Capítulo 16


Capítulo 16

Lissa me encontró junto a la cafetería pocos días después. Traía una noticia de lo más sorprendente.
- Natalie se va de compras a Missoula con el tío Vic­tor este fin de semana. Es por el baile. Dicen que puedo acompañarlos.
No le contesté y ella me miró, sorprendida por mi si­lencio.
-¿No es guay?
- Para ti, supongo que sí, pero yo no veo centros comerciales ni compras en mi futuro.
Ella sonrió con entusiasmo.
- Victor le dijo a Natalie que podía llevar a otras dos personas además de mí. Le convencí para que os eligiera a ti y a Camille.
Alcé las manos.
- Bueno, pues gracias, pero no puedo ni ir a la bibliote­ca después de clase. Nadie va a darme permiso para ir a la ciudad.
- El tío Victor se cree capaz de convencer a la directora Kirova de que te deje ir y Dimitri también va a intentarlo.
-¿Dimitri?
-Sí. Debe acompañarme si dejo el campus - Liss sonrió todavía más, tomando mi interés en Dimitri como si fuera por los grandes almacenes-. Al final, han estimado mi estado de cuentas y me han devuelto mi paga, de modo que vamos a poder comprar alguna que otra cosa aparte de los vestidos, y además sabes que si van a dejarte ir al centro comercial es que te permitirán asistir al baile.
- ¿Ahora debemos asistir a bailes? -pregunté. Eso supo­nía una novedad. ¿Íbamos a tener que asistir a actos sociales promovidos por la dirección? Ni en broma.
- Por supuesto que no, pero tú sabes que va a haber un sin­número de fiestas clandestinas. Asistiremos al comienzo del baile y nos escaquearemos después -suspiró con júbilo-. A Mia se la comen los celos.
Ella continuó con la lista de tiendas que íbamos a visi­tar y la ropa que íbamos a adquirir. Me entusiasmaba la idea de comprar trapitos, lo admito, pero albergaba serias dudas de que fueran a concederme ese permiso.
- Ah, por cierto, Camille me ha prestado unos zapatos divinos, tienes que verlos -dijo con vehemencia-. Calza­mos el mismo número, y yo sin saberlo, espera a ver esto...
Mi amiga abrió la mochila y empezó a sacar cosas. De pronto, profirió un grito y la dejó caer. Sobre el suelo se des­parramaron libros, zapatos y una paloma muerta.
Era una de esas tórtolas de plumaje marrón habitual­mente visibles sobre los cables de la luz situados junto a la autovía y debajo de los árboles del campus. El pájaro estaba cubierto por tanta sangre que resultaba difícil determinar dónde había recibido la herida mortal. ¿Quién podía imagi­nar que algo tan pequeño tuviera tanta sangre? No obstan­te, el ave estaba muerta, sin duda alguna.
Lissa se llevó la mano a la boca y miró fijamente al ani­mal sin articular palabra y con los ojos abiertos de forma desmesurada.
- Hijos de puta -maldije. No vacilé ni un instante: aga­rré un palo y aparté el cuerpecillo emplumado del ave. En cuanto la hube retirado, comencé a empaquetar en la mochi­la todas las propiedades esparcidas mientras procuraba no pensar en los gérmenes de las plumas de la tórtola-. ¿Por qué diablos seguir con es...? ¡Liss!
Había hincado una rodilla en el suelo y alargaba la ma­no hacia el cuerpecillo sin vida. Me abalancé sobre ella y la agarré para apartarla de allí. Dudo que fuera consciente de lo que estaba a punto de hacer. El instinto en ella era tan fuer­te que reaccionaba por iniciativa propia.
-Lissa -la insté mientras le sujetaba la mano entre las mías. Liss seguía inclinándose hacia el pájaro muerto-. No, no lo hagas.
- Puedo salvarla.
- No, no puedes. Me lo prometiste, ¿te acuerdas? Algunas criaturas deben seguir muertas, y ésta es una de ellas. Déjala ir -todavía notaba una turbulencia en su interior, por lo que supliqué-: Por favor, Liss. Lo prometiste, nada de nuevas re­surrecciones, dijiste que no lo harías. Me lo prometiste.
Al cabo de unos instantes noté cómo su mano se relajaba y su cuerpo se desplomaba sobre el mío.
- Odio esto, Rose, odio todo esto.
