Capítulo 19


Capítulo 19

Me quedé boquiabierta.
- Eh... Esto, espera... ¿Quieres decir que os acostasteis con ella?
La sorpresa fue de órdago y evitó una respuesta mejor por mi parte. A Mason aquello le parecía para morirse de ri­sa. A juzgar por las pintas, Jesse quería morirse.
- Pues claro, a eso me refiero. Aceptó montárselo con nosotros si decíamos que... Bueno, ya sabes...
Torcí el gesto.
-Vosotros no lo hicisteis a la vez, ¿verdad...?
- No -contestó Jesse con desagrado. Ralf puso una cara con la que parecía dejar claro que eso ni se le había pa­sado por la cabeza.
- Dios -murmuré mientras me apartaba el pelo de la ca­ra-, en la vida habría podido pensar que nos odiaba tanto.
- Eh -exclamó Jesse, leyendo entre líneas lo que yo in­sinuaba-. ¿Qué significa eso? Tampoco estamos tan mal, y tú y yo estuvimos bastante juntos para...
- No, no estuvimos tan juntos como para llegar a eso.
- Mason volvió a reírse, y entretanto, caí en la cuenta de algo-. Si esto sucedió hace... un tiempo, bueno, entonces to­davía estaba saliendo con Aaron.
Los tres chicos asintieron.
- Hala, ahí va.
Mia nos odiaba de verdad. Había cruzado la frontera de ser la pobre chica burlada por el hermano de Liss para aden­trarse claramente en el terreno de la sociopatía. Se había acostado con esos dos chicos y había engañado a un novio a quien parecía adorar.
Jesse y Ralf respiraron muy aliviados cuando nos aleja­mos de allí. Mason deslizó un brazo sobre mis hombros. -¿Y bien…? ¿Qué piensas? ¿A que impongo? Puedes decirlo, no me importa.
Me eché a reír.
-¿Cómo has acabado averiguándolo?
- Pedí un montón de favores e hice unas cuantas amenazas. También ayudó el hecho de que Mia no pudiera to­mar represalias -recordé la escena del otro día, cuando me acosó. No tenía la impresión de estar muy desvalida, pero no dije nada-. El lunes empezarán a contárselo a todos -con­tinuó-. Lo prometieron. Todo el mundo lo sabrá a la hora del almuerzo.
- ¿Por qué no ahora? -le pregunté, molesta -. Estuvie­ron con una chica, eso le perjudica más a ella que a ellos.
-Ya, eso es verdad. Ellos no querían soltar prenda esta noche porque podías empezar a decírselo a todo el mundo. Podíamos anunciarlo con unos carteles.
¿Con todas las veces que Mia me había llamado zorra y puta? No era una mala idea.
- ¿Tienes a mano papel y rotulador...?
No terminé la frase, pues me quedé mirando al otro la­do del gimnasio, donde se hallaba Lissa. Estaba rodeada de admiradores y Aaron le había pasado el brazo en torno a la cintura. Llevaba un reluciente y muy ajustado vestido rosa de algodón con un garbo del que yo jamás sería capaz. Había usado horquillas de cristal para recoger los cabellos dorados en un rodete y el conjunto guardaba cierta semejanza con una corona, la de la princesa Vasilisa.
Me llegaron los mismos sentimientos de antes: ansiedad e inquietud. Ella no lograba divertirse esa noche.
Christian se hallaba en el otro extremo, prácticamente oculto entre las sombras, sin quitarle los ojos de encima.
- Echa el freno -me reprendió Mason al ver el objeto de mi mirada-. No te preocupes por ella esta noche.
- Resulta difícil no hacerlo.
- Con eso, únicamente consigues parecer deprimida, y estás demasiado despampanante con ese vestido como para tener ese aspecto. Vamos, ahí está Eddie.
Volvió a arrastrarme lejos de allí, pero ladeé la cabeza para mirar hacia atrás mientras me iba a fin de ver a Liss. Nuestras miradas se encontraron durante unos instantes. Me llegó una oleada de pesar a través del vínculo.
Me la quité de la cabeza, en un sentido figurado, y con­seguí poner buena cara cuando nos unimos al grupo de los demás novicios. Aproveché a conciencia el escándalo de Mia para limpiar mi buen nombre, por baladí que eso pueda pa­recer, y me sentí increíblemente bien al tomarme cumplida venganza sobre ella. Los miembros de nuestro grupo se dispersaron para luego integrarse en otros corrillos, y entonces pude ver cómo la noticia no dejaba de correr. Era demasia­do fuerte como para cerrar el pico y esperar hasta el lunes.
