
lograría agenciarme otro.
-Te he preguntado si necesitabas algo de ropa -repitió ella.
- Bueno,
sí, por supuesto que sí, pero no me vale nada de lo tuyo.
-¿Qué vas
a hacer? Me encogí de hombros.
-
Improvisar, como siempre. Eso no me preocupa lo más mínimo. Estoy contenta de
que Kirova me deje ir.
Teníamos
un cónclave esa noche. Ya era 1 de
noviembre, el Día de todos los Santos, lo cual significaba que casi había
pasado un mes desde nuestro regreso. En tan señalada fecha iba a visitar las
instalaciones un grupo de sangre real entre cuyos integrantes estaba la reina
Tatiana en persona. Lo cierto es que no era eso lo que me inquietaba; ella ya había visitado la Academia antes. La visita
era bastante frecuente y mucho menos glamurosa de lo que parecía. Además, yo valoraba
en muy poquito a los engreídos miembros de la realeza después de llevar tanto
tiempo viviendo entre humanos y líderes
selectos. Aun así, me habían dado permiso para asistir porque todo el mundo
iba a estar presente. Era un cambio, la oportunidad de alternar con la gente
en vez de estar encerrada en mi cuarto. Iba a pagar con gusto el precio de
soportar unos cuantos discursos aburridos a cambio de una pequeña dosis de
libertad.
No me
quedé a charlotear con Lissa después de clase, como tenía por costumbre, pues
Dimitri no se había rajado en lo tocante
a los entrenamientos adicionales y yo intentaba cumplir mi palabra. Ahora,
tenía dos horas más de prácticas con él, una antes y otra después del horario
lectivo. Cuanto más le veía en acción, más comprendía su bien ganada fama de
luchador agresivo. El tío era un máquina, como bien lo demostraban las seis
marcas molnija, y yo me moría de
ganas de aprender todo cuanto él sabía.
Nada más
llegar al gimnasio le vi en camiseta y unos holgados pantalones de atletismo
en vez de los habituales jeans. Le sentaban bien. Muy bien. «Deja de mirarle»,
dije para mis adentros de forma inmediata.
Me situó
en la colchoneta de forma que quedamos el uno frente al otro y luego cruzó los
brazos.
-¿Cuál es
el primer problema con el que vas a encontrarte en un enfrentamiento con los
strigoir
-¿Que son
inmortales?
- Piensa
en algo más básico.
¿Más que
eso? Le di una vuelta al asunto. -Son más grandes y más fuertes que yo.
La mayoría
de los strigoi tenían la misma altura que sus primos moroi, a menos que antes
hubieran sido humanos. Además, los strigoi tenían más fuerza, reflejos y
sentidos que los dhampir.
Dimitri
asintió.
- Eso lo
hace difícil, pero no imposible. Es perfectamente posible usar el peso y la
altura de una persona contra ella.
Él se giró
e hizo una demostración de varias llaves, marcando todos los pasos y cada
golpe. Mientras imitaba los movimientos del mentor, empecé a tomar conciencia
de las razones por las cuales solía recibir tantos golpes en las prácticas de
grupo. Aprendí los golpes al cabo de poco tiempo y me consumía la impaciencia,
pues no veía el momento de hacer uso de ellos. Me dejó intentarlo casi al final
del entrenamiento.
-Adelante -me instó-, intenta golpearme.
No necesitó repetírmelo de nuevo. Avancé con el propósito de propinarle
uno, pero me bloqueó con suma facilidad y acabé despatarrada sobre la
colchoneta. Me dolía todo el cuerpo, pero no estaba dispuesta a dejar que se
notara. Di otro brinco con la esperanza de sorprenderle con la guardia baja,
pero no fue así, y acabé igual.
-Vale, ¿qué he hecho mal?
-Nada.
Yo no estaba tan convencida.
-Ya te habría dejado inconsciente si no hubiera metido la pata.
- Nada de eso. Todos tus movimientos han sido correctos, pero es la
primera vez que lo intentas y yo llevo años haciendo esto.