Natalie apareció caminando en ese momento, ajena a la espantosa escena que le aguardaba.
- Eh, chicas, ¿qué ha...? Ay, Dios mío -gritó al ver el ave-. ¿Qué es eso?
Ayudé a caminar a Liss después de que nos pusiéramos de pie. -Otra eh, inocentada.
-¿Está muerta? -arrugó la nariz e hizo una mueca de asco.
-Sí -contesté con firmeza.
Natalie se percató de nuestra crispación e iba mirando de una a la otra.
- ¿Va mal algo más?
- No -entregué a Liss su mochila-. Esto es sólo una broma macabra y estúpida, y voy a decírselo a Kirova para que suban a limpiarlo.
Natalie se volvió y miró la zona de césped. -¿Por qué insisten en hacerte esto? Es horrible.
 Lissa y yo intercambiamos sendas miradas. - No tengo ni idea -repliqué.
Mientras caminaba en dirección a la oficina de la direc­tora, comencé a formularme algunas preguntas.
Lissa había dado a entender que alguien debía saber lo del cuervo cuando encontramos al zorro. No la creí en ese momento. Esa noche habíamos estado solas y la señora Karp no le había mencionado el incidente a nadie, pero ¿y qué ocu­rría si alguien lo había visto? ¿Y si alguien seguía insistien­do para ver si Liss volvía a sanar al animal sacrificado? ¿Qué decía la nota hallada junto al conejo? «Sé qué eres».
No hice mención alguna sobre eso a Lissa. Tenía la im­presión de que había más teorías de la conspiración de las que ella podía manejar. Además, cuando la vi al día siguien­te, casi había olvidado el contratiempo de la tórtola gracias a la llegada de otras noticias: Kirova me había autorizado a acompañarla de viaje durante el fin de semana. La perspec­tiva de ir de compras aportaba luz suficiente para iluminar las situaciones más sombrías, incluso la de la matanza de un animal, y aparqué mis preocupaciones por el momento.
Sólo que no tardé en descubrir que mi puesta en liber­tad venía acompañada de algunos añadidos.
- La directora Kirova piensa que te has portado bien desde tu regreso -me informó Dimitri.
-¿Nos olvidamos de la lucha iniciada en la clase del señor Nagy?
- Ella no te culpa de eso, o al menos no del todo. La convencí de que necesitabas un respiro y de que podrías utilizarlo para un ejercicio de prácticas.
-¿Ejercicio de prácticas...?
Me dio una breve explicación mientras salíamos al en­cuentro de los otros compañeros de viaje: el príncipe Victor Dashkov, tan desmejorado como siempre, sus guardianes, y Natalie, prácticamente encajonada entre ellos. Victor me sonrió y me dio un abrazo lleno de precaución, pero el achu­chón terminó en cuanto empezaron las toses. Natalie puso ojos como platos a causa de la preocupación: debía de temer que se muriera allí mismo.
Él aseguró que se hallaba en condiciones de acompa­ñamos. Admiré su resolución y también pensé en que iba a pasar las de Caín sólo para ir de compras con un puñado de adolescentes.
Salimos poco después del alba e hicimos un viaje de dos horas en la gran furgoneta escolar. Muchos moroi llevaban una existencia separada de los humanos, pero bastantes vi­vían entre ellos, y era necesario respetar sus horarios cuan­do ibas de compras a sus centros comerciales. Los cristales tintados de las ventanas de la furgoneta estaban provistos de un filtro a fin de suprimir los efectos más dañinos de la luz solar para un vampiro.
Éramos un grupo de nueve: Lissa, Victor, Natalie, Cami­lle, Dimitri, yo y otros tres guardianes. Dos de ellos, Ben y Spi­ridon, siempre acompañaban a Victor en sus viajes mientras que el tercero era uno de los guardianes de la Academia: Stan, el bobo que me había humillado el primer día de mi regreso.
- Camille y Natalie todavía no tienen guardias perso­nales -me explicó Dimitri-. Ambas se encuentran bajo la protección de las escoltas de sus respectivas familias. Da­do que son estudiantes de la Academia, las acompaña un guardián desde que abandonan el campus: Stan. Yo hago es­te viaje por haber sido designado el guardián de Lissa. La ma­yoría de las muchachas de su edad todavía no disponen de un guardia personal, pero las circunstancias hacen de ella un caso especial.