Fuera como fuera, no me preocupaba. Lo estaba pasan­do bien ahora que volvía a encajar en mi antiguo papel, feliz al ver que no había juntado tanto moho como para no diver­tirme y jugar a ser coqueta. Aun así, percibí un repunte de la inquietud de Lissa conforme pasaba el tiempo y se acerca­ba el momento de irnos a la fiesta de Eddie. Torcí el gesto y me di la vuelta para buscarla por la estancia con la vista.
La localicé enseguida, en compañía en un grupo de gen­te, un pequeño sistema solar del cual todavía era el sol, pe­ro Aaron se inclinó junto a ella y le susurró algo al oído. Su semblante mostró una sonrisa de pega, mas a mí no me engañó. La inquietud y la ansiedad fueron en aumento...
... y ahí se quedó, pues Mia, ataviada con un vestido ro­jo, se acercó al grupo de Liss.
Con independencia de lo que fuera a decir, la pequeña Mia no iba a andarse por las ramas: lo soltó entre gestos sal­vajes y borbotando las palabras a toda pastilla, ante la atenta mirada de los ojos de los admiradores de Lissa. Yo no era ca­paz de escucharlas desde donde estaba, pero las emociones percibidas a través del vínculo eran cada vez más sombrías.
- Debo ir -le expliqué a Masan.
Me dirigí hacia allí, en parte caminando y en parte a la carrera. Llegué a tiempo de escuchar el tramo final de la dia­triba de Mia, que ahora se inclinaba sobre Lissa y le gritaba a todo pulmón, de lo cual deduje que ya le había llegado la noticia de la traición de Jesse y Ralf.
- ¡…tú y esa putilla amiga tuya! Voy a contarles a todos que estás mal de la cabeza y cómo han debido meterte en la enfermería para medicarte por demencia. Ése fue el motivo por el cual tú y Rose os escabullisteis antes de que todo el mundo se enterase de que te corta...
Mal pintaba la cosa. Todo ocurrió como nuestro primer encuentro en la cafetería: la agarré y la aparté de un tirón. -¡Eh, tú! -le dije-. Aquí está esa putilla amiga suya. ¿Recuerdas lo que te avisé que pasaría si te acercabas a ella...?
Mía gruñó y me enseñó los colmillos. Como había ad­vertido con anterioridad, ya no me daba ninguna lástima. Era peligrosa. Antes se había desviado de su objetivo para venir a por mí, sin embargo, ahora se las había arreglado de algún modo para enterarse de los cortes en las muñecas de Lissa. Lo sabía de verdad, no era una suposición. La información de Lissa parecía proceder tanto de un posible informe sobre el escenario de los hechos escrito por un guardián como del relato que yo había hecho de la historia de Lissa. Tal vez se lo había soplado algún médico o ella se las había arreglado para rebuscar entre los historiales clínicos.
Liss llegó a la misma conclusión y la expresión de su ros­tro -el miedo y la fragilidad, se acabó eso de ser prince­sa- me llevó a tomar una decisión. Me importaron un ble­do las palabras de la directora sobre que había hecho un buen trabajo y que iba a concederme la libertad, que me despreo­cupara y asistiera al baile de esa noche. Iba a estropearlo todo ahí y ahora.
La verdad, no se me da muy allá eso de controlar los im­pulsos.
Le aticé a Mia con toda la fuerza posible, más aún de aquella con la que había pegado a Jesse. Oí un crujido cuan­do mi puño impactó en su nariz y de pronto empezó a ma­nar sangre. Alguien gritó. Mia profirió un alarido y salió por patas para esconderse entre un grupo de chicas vociferantes, pues ninguna quería mancharse los vestidos con sangre. Me lancé en picado y le calcé un par de tortas bien dadas antes de que alguien me separara de ella.
No me contuve, a diferencia de cuando me sacaron de la clase del señor Nagy. Lo esperaba tan pronto como me abalancé sobre ella, así que me abstuve de realizar cual­quier intento de resistencia y dos guardianes me sacaron del baile mientras la directora procuraba instaurar cierta semblanza de orden. Había dejado de importarme mi suer­te, ya fuera un castigo o la expulsión. Fuera lo que fuese, me sentía capaz de encajarlo.
Delante de nosotros, una figura de rosa pasó como una bala, atravesó el flujo y reflujo de las líneas de estudian­tes y salió por la puerta de doble batiente. Lissa. Mis emo­ciones desbocadas habían pasado por encima de las su­yas: desolación y desesperación ahora que todo el mundo estaba al tanto de su secreto. No se enfrentaba a especu­laciones de poca monta, sino a la verdad, y el mundo se de­rrumbaba a su alrededor. No iba a poder controlar esa si­tuación.
Yo no iba a poder ir a ningún sitio, eso lo tenía bien cla­ro, por lo cual busqué ayuda con frenesí entre los asistentes al baile hasta detectar a una persona.
-¡Christian! -berreé.
El interpelado seguía observando con fijeza la retirada de Lissa, pero alzó la vista al oír su nombre.