Meneé la cabeza y puse los ojos en blanco cuando salió con su rollo de
anciano sabiondo. Me había dicho en una ocasión que tenía veinticuatro tacos.
-lo que tú digas, abuelito. ¿Me dejas intentado otra vez?
-Ya nos hemos pasado de hora, ¿o es que no quieres arreglarte?
Miré el polvoriento reloj de la pared y me incorporé. Era casi la hora
del banquete. Me dio un mareo. Me sentía como Cenicienta, pero sin las ropas.
- Diablos, sí, sí quiero.
Se alejó de mí y se dio la vuelta. Le estudié con la mirada y entonces
comprendí que no podía dejar pasar la oportunidad ahora que no le tenía de
frente. Me situé a su espalda
y me
posicioné exactamente como él me había enseñado, sabedora de que contaba a mi
favor con el factor sorpresa: no iba a verme venir.
Se giró
como una peonza a la velocidad del rayo antes de que pudiera siquiera tocarle y
me aferró con un movimiento insultantemente simple y, como si no pesara nada, me
tiró al suelo, donde me dejó bien clavadita.
-¡No he
hecho nada mal! -me quejé.
Se agachó
y me miró al tiempo que me aferraba de las muñecas para levantarme, pero no
parecía tan serio como lo había estado durante la clase. Parecía encontrar todo
aquello de lo más divertido.
- Un grito
de guerra te delata. Procura no aullar la próxima vez.
- ¿Habría
habido alguna diferencia si hubiera tenido el pico cerrado?
Él se lo
pensó unos instantes. - No, probablemente, no.
Suspiré de
forma ostensible. Aun así, estaba de muy buen humor, demasiado como para
venirme abajo por esa pequeña decepción. Había ciertas ventajas en tener como
mentor a un verdadero hacha como él, un tipo que me sacaba dos palmos de altura
y me aventajaba en peso notablemente, y eso sin entrar a considerar la fuerza.
No era un armario, sino enjuto, pero fibroso como él solo. Sería capaz de
ganar a cualquiera si podía batirle a él.
De pronto
caí en la cuenta de que no me había soltado.
La piel de
sus dedos estaba caliente allí donde me sujetaba por las muñecas. Tenía su
semblante a escasos centímetros del mío y; de
hecho, los muslos y el torso de Dimitri estaban pegados a los míos. Mechones de
sus largos cabellos castaños le colgaban alrededor del rostro, y él parecía
estar observándome del mismo modo que la nochecita aquella del sofá. Ay, Dios,
qué bien olía. Empecé a tener dificultades para respirar y tampoco andaba muy
sobrada de aliento después de la paliza del entrenamiento y de aquel apretujón.
Habría
dado cualquier cosa por ser capaz de 1eerle la mente en ese instante. Me había
percatado de que me miraba con esa expresión calculadora desde la noche en que
nos pilló en el cuartucho. No me estudiaba durante los entrenamientos
propiamente dichos, donde guardaba un comportamiento muy profesional, pero
antes y después de los mismos se relajaba un poquito y me miraba de un modo
casi admirativo, y algunas veces, si estaba de suerte, de mucha suerte, hasta
me sonreía, pero una sonrisa de verdad, no una de esas secas muecas cargadas
de sarcasmo que nos dedicaba tan a menudo. Me moriría antes que reconocérselo a
nadie, ni a Lissa, ni siquiera a mí misma, pero había días en que vivía
únicamente para esas sonrisas. Le iluminaban el semblante. El término «espléndido»
se quedaba muy corto para describirle.
Me estrujé
el coco en busca de una contestación profesional y relacionada con el mundo de
los guardianes a fin de simular calma, pero en vez de eso le solté:
- Eh...
Esto... ¿Te queda algún otro movimiento por enseñarme?
Curvó los
labios y por un momento pensé que estaba a punto de obtener una de esas
sonrisas. Me dio un vuelco el corazón. Entonces, con un esfuerzo manifiesto,
reprimió la sonrisa y se convirtió una vez más en mi duro mentor con su
discurso de «quien bien te quiere te hará llorar». Se apartó de mi lado, se
echó hacia atrás y se irguió.