Yo me sentaba en la parte trasera del vehículo con él y Spiridon a fin de que ellos pudieran irradiarme con su sabi­duría de veteranos. Formaba parte del «ejercicio de prácti­cas». Ben y Stan ocupaban los asientos delanteros y el resto se sentaba en el centro, Lissa y Victor no paraban de hablar, poniéndose al día de las novedades. Camille, educada para mostrar cortesía ante los miembros mayores de la realeza, sonreía y asentía sin cesar. Por su parte, Natalie miraba hacia el exterior e intentaba atraer la atención de su padre, centra­da en Lissa, pero no funcionó. Daba la impresión de saberse bien el truco de hacer oídos sordos a la voz de Natalie.
Me volví hacia Dimitri.
- Se supone que debería tener dos guardianes, como todos los príncipes y princesas.
Spiridon debía de rondar la misma edad de Dimitri. Lle­vaba el pelo rubio en punta y tenía una actitud más informal. A pesar de su nombre griego, arrastraba las palabras al hablar con ese deje característico de los estados del sur.
- No te preocupes, ella los tendrá a puñados cuando llegue el momento. Dimitri ya es uno de ellos y las apuestas están a favor de que tú seas la otra, y ésa es la razón de tu presencia aquí hoy.
- El ejercicio de prácticas... -aventuré.
-Si. Vas a ser la compañera de Dimitri.
Se hizo un silencio curioso entre nosotros. Probable­mente, sólo perceptible para Dimitri y para mí. Nuestras mi­radas se encontraron.
-la compañera de guardia -aclaró Dimitri de forma innecesaria...
... como si también él hubiera estado pensando en otra clase de compañeros.
- Si -convino Spiridon.
Ajeno a la tensión existente en derredor suyo, él si­guió explicando la operativa del trabajo por parejas. Era un rollo estándar sacado de un libro de texto, pero significaba bastante más de lo que había hecho hasta ese momento en el mundo real. Los guardianes se asignaban a los moroi en función de su importancia. El número habitual de un equi­po era dos, como en el que probablemente yo iba a trabajar para la seguridad de Lissa. Un guardián permanecía cerca del protegido mientras que el otro se mantenía rezagado y vigilaba los alrededores. Guardias próximo y lejano era la poco original abreviatura para designar a los ocupantes de estas posiciones.
-Lo más probable es que tú seas el próximo -me ex­plicó Dimitri-, pues eres mujer y de la misma edad que la princesa. Puedes permanecer cerca de ella sin llamar la aten­ción.
-y tampoco puedo quitarle los ojos de encima -ob­servé-. Ni tú nos pierdes de vista a nosotras.
Spiridon volvió a reír y dio un codazo de complicidad a Dimitri.
-Tienes ahí a un aprendiz de primera, ¿no? ¿le has dado ya una estaca?
- No. Todavía no está preparada.
-lo estaría si alguien me enseñara a usarla -argüí.
Todos los guardianes allí sentados llevaban ocultas una estaca de plata y una pistola, y yo lo sabía.
- Hablamos de algo más que usar una estaca -repuso Dimitri con ese tonillo suyo de adulto sabiondo-. Antes deberás reducirlos y tener la convicción necesaria para ma­tarlos.
- ¿y por qué no iba a tenerla?
- Una buena parte de los strigoi fueron antes moroi que se convirtieron a posta. A veces, se trata de moroi o dham­pir convertidos a la fuerza, pero eso no importa. Existe una probabilidad muy alta de que les conocieras antes. ¿Serías capaz de matar a un conocido, a un ser querido?
El viaje era cada vez menos divertido.
-Supongo que sí. Debería hacerlo, ¿no? Si he de elegir entre ellos y Lissa...
- Pero podrías vacilar -replicó Dimitri-, y esa vacila­ción te costaría la vida, y también la de ella.
- En tal caso, ¿cómo te aseguras tú de que no vas a dudar?
- No debes dejar de repetirte que ellos no son las mismas personas que tú conociste. Se han convertido en cria­turas oscuras y maliciosas, en algo antinatural. Debes ha­cer lo correcto y no andarte con miramientos. Si queda en ellos un átomo de su antiguo ser, probablemente te lo agradecerán.
- ¿Me agradecerán que los mate?