Uno de los escoltas me acalló y me tomó del brazo: -Silencio.
Pasé de la orden.
-Ve tras ella -le grité a Christian-, ¡Deprisa! -se quedó ahí sentado. Sofoqué un gemido-. ¡Ve, idiota!
Mis captores volvieron a ordenarme que me callara, pero algo despertó en el interior de Christian, porque de repente se levantó y fue en la misma dirección que Lissa.
Nadie deseaba encargarse de mí esa noche, pues la di­rectora no daba abasto con Mia chorreando sangre por la nariz y los estudiantes salidos de madre, pero iba a hacer­me pasar un verdadero purgatorio al día siguiente: había oído hablar de suspensión e incluso de una posible expul­sión. Los guardianes me escoltaron hasta mi cuarto bajo la atenta mirada de una encargada de planta, quien me infor­mó de que iba a pasarse por mi habitación cada hora para asegurarse de que seguía allí y que un par de guardias iban a patrullar por las entradas a los dormitorios. Me había con­vertido en un riesgo de seguridad, o eso parecía. Probable­mente le había arruinado la fiesta a Eddie, no se arriesga­ría a subir a todo un grupo a su cuarto con el belén que se había montado.
Me dejé caer sobre el suelo sin preocuparme de las po­sibles arrugas del vestido y crucé las piernas. Me centré en llegar hasta Liss. Ahora se encontraba más calmada. Los he­chos acaecidos en el baile todavía le dolían, pero Christian había logrado mitigar ese dolor, aunque no sabía decir si él lo había logrado con ese pico de oro suyo o mediante su en­canto físico. Me daba igual mientras se sintiera feliz y no co­metiera ningún despropósito. Regresé a mí misma.
Iba a armarse un lío de primera, seguro. Las acusaciones respectivas de Mia y de Jesse iban a poner calientes las cosas en la escuela. A mí me expulsarían, lo más probable, y debe­ría ir a vivir con un puñado de dhampir de baja estofa. Al menos, Lissa iba a darse cuenta de que se había aburrido de Aaron y de que quería estar con Christian, pero incluso si eso era lo correcto, eso significaba...
Christian. Christian. Christian estaba herido.
Un pánico atroz abrumaba a mi amiga y yo volvía a des­lizarme dentro de su cuerpo. Un grupo de hombres y mu­jeres se había materializado de la nada en la capilla donde Christian y ella se habían retirado para charlar y los rodea­ban a ambos. Christian se antepuso de un salto con lenguas de fuego en los dedos a modo de arma, mas uno de los inva­sores le noqueó gracias a un golpe propinado con un objeto contundente que le dejó desplomado sobre el suelo.
Deseaba de corazón que estuviera bien, pero no podía malgastar energías preocupándome por él. Ahora, todos mis temores se centraban en ella. No debía correr la misma suer­te, no podía permitirlo, debía impedir que resultara herida. Necesitaba salvarla, sacarla de allí, pero no sabía cómo, pues en esos momentos ella estaba demasiado lejos y yo ni siquie­ra podía abandonar mi cuarto e ir a por ella.
Los atacantes se aproximaron a Liss, llamándola princesa y tranquilizándola: le dijeron que no debía preocuparse. Luego, se identificaron como guardianes, y eso parecían, desde luego. En todo caso, eran dhampir a juzgar por los movimien­tos precisos y eficientes, pero ninguno de ellos estaba desti­nado en la Academia, o al menos yo no los identifiqué, y tam­poco Lissa. Además, los guardianes no habrían atacado a Christian ni tendrían interés en atarla ni amordazada.
Algo me obligó a salir de la mente de Liss. Abrí los ojos y miré a mi alrededor con cara de contrariedad. Necesitaba volver a ella y estar al tanto de los hechos. La conexión en­tre nosotras solía desvanecerse o interrumpirse, mas en es­ta ocasión daba la impresión de que algo la había cortado y me había echado para devolverme aquí.
Sin embargo, eso no tenía sentido. ¿Qué podía haberme hecho volver...?
Un momento.
Me quedé en blanco.
No era capaz de recordar en qué acababa de estar pen­sando. Se había esfumado. Mis cavilaciones parecían ser simple estática en mi cerebro. ¿Dónde había estado? ¿Con Lissa? ¿y qué pasaba con ella?
Me puse en pie y me rodeé el torso con los brazos para darme consuelo ante semejante confusión mientras hacía lo posible por averiguar qué sucedía. Lissa. Guardaba relación con Lissa.
«Dimitri», dijo una voz en mi interior, «acude a Dimitri». Sí, Dimitri. De pronto, mi cuerpo y mi espíritu se con­sumían por él y deseaba estar con él más que nada en el mun­do. El guardián sabría qué hacer y en el pasado me había dicho que acudiera a él si algo le ocurría a Lissa, aunque era un mal rollo que no me acordase del problema. Aun así, sa­bía que él se haría cargo de todo.