-Venga,
debemos irnos.
Le seguí
fuera del gimnasio dando trompicones sin que él volviera la vista atrás. Estuve
dándome de bofetadas todo el camino de regreso a mi cuarto.
Me estaba
enamorando de mi mentor; un mentor y un viejales. Debía sacármelo de la cabeza
cuanto antes. Me sacaba siete años. Podía ser mi pa... Bueno, eso era pasarse,
pero seguía teniendo un porrón de años más. Debía estar aprendiendo a
escribir cuando yo nací y probablemente él ya estaría besando chicas cuando yo
estaba aprendiendo a leer, escribir y tirar libros a la cabeza de mis
profesores. Y teniendo en cuenta lo bueno que estaba, serían
muchas chicas, seguro.
En ese
preciso momento no necesitaba semejante complicación en mi vida.
Encontré
un suéter potable tras mucho rebuscar en mi cuarto, me di una ducha rápida y
crucé el campus de camino a las zonas comunes.
Los
interiores de la Academia
eran bastante modernos a pesar de los muros de piedra amenazantes, las estatuas
de fantasía y las torrecillas de los edificios. Disponíamos de zona Wi-Fi,
luces fluorescentes y cualquier avance tecnológico imaginable. En especial las
zonas comunes se asemejaban mucho a las cafeterías más frecuentadas durante mi
estancia en Portland y Chicago: sencillas mesas cuadradas, paredes lisas de color gris oscuro y un pequeño espacio
reservado donde preparaban nuestras mal aliñadas comidas. Alguien se había
molestado al menos en colgar fotos enmarcadas por aquí y por allá en un
esfuerzo por darle una pizca de gracia al sitio, pero las fotografías de vasos y
árboles sin hojas no respondían a mi concepto de «arte», la verdad.
Sin embargo, esa noche alguien se las habían arreglado para
transformar las anodinas zonas comunes en un comedor como Dios manda. Los
búcaros y jarrones rebosaban rosas rojas y delicados lirios blancos. Los
manteles de lino eran, ¡toma ya!, de un color rojo sangre. El efecto era
acojonante. Resultaba difícil creer que ése era el mismo lugar donde solía
comer empanadas de pollo. Ahora sí parecía un sitio digno de una reina.
Habían colocado las mesas en hileras con el fin de crear un pasillo en
el centro. También asignado rigurosamente los sitios y; por descontado, yo no
podía sentarme cerca de Lissa. Ella ocupaba una plaza en los puestos
frontales, entre los moroi, mientras que yo me sentaba al fondo con los novicios,
pero me vio en cuanto entré en la sala y me dedicó una sonrisa. Natalie le
había prestado la ropa de esa noche, un vestido sin tirantes de seda azul muy a
juego con sus facciones pálidas. ¿Quién iba a sospechar que Natalie tenía
trapitos tan finos? Eso hacía que mi suéter perdiera unos cuantos puntos.
Los moroi siempre desarrollaban aquellos banquetes formales del mismo
modo: situaban la mesa principal sobre una tarima emplazada en la parte frontal
de la habitación, donde poder soltar toda esa cháchara laudatoria llena de
exclamaciones, «oh», «ah», y ver cenar a la reina Tatiana y al resto de los
regios comensales. Los guardianes se apostaban junto a las paredes, rígidos y
severos como estatuas. Dimitri figuraba entre ellos. Una sensación extraña me
corrió por las tripas cuando recordé lo sucedido en el gimnasio. Él mantenía
la vista fija al frente, como si no mirase a nada en concreto y pudiera verlo
todo al mismo tiempo.
Todos nos
levantamos en señal de respeto cuando llegó la hora de la entrada regia y
observamos el avance del cortejo por el pasillo central. Reconocí a unos
poquitos, la mayoría de ellos porque tenían hijos cursando estudios allí. Se
hallaba entre ellos Victor Dashkov; que caminaba lentamente con su báculo. Al
tiempo que estaba feliz de volver a verle, se me encogía el corazón con cada
paso vacilante que daba en dirección al área frontal de la sala.