-¿Cuál sería tu deseo si alguien te convirtiera en strigoi? -me replicó. No conocía la respuesta a esa pregunta, por lo cual no contesté nada, pero él siguió presionándome sin apartar los ojos de mí-. ¿Qué desearías si supieras que ibas a convertirte en una strigoi contra tu voluntad y que ibas a perder toda norma moral y el discernimiento sobre el bien y el mal? ¿Vivirías el resto de tu vida inmortal matando a ino­centes? ¿Es eso lo que querrías?
El vehículo se sumió en un silencio de lo más inquietan­te. Le miré fijamente mientras soportaba el peso de todas esas preguntas y de pronto comprendí la razón de esa extraña atracción existente entre nosotros, dejando a un lado lo guapo que era.
Jamás había conocido a nadie que se tomara tan en se­rio lo de ser guardián ni comprendiera las consecuencias tan cruciales que suponía. Nadie de mi edad lo hacía aún. Ma­son ni siquiera era capaz de comprender por qué no podía relajarme y emborracharme en una fiesta. Dimitri había co­mentado que yo asimilaba cuál era mi deber mejor que otros guardianes de más edad. No comprendía la razón, en espe­cial cuando ellos habían visto más peligros y muertes. En ese momento supe que él estaba en lo cierto: yo tenía un pecu­liar sentido de cómo la vida y la muerte, el bien y el mal obra­ban en cada uno.
Como el suyo. Tal vez nos sintiéramos solos a veces y quizá debíamos posponer nuestros momentos de diversión. Tal vez no íbamos a poder vivir las vidas que deseábamos lle­var, pero así era como debía ser. Nos comprendíamos el uno al otro, entendíamos la necesidad de proteger otras vidas. Nuestra existencia jamás iba a ser fácil.
Y tomar esa clase de decisiones formaba parte de todo eso. -Si me convirtiera en strigoi... querría que alguien me matara.
-También yo -contestó él en voz baja.
Habría jurado que él había tenido la misma súbita com­prensión que yo y había notado esa conexión existente entre nosotros.
- Eso me recuerda a Mikhail dando caza a Sonya -mur­muró Victor, pensativo.
-¿Quiénes son Mikhail y Sonya? -preguntó Lissa.
Victor reaccionó con sorpresa.
-Vaya, pensaba que lo sabías. Sonya Karp.
-Sonya Kar... ¿Te refieres a la señora Karp? -situada entre mi persona y la de su tío, Lissa miró adelante y atrás-. ¿Qué pasa con ella?
-Se convirtió en... strigoi -contestó, y luego, rehuyendo la mirada de Lissa aclaró-: Por elección propia.
Sabía que Liss iba a averiguarlo algún día. Ésa era la última pieza del puzzle de la señora Karp, un secreto que yo había guardado para mí y que me preocupaba sin cesar. El semblante de Lissa y el vínculo reflejaron la enorme sor­presa con que acogió la noticia, y la cosa fue a más confor­me iba comprendiendo que yo lo sabía y jamás se lo había dicho.
- No sé quién es Mikhail -comenté yo.
- Mikhail Tanner -contestó Spiridon.
-Ah, el guardián Tanner. Estaba aquí antes de irnos -fruncí el ceño-. ¿Y por qué está persiguiendo a la señora Karp?
- Para matarla -respondió Dimitri sin rodeos-. Eran amantes.
Todo el asunto de los strigoi cobró un nuevo significa­do para mí: una cosa era correr a la batalla contra ellos y otra muy diferente perseguir con saña a quien... amabas. Bueno, no sabía si sería capaz de hacerlo, aunque técnicamente era lo correcto.
-Tal vez haya llegado el momento de cambiar de tema -propuso Víctor con sumo tacto-. Hoy no es un día para pasarlo hablando de cosas deprimentes.
Creo que todos sentimos un gran alivio cuando llegamos al centro comercial. Ocupé mi papel de guardaespaldas, me pegué a Lissa mientras íbamos de una tienda a otra y admi­rábamos el estilo de la ropa allí expuesta. Resultaba agrada­ble hallarse entre la gente otra vez y hacer con ella algo diver­tido, sin más, algo sin relación alguna con los siniestros y oscuros meandros de las marrullerías de la Academia. Se pa­recía bastante a los viejos tiempos. Echaba de menos salir por ahí. Echaba de menos a mi mejor amiga.