Llegar al ala de los dormitorios de la plana mayor no era difícil, ya que su objetivo esa noche era no dejarme salir. No sabía cuál era la habitación de Dimitri, pero no importaba, pues una fuerza desconocida me impulsaba hacia él y me ur­gía a acercarme más y más. El instinto me condujo hasta una de las puertas del pasillo y llamé. Esperé iluminada por la luz del día.
El mentor Belikov abrió al cabo de unos momentos y puso unos ojos como platos al verme. -¿Rose?
- Déjame entrar. Se trata de Lissa.
Se apartó para dejarme entrar de inmediato. Al parecer, le había sorprendido durmiendo, pues las mantas estaban retiradas de un lado de la cama y la única luz de la habitación era la lamparita de la mesilla. Dimitri sólo llevaba puesta la parte de abajo del pijama y tenía el torso desnudo, no le había visto el pecho antes, y; ¡uau!, estaba estupendo. Debía de ha­berse duchado hacía poco a juzgar por cómo se enroscaban en torno al mentón los extremos húmedos de su larga melena.
- ¿Qué ocurre?
El sonido de su voz me estremeció hasta el punto de ser incapaz de articular palabra. Me lo comí con los ojos, y no era capaz de apartar la mirada. Me acerqué, empujada por la fuerza que me había llevado hasta él. Me embargaba un deseo tan ardiente de ser tocada por él que apenas era capaz de soportarlo. Era tan guapo, tan increíblemente atrac­tivo... Era una sinrazón, y una parte remota de mí así lo decía, pero eso no parecía importar. No mientras estuviera junto a él.
Nos separaba un único paso. No iba a ser fácil besarle en la boca sin colaboración alguna por su parte, por lo que cambié de objetivo y busqué con los labios el sabor de la piel lisa y cálida de su pecho.
-¡Rose! -exclamó él al tiempo que retrocedía-o ¿Qué estás haciendo?
- ¿A ti qué te parece?
Volví a acercarme a él, impelida por mi necesidad de tocarle, besarle y hacer muchas más cosas.
-¿Estás borracha? -me preguntó mientras alargaba una mano a modo de aviso.
- No es bebida lo que deseo -intenté eludirle, pero luego me detuve, momentáneamente insegura-. Pensé que querías... ¿No me encuentras guapa?
Jamás me había dicho que me encontraba atractiva ni desde que nos conocíamos ni durante todo el tiempo en que se había ido fraguando aquella atracción mutua. Dimitri la insinuaba, pero no era lo mismo, y a pesar de todas las ga­rantías oídas de labios de otros chicos en el sentido de que yo era la sensualidad hecha carne, necesitaba escuchárselo decir al único que me gustaba.
- No sé qué ocurre, Rose, pero has de volver a tu cuarto. Avancé hacia él una vez más. Él extendió las manos y me sujetó por las muñecas. Saltó un chispazo en cuanto nos tocamos y fue como si ambos sufriéramos una descarga eléc­trica. Le miré y supe que había olvidado cualquier cosa que le hubiera preocupado hasta ese momento. Esa fuerza desconocida también se había apoderado de él, algo le hacía de­searme tanto como yo a él.
Me soltó las muñecas y sus manos empezaron a deslizar­se por la piel de mis brazos, subiendo muy despacio. Me atra­jo hacia él sin apartar de mí sus negros ojos relucientes por el deseo y me estrechó contra su cuerpo. Alzó una mano hasta situarla alrededor de mi nuca y enroscó los dedos entre los mechones de mi cabello mientras ladeaba mi cabeza y acer­caba mi rostro al suyo. Se agachó hasta rozar mis labios con la boca.
-¿Me encuentras guapa? -repetí, tragando saliva.
Él me miró con extrema seriedad, como de costumbre. - Creo que eres hermosa.
-¿Hermosa?                                                         
-Tanto que a veces me hace daño.
Movió sus labios sobre los míos, con suavidad en un pri­mer momento y luego con mayor fuerza y avidez. Ese beso suyo me encendió. Bajó las manos a lo largo de mis brazos y caderas para llegar hasta el extremo del vestido; luego, to­mó la tela con ambas manos y empezó a levantado, rozán­dome las piernas. Me derretí ante ese contacto y la forma en que sus labios ardían en mi boca. No dejó de levantar el ves­tido hasta que me lo sacó por encima de la cabeza y lo dejó caer sobre el suelo.
- Pues sí que te has librado rápido de ese vestido -ob­servé entre fuertes jadeos-. Pensé que te gustaba.
-y me gusta -repuso con una respiración tan agitada como la mía -. Me chifla.

Y entonces me llevó a la cama.

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