Cuatro
guardias solemnes vestidos con chaquetas de rayas rojas y negras entraron en
el comedor en cuanto hubo pasado el grupo. A continuación, se puso de rodillas
todo el mundo, salvo los guardias, en señal de lealtad.
¡Cuánta
pose y pompa!, pensé con cansancio. Cada monarca moroi elegía a su sucesor de
entre las familias de sangre real, pero el rey o la reina no podían elegir a
ninguno de sus descendientes directos, y un concilio de nobles y familias
regias podían oponerse a dicha elección si había una causa justificada, aunque
eso no sucedía casi nunca.
Detrás de
los guardias marchaba la reina Tatiana, ataviada con un vestido de seda roja y
una chaqueta a juego. Debía de tener los sesenta recién cumplidos. Lucía una
tiara del estilo de las que llevan las ganadoras de Miss América sobre su
melena negra, cuyas guedejas le colgaban a la altura del mentón. Se movía
lentamente por la habitación, como si estuviera dando un paseo. Los cuatro
guardias de detrás le seguían el paso.
Su
Majestad se movió con paso bastante más rápido cuando pasó por el área de los
novicios, aunque repartió asentimientos y sonrisas por aquí y por allí. Quizá
los dampiros seamos semihumanos, hijos bastardos de los moroi, pero recibimos
entrenamiento y consagramos nuestras vidas a servirlos y protegerlos. Eran muy
altas las probabilidades de que casi todos nosotros muriéramos jóvenes, y la
reina debía mostrar respeto hacia ese sacrificio.
Anduvo
despacio otra vez cuando caminó por el área moroi y llegó a detenerse para
hablar con unos cuantos estudiantes. Ser objeto de tal deferencia era una gran
cosa, y casi siempre un indicio de que los padres del alumno elegido estaban
en buenos términos con ella. Los miembros de la realeza se llevaron casi todas
las atenciones, por supuesto. En realidad, tampoco les decía mucho de interés,
en su mayoría eran frases floridas y huecas.
- Vasilisa
Dragomir.
Levanté la
cabeza de inmediato. La alarma me llegó a través del vínculo que nos unía en
cuanto Lissa oyó su nombre. Todo el mundo estaba deseoso de escuchar las
palabras de la reina a la princesa fugitiva. Sabía que nadie iba a fijarse en
mí cuando la reina en persona había concentrado toda su atención en la última
de los Dragomir, por lo cual rompí el
protocolo al salirme de mi posición y me ladeé un tanto a fin de obtener una
mayor visibilidad.
- Habíamos tenido noticia de tu regreso. Nos alegra tener de vuelta a
los Dragomir, aunque sea a su último representante. Lamentamos profundamente
la pérdida de tus padres y de tu hermano, pues se contaban entre lo más egregio de los moroii. Sus muertes han
supuesto una verdadera tragedia.
Nunca en la vida he comprendido el uso del «nos» mayestático, pero,
por lo demás, el discurso tenía buena
pinta.
- El tuyo es un nombre interesante -continuó-. Muchas heroínas de los
cuentos populares rusos se llaman como tú: Vasilisa la Valiente , Vasilisa la Hermosa. Son jóvenes
diferentes, sí, pero todas tienen el mismo nombre e idénticas cualidades:
fuerza, inteligencia, disciplina y virtud. Todas llevan a cabo grandes cosas y
prevalecen sobre sus adversarios.
»De igual modo, el apellido Dragomir se ha granjeado el respeto de
todos por méritos propios. Los reyes y reinas
del linaje Dragomir han gobernado con sabiduría y justicia a lo largo de nuestra historia y han usado sus
poderes para propósitos casi milagrosos. Han acabado con muchos strigoi y han
luchado hombro con hombro junto a sus guardias. Son una de las familias reales
por un buen motivo.