El centro comercial ya había montado toda la parafer­nalia navideña aunque apenas si estábamos a mediados de noviembre. Decidí que tenía el mejor de los trabajos, si bien me sentí un poco desplazada al comprender que los demás guardianes permanecían en contacto entre ellos gracias a unos cucos comunicadores. Protesté al no recibir uno, pero Dimitri alegó que iba a aprender más sin él. Si protegía a Lissa a la manera tradicional, podría manejar cualquier si­tuación.
Victor y Spiridon permanecieron con nosotros mientras Dimitri y Ben se ubicaban en una posición más rezagada. No sé cómo se las arreglaban para no parecer siniestros acosa­dores de adolescentes.
- Ni hecho para ti -dijo Lissa en una tienda de la ca­dena Macy's. Un top de tirantes engalanado con un lazo-. Voy a comprártelo.
Miré con ansia la prenda, pues ya imaginaba cómo me quedaría. Luego, tras comprobar que seguía manteniendo el contacto visual con Dimitri, negué con la cabeza y se la entregué.
- Cogeré frío con ella ahora que se acerca el invierno.
- Eso no te ha importado nunca.
Se encogió de hombros y la devolvió a su sitio. Ella y Ca­mille se probaron una interminable lista de prendas, pues el precio no era un problema ante lo sustancioso de las asigna­ciones de ambas. Lissa se ofreció a comprarme lo que me apeteciera. Toda la vida habíamos sido muy generosas la una con la otra, razón por la cual no vacilé en aceptar su oferta, aunque mis elecciones le sorprendieron.
-Ya tienes tres camisetas térmicas y una sudadera con capucha -me recordó cuando echó un vistazo por encima de la pila de unos jeans con motivos bordados-. Sólo te lle­vas cosas aburridas.
- Eh, tampoco veo que tú te compres tops de putilla.
- No soy la única que se los pone.
- Muchas gracias.
-Sabes a qué me refiero. Si hasta llevas el pelo recogido ahí de cualquier modo.
Eso era cierto. Me había recogido el pelo en un moño al­to, siguiendo el consejo de Dimitri, lo cual me había valido una gran sonrisa suya cuando me vio. Las posibles marcas mol­nija que pudiera ganarme serían perfectamente visibles con ese peinado.
Ella miró a nuestro alrededor para asegurarse de que ninguno de los demás pudiera oímos. A través del vínculo detecté que sus sentimientos habían cambiado y ahora mos­traban su turbación.
- Estabas al tanto de lo de la señora Karp.
- Sí. Algo oí al mes o así de su marcha.
 Lissa se echó un par de vaqueros con bordados sobre el brazo y se dirigió a mí sin mirarme. -¿Por qué no me lo dijiste?
- No necesitabas saberlo.
-¿Pensabas que no podría digerirlo?
Mantuve el rostro perfectamente inexpresivo y mien­tras la miraba, rememoraba lo acaecido hacía dos años. Es­taba en mi segundo día de castigo tras autoinculparme de la destrucción del cuarto de Wade cuando un grupo de nobles visitó la Academia. Me dieron permiso para estar presente durante la recepción, pero estuve estrechamente vigilada para evitar cualquier tontería por mi parte.
Dos guardias me escoltaron a la cafetería sin dejar de hablar en voz baja durante todo el trayecto.
«Mató al doctor encargado de atenderla y acabó con la mitad de los pacientes y las enfermeras mientras se abría pa­so hacia la salida».
«¿Tienen idea de su paradero?».
«No. La están rastreando, pero, bueno, ya sabes cómo es»
«Jamás esperé de ella una reacción semejante. No pare­cía el tipo de persona capaz de algo así».
«Ya, bueno, pero Sonya estaba como una cabra. ¿Viste lo violenta que se ponía poco antes del final? Era capaz de cual­quier cosa».
Yo me sentía fatal mientras arrastraba los pies a su lado, pero giré la cabeza de sopetón nada más escuchar aquello. «¿Sonya...? ¿Estáis hablando de la señora Karp?», inquirí. «¿Ha matado a alguien?».
Los dos guardias intercambiaron una mirada, y al final uno contestó con voz grave:
«Se convirtió en una strigoi, Rose». »Dejé de caminar y le miré con fijeza.
«¿La señora Karp? No, ella jamás habría... ».