Enmudeció durante unos instantes para permitir que calara el peso de
sus palabras. Percibí un cambio en el estado de ánimo de los allí presentes
así como el asombro y el tímido placer experimentados por Líssa. Aquello iba a
alterar la balanza de la vida social en las aulas. Probablemente, mañana
íbamos a presenciar algunos patéticos intentos de estar a bien con ella.
-Sí -prosiguió Tatiana-, tu nombre y tu apellido te conceden poder,
representan las mejores cualidades que pueden ofrecer las personas y se
retrotraen a los tiempos de gestas y grandes hazañas -hizo otra pausa -. Pero
el nombre y el apellido no hacen a una persona ni determinan qué va a ser, como
bien has demostrado.
La reina se alejó tras propinarle ese sopapo verbal y continuó su
avance.
Un estupor colectivo llenó la habitación. Estuve considerando la
posibilidad de lanzarme al pasillo y zancadillear a la reina, aunque al final
descarté la tentativa. Media docena de guardias me habría derribado antes de
que hubiera dado cinco pasos, por lo cual me senté a la mesa y soporté toda la
mortificación de Lissa durante el resto de la cena.
Lissa salió pitando por la puerta durante la recepción posterior al
banquete y se marchó de la zona ocupada por la corte. Yo la seguí, pero tuve
que retrasarme a fin de describir un rodeo y dar esquinazo a la gente, que se
había mezclado para hacer vida social.
Vagabundeaba por el exterior de un patio adyacente, uno que encajaba
con el grandilocuente estilo de los exteriores del recinto. Un tejado de
serpenteante madera labrada cubría el jardín, salvo unas cuantas aberturas
dispersas a fin de permitir el paso de algo de luz, pero no la suficiente como
para dañar a los moroi. Hileras de árboles que el invierno había dejado sin
hojas custodiaban senderos que conducían a otros jardines, patios y al
cuadrángulo principal. En un rincón había un estanque sin agua durante la estación del
frío junto al que se alzaba una estatua imponente de San VIadimir, una talla
de roca gris que lucía largas vestiduras, barba y bigote.
Me detuve
al doblar una esquina, pues vi que Natalie se me había adelantado y ya estaba
junto a Lissa. Sopesé la posibilidad de interrumpirlas, pero me eché atrás
antes de ser vista. Espiar está muy feo, ya, pero de pronto se apoderó de mí
la curiosidad de saber qué le decía Natalie a Lissa.
- No
debería haberte hablado de ese modo -dijo Natalie, que lucía un vestido
azafranado de corte muy similar al de Lissa. Sin embargo, no sabía por qué,
pero no le estaba tan bien, ya fuera una cuestión de gracia o de compostura.
Además, ¡qué mal le sentaba el amarillo! Se daba de bofetadas con su pelo
negro, recogido en lo alto con un moño-. No tenía razón -prosiguió-. No dejes
que eso te altere.
- Es un
poco tarde para eso -repuso Lissa, con los ojos fijos en las losas de piedra
del pasillo.
- Se
equivoca.
-Tiene
razón -replicó Lissa-. Mis padres y André me hubieran odiado por semejante
conducta.
- No,
nunca lo habrían hecho - Natalie hablaba con voz
muy dulce.
- Esa
huida fue una estupidez, una irresponsabilidad.
- ¿y qué?
Cometiste un error. Yo me equivoco todos los días. El otro día, sin ir más
lejos, estaba haciendo la tarea de ciencias, la del capítulo diez, aunque, de
hecho, ya me he leído el once y... -
Natalie
enmudeció y en un encomiable ejercicio de contención volvió al hilo de la
charla-. Las personas cambian. Estamos en evolución permanente, ¿de acuerdo?
No eres la misma que entonces como tampoco yo soy la de ese momento -¿la
verdad?, Natalie me parecía exactamente igual, pero eso ya no volvería a tener
importancia. Para mí, acababa de madurar-. Además, ¿esa huida era un error de
verdad? Debiste marcharte por una razón. Estabas soportando un montón de malos
rollos tras la muerte de tus padres y de tu hermano, ¿o no? Quiero decir con
esto que tal vez hicieras lo correcto.
Liss
reprimió una sonrisa. Nosotras dos estábamos convencidas de que ella pretendía
averiguar la razón de nuestra fuga, como todos los demás del colegio, claro, y
se mostraba más o menos taimada con tal fin.
- No sé yo
si eso es así, la verdad -contestó Lissa-. Yo era débil. André nunca habría
huido. Era bueno, era la leche en todo. Se le daba bien estar con la gente y
también toda esa mierda de la realeza.
- Eso
también se te da bien a ti.
-Supongo,
pero no me gusta, es decir, me gusta la gente, pero luego son muy falsos, y eso
es lo que no trago.
- Pues no
formes parte en tal caso -respondió Natalie-. Yo tampoco voy con toda esa
gente y mírame, estoy bien. A papi le da igual si voy o no con los de sangre
real. Él únicamente quiere que sea feliz.
- Y por
esa razón debería ser él quien gobernara en vez de esa vieja bruja que tenemos
por reina -dije yo, haciendo acto de presencia al fin-. Cómo le robaron el
trono.
Natalie se
llevó un susto y pegó un brinco de casi tres metros. Estaba convencida de que
su repertorio de insultos y maldiciones se limitaba a «córcholis» y «diantre».
- Me
preguntaba por dónde andarías.
Natalie
nos miró a una y a otra, y de pronto se sintió avergonzada de estar justo en
medio de un equipo perfecto de buenas amigas. Se removió incómoda y se atusó un
cabello descuidado detrás de la oreja.
- Bueno,
yo... debería ir a buscar a papi. Os veré ahí dentro.
- Nos
vemos -contestó Lissa-. Y muchas
gracias por todo.
Natalie se
marchó a toda prisa. - ¿De veras le llama «papi»? Lissa me acalló con una
mirada. - Déjala en paz. Es una tía guay.
- Di que
sí. Escuché lo que te dijo, y por mucho que me reviente admitirlo, no había ni
una sola palabra que pudiera tomarme a chirigota. Era todo cierto -hice una
pausa-. La mataría, ya lo sabes... Me refiero a la reina, no a Natalie. Que les
zurzan a los guardias, voy a hacerlo. Tatiana no puede irse de rositas.
-¡Dios,
Rose, no digas eso! Te arrestarán por traición. ¡Déjalo correr!
- ¿Qué lo deje correr?... ¿Después de lo que te ha dicho delante de todo el mundo?
No me
respondió, ni siquiera me miró, y en vez de eso se puso a juguetear
distraídamente con las ramas de un arbusto pelado y en letargo a causa del frío
invernal. Ofrecía un aspecto vulnerable que yo reconocía y había llegado a
temer.
- Eh
-continué en voz más baja-, no te pongas así. La tía no sabe de qué habla,
¿vale? No dejes que te tumbe ni hagas nada que no desees.
Ella me devolvió la mirada.
- Está a punto de suceder de nuevo, ¿a que sí? -susurró. Comenzó a
temblarle la mano con la que sujetaba el arbolillo.
-Si tú no le dejas, no -hice un esfuerzo por mirarle las muñecas sin
que se notara demasiado-. ¿No habrás...?
- No -sacudió la cabeza y parpadeó para reprimir las lágrimas-.
Tampoco he querido. Estaba muy alterada después de lo del zorro, pero todo va
bien. Te he echado de menos, pero todo ha ido bien. Me gusta...
Hizo una pausa durante la cual pude oír cómo la palabra se formaba en
su mente.
- Christian.
-Desearía que no pudieras hacer eso, o que no lo hicieras.
- Lo siento. ¿Debo darte otra vez la chapa sobre ese psicópata-perdedor
de Christian?
-Creo que me lo sé de memoria después de las diez últimas veces
-murmuró.
Me disponía a darle la matraca por undécima ocasión cuando oí unas
risas y el soniquete de unos tacones altos sobre la piedra. Mia se acercaba
hacia nosotros con unos pocos amigos a rebufo suyo, pero sin Aaron. Levanté las
defensas de inmediato.