«Me temo que sí», replicó el otro, «Y convendría que no dijeras nada de esto. Es una tragedia. No lo conviertas en un cotilleo de escuela».
Pasé el resto de la noche sumida en una nube. La señora Karp. Karp la Chiflada. Había matado a alguien para trans­formarse en una strigoi. No daba crédito a mis oídos.
Me las arreglé para dar esquinazo a mis guardias en cuan­to concluyó la recepción, pues deseaba pasar un ratito con Lissa. El vínculo entre nosotras se había fortalecido mucho para esas fechas y no necesitaba verle el rostro para saber lo mal que se sentía.
«¿Qué ocurre?», le pregunté cuando llegamos a una esquina del pasillo, en los aledaños de la cafetería.
Me contemplaba con la mirada ausente y podía percibir su jaqueca. El nexo me transmitía una parte del dolor.
«No... No lo sé. Me noto rara. Tengo la impresión de que me siguen, es como si debiera tener cuidado, ¿sabes?».
No supe qué contestar. Yo pensaba que nadie la seguía, pero la señora Karp solía decir lo mismo. La paranoia de siempre.
«Probablemente no sea nada», le contesté, quitándole hierro al asunto.
«Es posible», convino. De pronto, entornó los ojos. «Ahora bien, Wade sí es un asunto serio. No va a cerrar el pico sobre lo ocurrido. No puedes ni imaginarte las cosas que va diciendo sobre ti».
De hecho, sí podía, y fácilmente, pero me la traía al fresco. «Olvídate de él. No es nadie».
«Le odio», admitió con una nota acerada en la voz, al­go poco habitual de ella. «Estoy con él en el comité para re­caudar fondos y me revienta oír todo el rato lo que suelta por esa bocaza. Le tiraría los tejos a una escoba con faldas. No deberías pagar tú los platos rotos por él. Debe pagarlo».
Se me secó la boca.
«Está bien, no me preocupa. Cálmate, Liss».
«Pero a mí sí», espetó, descargando su rabia contra mí. «Me gustaría encontrar la forma de devolvérsela, un modo de herirle al igual que él te está haciendo daño a ti».
Puso las manos detrás de la espalda y empezó a pasear de un lado para otro, llena de furia, pisando fuerte y con de­terminación.
Lissa hervía de odio e indignación, y yo lo percibía todo gracias a nuestro vínculo. Parecía una tormenta y bien que me asustó. La vacilación y la inseguridad envolvían semejante es­tallido. Mi amiga se moría de ganas por hacer algo, cualquier cosa, pero no sabía el qué. Rememoré de inmediato la noche de autos y el asunto del bate de béisbol, y a continuación pen­sé en la señora Karp. Se convirtió en una strigoi, Rose.
Nunca en la vida me había asustado tanto, verla así me provocaba más miedo que cuando estuvo en la habitación de Wade o cuando curó al cuervo, y más del que pasaría cuan­do me pillaran los guardianes, ya que en ese preciso momen­to cobré conciencia de que no conocía a mi mejor amiga ni sabía de lo que era capaz. Un año antes me habría reído si alguien hubiera dicho que se le podía pasar por la cabeza ser una strigoi, pero un año antes también me habría mofa­do de cualquiera que hubiera dicho que iba a hacerse cortes en las muñecas o que deseaba hacérselas pagar a alguien.
Fue entonces cuando tuve la súbita comprensión de que ella podría llegar a hacer lo imposible, y yo debía asegurar­me de que no lo hiciera. ¡Salvala, salvala de sí mísma!
«Nos vamos de aquí», le dije mientras la tomaba del brazo y me la llevaba hacia el vestíbulo. «Ahora mismo».
La ira dejó paso a la confusión en la mente de Liss. «¿A qué te refieres? ¿Qieres ir al bosque o algo así?». No le contesté. Había algo en mi actitud o en mis palabras que le habían sobresaltado, ya que no me formuló nin­guna otra pregunta mientras la alejaba de la cafetería y ata­jaba por el campus en dirección al garaje atestado por los vehículos de los visitantes de esa noche. Uno de ellos era un enorme sedán Lincoln Town Caro. Contemplé cómo el chófer ponía en marcha el motor.
«Alguien va a marcharse pronto», comenté mientras lo observaba a escondidas desde detrás de un matojo. Miré ha­cia atrás y no vi nada. «Lo más probable es que estén aquí de un momento a otro».