Lissa seguía perturbada por los comentarios de la soberana y en su
interior se agitaban el dolor y la humillación. Le avergonzaba lo que otros
pudieran pensar de ella ahora mismo y no dejaba de darle vueltas a que su
familia la habría aborrecido por haberse escapado. Yo no lo creía así, pero percibía que esa sensación era muy real para ella, que no dejaba
de remover sus más oscuras y sombrías emociones. Por mucho disimulo que le
echara, y lo intentaba, estaba tocada. Me
preocupaba que pudiera cometer alguna imprudencia y Mia era la última persona
que ella necesitaba ver en este momento.
-¿Qué quieres? -inquirí.
La recién llegada sonrió con altanería a Lissa y avanzó hacia ella,
pasando olímpicamente de mí.
-Sólo deseaba saber cómo se siente uno siendo tan importante... , tan
regio. La reina te ha dirigido la palabra, debes de estar emocionada, ¿no?
El grupo congregado alrededor de ella soltó unas risillas. - No te
arrimes tanto -le espeté mientras me interponía entre ellas dos. Mia soltó un
respingo, temerosa de que le rompiera el brazo-. Y, oye, al
menos la soberana conoce su nombre -intervine-, lo cual es más de lo que puede decirse de ti y de tus patéticos
intentos de codearte con la realeza. O tus padres.
La pulla le hizo pupa, lo vi en su rostro. Con qué desesperación quería formar parte de la
aristocracia.
-Al menos, yo veo a mis padres -replicó- y los conozco a ambos. Sólo
Dios sabe quién es tu padre, y en lo referente
a tu madre, quizá sea una de las guardianas más conocidas de por aquí,
¿verdad?, pero le importas un bledo. Jamás te visita, como todo el mundo sabe.
Es muy probable incluso que se alegrara cuando te escapaste, si es que llegó a
enterarse, claro.
Eso me dolió. Apreté los dientes.
-Sí, vale, al menos ella es famosa y asesora de verdad a nobles y
aristócratas. No saca brillo al suelo por donde pasan.
Detrás de ella se oyó la risotada burlona de una de sus amigas.
Mia abrió la boca para lanzarme una de las pullas que debería tener
preparada desde que empezó a correr la historia, pero entonces se le iluminó
la sesera.
-¡Fuiste tú! -me acusó con ojos abiertos como platos-. Alguien me
dijo que Jesse había empezado el rumor, pero él no podía saber nada sobre mí.
Lo supo de tus labios cuando te acostaste con él.
Ahora empezaba a cabrearme de verdad. - No me acosté con él.
Mia señaló a Lissa y luego volvió hacia mí la mirada.
- De modo que es eso, ¿no? Tú hiciste el trabajo sucio por ella, que
es demasiado patética para hacerlo por sí misma. No vas a poder protegerla
siempre -me avisó- y tampoco tú estás a salvo.
Palabrería. Amenazas hueras. Me incliné hacia delante y conferí a mi
voz el tono más amenazador posible, lo cual estaba chupado con la mala leche
que se me había puesto. -¿Ah, sí? Inténtalo. Ponme un dedo encima y vas a
descubrirlo.
Esperaba que lo hiciera. Lo deseaba. Nuestras vidas ya eran
complicadas y ahora mismo no necesitábamos su vendetta cutre en ellas. La pobre no pasaba de ser una distracción, aunque en
ese momento no veas cuánto me apetecía atizarle.
Miré a su espalda y vi a Dimitri entrar en el jardín. Buscaba algo o
a alguien a juzgar por su forma de mirar, y yo tenía una idea aproximada de
quién podía ser. Se adelantó dando grandes zancadas en cuanto me vio, pero cambió
su centro de interés en cuanto tomó conciencia del gentío reunido en torno a
nosotros. Los guardianes son capaces de oler el tufo de una pelea a dos
kilómetros, aunque en este caso habría sido capaz de darse cuenta hasta un
crío de seis años.
Dimitri se plantó junto a mí y cruzó los brazos. - ¿Va todo bien?