Lissa al fin se percató de mi propósito.
«Cuando has dicho que nos vamos de aquí, te referías a... Rose, no. No podemos abandonar la Academia. Jamás va­mos a poder pasar las defensas y los puntos de control». «Nosotras, no», repliqué con firmeza. «Lo hará él».
«Pero ¿cómo va a ayudarnos?».
Tomé aliento, pues lamentaba mis siguientes palabras, pero consideraba mi propuesta como el mal menor.
«Recuerdas cómo obligaste a Wade a que hiciera todo aquello, ¿a que si?». Ella dio un respingo, pero asintió. «Bue­no, pues necesito que hagas lo mismo. Ve a junto al chofer y ordénale que nos esconda en la limusina».
Lissa se sintió abrumada por el miedo y la sorpresa. No comprendía nada y estaba aterrada, muy asustada. Llevaba semanas siendo presa del pánico, desde la curación, los bos­ques y Wade. Era frágil y se hallaba al borde de un precipi­cio cuya comprensión se nos escapaba a las dos, pero a pesar de todo eso, ella confiaba en mí, y creía que podía mantener­la a salvo.
«Vale», accedió, y dio unos cuantos pasos hacia él antes de volverse hacia mí y preguntar: «¿Por qué ... Por qué ha­cemos esto?».
Pensé en la ira de Lissa y en su deseo de hacerle pagar el golpe a Wade, costara lo que costara, y luego pensé también en la señora Karp, tan amable, tan inestable, y en su conver­sión en una strigoi.
«Cuido de ti», respondí. «Es cuanto necesitas saber». Ahora, en el centro comercial de Missoula, Lissa perma­necía de pie entre montones apilados de ropa de diseño y volvía a preguntar:
-¿Por qué no me lo dijiste?
- No necesitabas saberlo -repetí.
-Te preocupa que se me afloje algún tornillo -me dijo en susurros mientras se encaminaba hacia el probador-. ¿También te preocupa que me convierta en una strigoi?
- No, en absoluto. Eso es cosa de ella. Tú jamás harías algo así.
-¿Ni siquiera si me vuelvo majareta?
- No -contesté, y luego intenté hacer un chiste-: Si enloquecieras, te afeitarías la cabeza y vivirías sola con trein­ta gatos.
El ánimo de Lissa se ensombreció de forma considerable, pero no dijo nada más. Se detuvo en el umbral del probador y retiró del colgador un vestido negro con un movimiento brusco. Se animó un tanto.
- Naciste para llevar este vestido. No me importa lo práctica que te hayas vuelto.
El rutilante vestido de seda negra sin tirantes me llega­ba hasta las rodillas. Tenía un corte airoso a la altura del dobladillo, pero el resto se las apañaba para ceñirse al cuer­po y resaltarlo todo de mala manera. Era increíblemente sexy. Tal vez incluso un tanto desafiante para el código académi­co del atuendo.
- Éste es el vestido que me va -admití.
Me quedé mirándolo fijamente. Lo deseaba con tanta fuerza que empezó a dolerme el pecho. Era la clase de vesti­do que desafía al mundo y con el que se inician las religiones.
Lissa eligió uno de mi talla. - Pruébatelo.
Sacudí la cabeza e hice ademán de devolverlo.
- No puedo. Te pondría en peligro mientras lo hago. No merece la pena dejarte desprotegida y arriesgarme a que su­fras una muerte espantosa por un vestido.
- En tal caso, deberemos llevárnoslo sin ver cómo te está.
Liss compró el vestido.
La tarde fue desgranando las horas y acabé cada vez más cansada. La vigilancia continua en un permanente estado de alerta se convirtió de pronto en algo mucho menos diverti­do. Me llevé un alegrón cuando hicimos nuestra última pa­rada en una joyería.
-Aquí está -exclamó Lissa al tiempo que señalaba uno de los estuches-. Ese collar hace juego con tu vestido. Lancé una mirada y vi una fina cadena de oro con un col­gante en forma de rosa con pétalos de oro y un diamante, la parte más llamativa de la pieza.
- Odio ese rollo tuyo de la rosa.
Mi amiga solía regalarme cosas con forma de rosa sólo para ver mi reacción, o eso creo, pero se le borró la sonrisa de la cara al ver el precio.
-Oh, mira eso. Hasta tú tienes tus límites -bromeé-. Al fin dejas de derrochar a lo loco.
Esperamos a Victor y Natalie para dar la visita por ter­minada. Él debía de haberle comprado algo a su hija, porque la chiquilla estaba tan rebosante de felicidad que parecía que le iban a crecer alas y salir volando en cualquier momento. Eso me alegró. Natalie se moría de ganas por atraer su atención y por suerte, el príncipe le había comprado algo prohibitivo para arreglar las cosas.
Hicimos en silencio el viaje de regreso, pues estábamos cansados, y además todos teníamos algún que otro trastor­no del sueño por culpa del viaje diurno. Me senté junto a Di­mitri, me recliné sobre el respaldo del asiento y bostecé, per­fectamente consciente del contacto de nuestros respectivos brazos. La sensación de cercanía y conexión entre nosotros era abrasadora.
- Bueno, parece que jamás podré volver a probarme ro­pa, ¿no? -pregunté en voz baja, pues no deseaba despertar a los demás. Victor y los guardianes estaban despiertos, pe­ro las chicas se habían dormido.
- Puedes hacerlo cuando no estés de servicio. Es posible durante tu tiempo libre.
- No quiero disponer de tiempo libre. Deseo cuidar de Lissa en todo momento -bostecé otra vez-. ¿Viste ese vestido?
-Sí.
-¿Te gustó? -no respondió, y yo interpreté su silencio como un sí -. ¿Voy a poner en peligro mi reputación si lo lle­vo al baile?
Respondió en voz tan baja que pude oír a duras penas su respuesta:
-Vas a poner en peligro la escuela entera. Sonreí y me quedé dormida.
Mi cabeza descansaba sobre el hombro de Dimitri cuan­do me desperté. Ese largo guardapolvo suyo me cubría co­mo una manta. El vehículo se había detenido, pues habíamos regresado al colegio. Salí de debajo de la prenda y bajé de un salto detrás de mi mentor. De pronto, me sentía feliz y muy despierta. Era una verdadera lástima que estuviera a punto de acabarse mi tiempo de libertad.
- De vuelta al presidio -suspiré mientras caminaba jun­to a Lissa en dirección a la cafetería-. Tal vez me den otro permiso si simulas un ataque al corazón.
- ¿Te vas sin tus ropas? -me entregó una bolsa y yo em­pecé a moverla alegremente de un lado para otro-. Me mue­ro de ganas por verte con el vestido.
-También yo, y está por ver que me permitan asistir al baile. Kirova aún debe determinar si he hecho méritos suficientes para merecerlo.
- Muéstrale esas camisetas tan sosas que te has compra­do. Seguro que le da un patatús. A mí ha estado a punto de darme algo.
Eché a reír y me subí de un salto a uno de los bancos de madera, por donde anduve igualando mi paso al suyo mien­tras caminaba a mi par. Me bajé de un salto al llegar al final del mismo.
- No son sosas.
- No sé qué pensar de la nueva Rose tan responsable.
Me subí de un salto a otro banco. - No soy esa chica responsable.
- Eh -me avisó Spiridon, pues él y el resto del grupo venían detrás de nosotras-. Todavía estás de servicio y no se permite jugar durante el mismo.
- No estoy jugando -le repliqué a voz en grito, pues había percibido una nota de cachondeo en su voz-. Juro que... ¡Mierda!
Me había subido al tercer banco y ahora estaba llegan­do al final del mismo. Tensé los músculos, lista para bajar de un salto, pero los pies no me acompañaron cuando lo inten­té: la madera, que hasta ese momento había parecido dura y fiable, se hundió y cedió como si fuera papel. Se desinte­gró, y mis pies quedaron atrapados en el agujero recién surgido a la altura del tobillo cuando el resto de mí intentaba impulsarse hacia delante. Mi cuerpo giró hacia el suelo, pe­ro el banco aún me retenía a la altura del tobillo, que se do­bló en una dirección imposible. Me caí de morros al tiempo que escuchaba el chasquido de una fractura, y no era la ma­dera. Me recorrió el cuerpo un dolor como no había senti­do otro igual en mi vida.
Y a continuación perdí el conocimiento.


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Si te ha gustado, hazmelo saber, y de esta manera subire más rápido las continuaciones!