- Por supuesto, guardián Belikov -sonreí mientras le respondía, pero
una rabia devoradora me consumía las tripas. Lissa se sentía mucho peor a raíz
de toda esta confrontación con Mia-. Sólo nos estamos contando las historias
de nuestras familias. ¿Ha oído la de Mia? Es fascinante.
- Vámonos -ordenó Mia a su grupo, y se puso a la cabeza del mismo al
iniciar la retirada, no sin antes fulminarme con una mirada de las que producen
escalofríos.
No necesitaba leerle la mente para conocer su significado. «Esto no
ha terminado». Ella iba a intentar devolver el golpe contra una de las dos.
«Vale, inténtalo, Mia».
-Se supone que debo llevarte a tu dormitorio -me dijo Dimitri con tono
seco-. No estarías a punto de empezar una pelea, ¿verdad?
- Por supuesto que no -contesté, sin dejar de observar el pasillo
vacío por el cual se había marchado Mia-. No comienzo luchas donde la gente no
pueda verlas.
- Rose -gimió Lissa.
- Vámonos. Buenas noches, princesa. Él se dio la vuelta, pero yo no me
moví. -¿Seguro que vas a estar bien, Líss? Ella asintió.
- Estoy bien.
Era una trola del tamaño de una casa. No creía que tuviera el valor
para intentar colármela. No necesitaba ninguna conexión para ver sus ojos
refulgente s a causa de las lágrimas. Comprendí con gran tristeza que jamás
deberíamos haber regresado a este lugar.
-Líss...
Ella me dedicó una sonrisilla triste y señaló a Dimitri con un
movimiento de cabeza.
- Estoy bien, de verdad. Debes irte.
Él echó a andar y le seguí a regañadientes mientras me llevaba al otro
lado del jardín.
- Quizá sea preciso añadir un tiempo adicional para mejorar el
autocontrol -aventuró él.
-¿Qué dices...? Yo controlo un mont... ¡Eh!
Enmudecí cuando vi pasar a Christian en dirección al pasillo por el
cual acabábamos de venir nosotros. No le había visto durante la recepción,
pero supuse que si Kirova me había soltado por una noche, habría hecho lo mismo
con él.
- ¿Vas a ver a Lissa? -inquirí, descargando sobre él toda la ira
acumulada contra Mia.
Él removió las manos metidas dentro de los bolsillos y me dedicó esa
mirada indiferente de mal chico.
-¿y qué pasa si es así?
- No es el momento, Rose -me previno Dimitri.
Era el momento, ya lo creo. Lissa
había ignorado mis advertencias acerca de Christian una semana tras otra. Era
el momento de ir a la raíz y erradicar el problema de ese ridículo flirteo de
una vez por todas.
-¿Por qué no la dejas en paz? ¿Estás tan colgado y desesperado que no
te das cuenta de cuándo no le gustas a alguien? -me puso cara de pocos amigos-.
Eres un admirador obsesivo y chiflado, y ella lo sabe. Me lo ha contado
todo sobre esa extraña obsesión tuya, de cómo rondas por el ático para estar
juntos y de que le prendiste fuego a Ralf para impresionarla. Te considera un
bicho raro, pero es demasiado amable para decírtelo.
Se puso blanco como la cal y algo oscuro empezó a removerse en sus
ojos.
- Pero tú no eres tan amable, ¿a que no?
- No cuando alguien me da lástima.
- Basta -dijo Dimitri mientras me empujaba lejos de allí.
- Entonces, gracias por «echarme un cable» -masculló Christian,
destilando rencor en el tono de voz.
-Sin problemas -le contesté a voz en grito sin volverme. Miré por el
rabillo del ojo cuando nos habíamos distanciado un poco y vi a Christian
inmóvil delante del jardín. Mantenía fija la mirada en las losas del sendero
que conducía al patio donde se hallaba lissa. Las sombras le tapaban el
semblante mientras cavilaba, pero dio media vuelta al cabo de unos momentos y
se dirigió de regreso a los dormitorios de los moroi.
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